El pintor y viajero abandonó su país para evitar ser enviado a la guerra de Ucrania y, desde entonces, ha malvivido entre Turquía, Marruecos y Francia.
Llueve sin clemencia sobre Tánger, y una lengua de agua sucia, colillas y restos de comida lame el áspero empedrado de sus calles. En una azotea de la medina, Roman Andreev (Chuvasia, Federación Rusa, 1990) se coloca la capucha del impermeable mientras trata de proteger su porro de la lluvia: “No sé qué va a pasar en el futuro. No tengo ni idea, no se puede saber”.
Hablamos por teléfono un mes y medio más tarde. La conexión se va cada pocos segundos y la conversación es torpe, plagada de silencios y repeticiones. Roman se conecta al wifi de un campo de refugiados en Bosnia, desde donde intenta entrar en la Unión Europea: “Mi situación es crítica. Casi no me queda dinero ni comida. No sé qué puede pasar en las próximas semanas”.
Roman salió de Rusia poco antes del comienzo de la invasión de Ucrania para evitar ser reclutado o, en su defecto, enviado a prisión: “Putin es un esquizofrénico. Ha matado a miles de personas en todo el mundo. No puedo entenderlo"
Pasan unas semanas y Roman me escribe desde Niza, a la espera de conseguir asilo como refugiado político. No hay plazos establecidos ni tiene garantías de recibirlo, solo la remota esperanza de poder establecerse en Francia o en España. Su vida sigue en suspenso. Roman salió de Rusia poco antes del comienzo de la invasión de Ucrania para evitar ser reclutado o, en su defecto, enviado a prisión: “Putin es un esquizofrénico. Ha matado a miles de personas en todo el mundo. No puedo entenderlo”.
Algo más de un mes después de que nos conociésemos en la ciudad marroquí, el gobierno ruso aprobó una ley para endurecer la persecución y los castigos contra quienes no se presentaron en la oficina de reclutamiento al recibir la carta de movilización. Roman fue uno de ellos. Hace unos años hizo voluntariamente la mili en una base rusa cerca de la frontera con China, pero se niega a participar en las guerras de conquista de Putin. Si lo atraparan las autoridades rusas, lo más seguro es que acabase entre rejas por desertor, y tal vez eso sea “peor que la guerra”. El camino no tiene vuelta atrás.
“Hacerse un hombre”
Andreev nació en una familia de clase media –su madre, enfermera; su padre, albañil– en la República de Chuvasia, a setecientos kilómetros de Moscú, estepa adentro, una zona con temperaturas habituales de treinta y cinco bajo cero en invierno. A Andreev le gusta de su región el carácter trágico y hosco de sus habitantes, los bosques extensos y helados, su lengua túrcica y los viejos rituales paganos. Dice que fueron cristianizados hace solo doscientos cincuenta años y que el país, de un modo clandestino y ecléctico, sigue rindiendo culto al dios del bosque y a la diosa del arroyo.
Roman Andreev era un muchacho formal y aplicado, incluso llegó a estudiar cuatro años de Medicina para contentar a su madre, que quería un hijo doctor. Pero ya desde muy niño había empezado a dibujar, a dar largos paseos por el bosque y a fantasear con ir más allá de su estrecha vida ordinaria y conocer paisajes nuevos. Como corresponde a esta clase de personas, Roman era un chico tímido, débil y temeroso. En parte por influencia de su familia, en parte por voluntad propia, interrumpió sus estudios para unirse al ejército ruso y así “hacerse un hombre”. Dice que lo consiguió: “Si quieres saber cómo es la vida en el ejército ruso, lee los diarios de la cárcel de Dostoievski, o lee Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, donde cuenta la vida en el gulag. Sigue siendo así, en Rusia nada ha cambiado. Con los zares, en la URSS y ahora”.
Habla del acoso de los militares a los novatos más débiles: “En el ejército tienes que mostrar tu fortaleza, si no, te tratan como a un esclavo”; de una disciplina de hierro, de las madrugadas corriendo en la nieve a muchos grados bajo cero y de la corrupción de los oficiales. Pese a todo: “Fue una buena experiencia. Aprendí a pelear y a defenderme”. A la vuelta no retomó sus estudios de Medicina.
Una conciencia surrealista
“No elegí el surrealismo, el surrealismo me eligió a mí. No pienso en un significado o en una idea: solo dibujo y salen cosas sobre mis sueños, de mi subconsciente”
“Fue una etapa muy peligrosa, de mucha paranoia –responde Andreev sobre los años posteriores a su vuelta del ejército–. Durante tres años tuve constantemente miedo a morir pronto. Sentía que estaba enfermo”. Se dedicó a dibujar para aplacar los fantasmas. Tenía veintidós años y, de un modo misterioso e inexplicable, los dibujos del niño Roman fueron convirtiéndose en paisajes oníricos y figuras abstractas: “No elegí el surrealismo, el surrealismo me eligió a mí. No pienso en un significado o en una idea: solo dibujo y salen cosas sobre mis sueños, de mi subconsciente. Quizás venga de la mentalidad de los chuvasios. Casi todos nuestros grandes artistas han sido surrealistas. No sé por qué, pero es nuestra forma de ser: la antigua religión politeísta, el contacto con la naturaleza y con los animales… Tal vez venga de ahí”.
A partir de ese momento empezó a dedicarle más tiempo al arte. Comenzó a pintar óleos y a montar cortos cinematográficos de animación surrealista. “Mi pintor favorito es, con mucho, Dalí. Luego está Magritte, al que siempre hay referencias en mis cuadros –explica con entusiasmo–, también El Bosco, Brueghel, Jan Van Eyck… Con ellos empecé a aprender a pintar. Para mí, esos pintores flamencos son lo mejor de la historia de la pintura, mucho mejores que los italianos”. Hay otros españoles en la lista: Goya, Lorca y Buñuel; sobre este último dice: “Lo cambió todo. Fue como una bomba atómica para mí”.
De entre sus compatriotas cita a Dostoievski: “Un genio que sabía mucho sobre el alma y tuvo muchas experiencias distintas”. Y al cineasta Andréi Tarkovski. Ambos, como casi todos los artistas rusos de los últimos dos siglos, “tuvieron problemas con el gobierno. Quizás ese sea nuestro destino: estar en conflicto con el poder. Pienso que eso nos hace ser mejores artistas”.
Además de pintar, a su vuelta del servicio militar hizo sus primeras salidas como begpacker: viajaba durante meses por Rusia sin apenas dinero, solo con su bicicleta y su tienda de campaña, confiando en conseguir techo y alimento de la generosidad de sus compatriotas y algunos ingresos como bloguero y youtubero de viajes. Así recorrió buena parte del país hasta el Cáucaso y por la frontera con Kazajistán, así como Chechenia, Daguestán y Bielorrusia. Dice que ha dormido al raso más de trescientas cincuenta noches.
Escapar de la burbuja
“Empecé a viajar porque quería ver y entender la situación real de mi país más allá de lo que cuenta la propaganda en televisión. Quería conocer los diferentes pueblos, mentalidades y culturas de Rusia. He visto, en general, gente muy pobre y pueblos que no tenían ni electricidad. La televisión dice que todo está bien y es perfecto”.
Y esto último, explica, es crucial para comprender la Rusia contemporánea, el apoyo de la población al gobierno de Putin y la brecha generacional que desgarra al país. Desde que empezó la guerra, Roman no se habla con sus padres, y lo mismo les sucede a muchos de sus amigos. Los mayores consideran un deshonor que sus hijos hayan rehuido sus obligaciones militares para con la Madre Rusia: “La generación de mis padres no sabe inglés, nunca ha salido de Rusia, nunca han hablado con un extranjero y solo se informan por televisión. Se tragan toda la propaganda y viven en una burbuja. Mi generación ha podido viajar, sabe inglés y busca opiniones alternativas en internet y en medios liberales occidentales”.
Esa ventana al mundo exterior, junto con su propia experiencia, le permiten reconstruir la deriva autoritaria a la que se ha entregado su país en los últimos tiempos: “Hace cinco años era más o menos seguro ir a una manifestación. Si te detenían, pagabas una pequeña multa y a los dos o tres días te liberaban. Pero cada vez se fue haciendo más duro y, ahora, si vas a una manifestación contra la guerra, la multa es de dos o tres salarios medios y puedes pasar más de un mes en la cárcel. La gente tiene mucho miedo de mostrar que no está de acuerdo con el gobierno”.
Ciertamente, sale caro no estarlo: “Un salario normal en Rusia puede ser de unos trescientos o cuatrocientos dólares al mes. Pero, si tienes buena relación con el gobierno y trabajas para ellos, puedes tener una buena vida y un buen trabajo y ganar tres o cuatro veces esa cantidad”. El dinero público en Rusia no se invierte para contribuir al desarrollo y la prosperidad del país, sino para engrasar un poderoso aparato de represión y una densa red de sumisión clientelar. Nosotros y ellos. “Nada para la gente –lamenta Roman–, todo para la propaganda y la guerra”.
Un exilio psicodélico
“La generación de mis padres no sabe inglés, nunca ha salido de Rusia, nunca han hablado con un extranjero y solo se informan por televisión. Se tragan toda la propaganda y viven en una burbuja. Mi generación ha podido viajar, sabe inglés y busca opiniones alternativas en internet”
Turquía fue su primer destino como exiliado. Allí le sorprendió comprobar que era capaz de entender muchas palabras en turco, por la similitud entre esta lengua y su idioma materno. En los hostels de Estambul habló por primera vez en su vida con jóvenes europeos y norteamericanos, pero su dedicación principal es la supervivencia. En Dialogue with a beggar (‘Diálogo con un vagabundo’), la película autobiográfica que se puede ver en YouTube, detalla las penurias y estrecheces de su día a día. Va arañando sus escasos ahorros, pide dinero o comida en la calle y busca trabajo por internet.
En su única mochila lleva toda su ropa, el ordenador y el material de pintura. Le angustia pensar en sus lienzos. Fácilmente podrían mojarse, rasgarse, perderse. Salió de Turquía con dos cuadros terminados y al poco de establecerse en Marruecos empezó un tercero. Cuando nos conocimos en Tánger –Roman protegiéndose de la lluvia en una azotea de la medina–, él llevaba ya más de un mes en el país y había pasado por Marraquech, Casablanca, El Jadida y Agadir. En Marruecos se aficionó a fumar hachís y sintió la urgencia de empezar un cuadro nuevo, el mejor de los suyos hasta ahora en su opinión: “El hachís me abre la mente y me da nuevas ideas. Mis pinturas son totalmente distintas desde que empecé a fumar. Antes pintaba cosas muy parecidas a las de la vida real, pero con el hachís empecé a dibujar figuras más psicodélicas”.
Ahora necesita encontrar “un sitio para concentrarme y crear en esta nueva línea. Tengo mucha inspiración, pero debo conseguir un espacio y algo de tranquilidad”. Todo eso está en manos del funcionario que examina su petición de asilo. También conseguir un trabajo y ahorrar algo de dinero. Viajar a Madrid para ver “El jardín de las delicias” y las Pinturas Negras de Goya. Con algo de suerte, exponer sus cuadros en una galería o colar su película en la programación de un festival de cine. En sus últimos dibujos aparecen hombres quitándose la vida y álienes que no quieren volver a su planeta: “Si yo estuviese en Rusia y el gobierno me mandase a la guerra, me iría al bosque a morir. Me suicidaría en medio de la naturaleza, en un lugar tan bello y que tanto he amado como esos bosques en los que crecí. He soñado mucho con eso estos meses”.
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