En la última entrega invité a comprobar cómo el llamado “potencial de abuso” –a veces llamado adictividad– ha acabado canonizando la creencia de que las drogas son peligrosas en función de la euforia evocada por su empleo. Insistía allí en la mala fe inherente a olvidar que la eu-foría o buen ánimo no es solo placer positivo sino negativo por ausencia de dolor, y aprovecho para precisar que el hedonismo, elevado a escuela de vida por Epicuro, identifica la sensación placentera con ausencia relativa o total de dolor. Que no nos duela algo basta para disfrutar de “hedoné óptima”, según el sabio griego, pues ser conciencias pensantes y sentientes es el más cotidiano y accesible privilegio del animal, humano o no; y pedirle a la vida más que ausencia de dolor son ganas de mentirse, y enveredar por una tristeza creciente.
Por lo demás, abundan personas demolidas por sus deseos –digamos de alcohol, cocaína, opio o simples alimentos–, porque cuando su inclinación deja de estar insatisfecha ni las copas ni las rayas y ni siquiera los platos sientan bien. Pocos se inclinan a conducir sin frenos, pero un número muy superior se inclina a beber, a esnifar y a comer sin la elegancia consubstancial al amor propio –eligere viene de elegir, seleccionar–, atiborrándose de aquello que en dosis educadas llena de contento, aunque mate y en cualquier caso ridiculice a quien salte (muchas veces, día tras día) sobre drogas y raciones como bendice el agua dulce el náufrago marítimo, o el perdido sin cantimploras en algún desierto.
Tienen lo que quieren, aunque su avidez les lleva a trasegar vinos buenos y también malos; drogas puras y también adulteradas, en todo caso con una desmesura ajena al día de jolgorio y esparcimiento recomendado de tarde en tarde, porque la costumbre de atracarse prima hasta el punto de convertir la excepción en regla. Las sensaciones agradables van desvaneciéndose al poco de topar con el objeto deseado, dada la grosería con la cual se le trata, y allí donde la indigestión no llama a vomitar el ansia engendra nuevas líneas, porros o pastillas hasta calmarse con los primeros signos de descoordinación –¡bendito estupor!–, aunque el gusanillo de la conciencia no omita ser cada vez un poco más cruel en la resaca del día siguiente.
En el Sudeste Asiático la tolerancia convive con legislaciones draconianas cuya meta no es impedir el consumo sino asegurar monopolios policiales en materia de distribución
Este tipo de temperamento –así como la costumbre de ignorar la gula, en vez de precisar los inconvenientes de la obesidad– son los principales factores omitidos a la hora de pontificar sobre el potencial de abuso, y la razón de que se pase por alto también el parámetro nuclear en materia de drogas: el margen de seguridad, o proporción entre dosis activa mínima y dosis letal. Gracias a ello han prosperado las llamadas EFP (“especialidades farmacéuticas publicitadas”), y gigantes mundiales como GSK, cuyo lema es “Haz más, siéntete mejor, vive más tiempo”, precisamente gracias al paracetamol, uno de los compuestos con margen de seguridad menos amplio entre todos los descubiertos para tratar algias. El mes pasado les mencioné lo establecido al respecto por Wikipedia, y baste ahora recordarles que el dantesco cuadro derivado de ponerse ávido con él amenaza hoy a unos dos mil millones de personas, pues hasta allí se ha elevado el número de usuarios cotidianos.
A despecho de que suicidarse con paracetamol suponga sufrir muchas horas, la DEA reconoce una media de mil casos anuales en Estados Unidos, y sigue firme en su tesis de que solo pueden ser adictivas las drogas euforizantes, como si no fuese placer óptimo –en palabras de Epicuro– existir sin dolor. Para la empanada mental resultante de perseguir los llamados paraísos artificiales, no hay el menor inconveniente en promocionar toda suerte de crímenes sin víctima, pisotear los derechos civiles, tener cada año una media de cincuenta y dos mil suicidios involuntarios o accidentales, o confiar el tratamiento de las algias a un fármaco tan tóxico y poco activo como el que se llamó en origen Panadol. El juego de la piñata consiste en pegar palos de ciego, y a él juegan los cruzados desde el Convenio Internacional sobre Substancias Psicotrópicas de 1971, con el que Nixon lanzó una guerra planetaria contra “las drogas con capacidad para alterar el estado de ánimo”.
II
El experimento inicial de estos cruzados se centró en las bebidas alcohólicas, y cabría felicitarse de que la “ley seca” solo mantuviese dos décadas de vigencia en Estados Unidos, de no ser porque aquel paso atrás coexistió en Occidente con la introducción de vetos a innumerables otros fármacos, y porque Oriente se vio privado de euforizantes tan inmemoriales como el cáñamo, el opio y toda suerte de fármacos autóctonos. Propongo al lector que piense sobre la evolución del islam en particular, cuando hasta los años setenta el Parlamento iraní disponía de un fumadero tan confortable como el bar de las Cortes, Afganistán exportaba un hachís de apabullante calidad, Tailandia hacía lo propio con sus thai sticks y la India carecía de yonquis, dada la competencia insuperable de un opio que la Royal Commission de 1884 declaró “producido y consumido sin el más mínimo problema sanitario o criminal”.
Para budistas e hinduistas, que siempre vieron en las bebidas alcohólicas lo equivalente a “tinieblas y descarrío”, verse privados de cáñamo y opio creó sociedades mucho más aburridas, si bien ambas son religiones esencialmente pacíficas –donde el “no matarás” se amplía a toda suerte de seres vivos–, y quien viaje hoy por la península Indostánica y el Sudeste Asiático comprobará hasta qué punto la tolerancia convive con legislaciones draconianas, cuya meta no es impedir el consumo sino asegurar monopolios policiales en materia de distribución, como ocurre también en las partes paganas y cristianas de África. Japón lleva casi un siglo decantándose por las anfetaminas, que resultan ser lo más difundido entre trabajadores de Tailandia y sus vecinos, y en todo el Oriente profundo tanto el alcohol como la MDMA ganan terreno sin pausa, esta última a través de raves.
Muy distinta es la situación en países islámicos, según acabo de comprobar en uno tan escasamente destacado por fundamentalista como Egipto. Allí cada cuatro horas truenan los altavoces llamando a arrodillarse; la cerveza es tan laboriosa de encontrar como en España la cocaína no incursa en lo que Jonathan Ott llama “nocaína”, y los licores quedan reducidos a bares de hotel selecto. Por consejo de Galeno, Marco Aurelio desayunaba opio tebaico, la denominación de origen más milenaria de cuantas tenemos, que siguió fumándose y deglutiéndose hasta tiempos del rey Faruk, destituido en 1952 por el Movimiento de Oficiales Libres y su líder eventual, Nasser, con el cual surgió el llamado socialismo o revolución árabe.
Ser tratados como niños es lo que más o menos secretamente abonan glotones de todo tipo, en especial quienes consienten la avidez con fármacos psicoactivos
Faruk fue lo bastante blasfemo como para roturar nuevas extensiones dedicadas a la vid; no interferir con la entrada masiva de hachís sirio –el llamado Líbano rojo, cultivado en el fértil valle de la Bekaa–, y mantener la gran industria tradicional de Tebas. Abandonado por Europa, escandalizada a su vez por los harenes y la vida disoluta del monarca, lo que arraigó desde entonces fue algo tan imprevisto como el empobrecimiento, pues la firmeza con la cual el socialismo árabe decidió borrar del mapa a Israel dio paso no solo a guerras perdidas sino a un régimen de planificación central. Cuando a mediados de los años setenta la muerte de Nasser “desalineó” al país, y Estados Unidos sustituyó a la URSS como protector, importar masivamente medicamentos y restablecer nexos comerciales con la parte no arruinada del mundo produjo un salto demográfico todavía catastrófico, pues unos cincuenta de sus casi cien millones viven con menos de dos dólares diarios.
Unos tres millones vivían allí en 1800, y para sostener veinte veces más bocas no se ha encontrado aún manera de generar energía, a despecho de tener hidrocarburos, y pasear por la polvorienta megalópolis de El Cairo ofrece abundantes pistas para entenderlo. Pero volvamos a la dieta farmacológica de sus habitantes, y descubriremos que la inmensa mayoría se limita al café y el paracetamol, cultivando un régimen de abstinencia diametralmente distinto del occidental, aunque no menos ajustado al desiderátum de los primeros prohibicionistas, cuya piedra miliar encontramos en el primer psiquiatra histórico, Benjamin Rush, uno de los padres fundadores de Estados Unidos como compromisario por Pennsylvania, que en 1785 escribió:
En lo sucesivo, será asunto del médico salvar a la Humanidad del vicio tanto como hasta ahora lo fue del sacerdote. Concibamos a los seres humanos como pacientes de un hospital, comprendiendo que cuanto más se resistan a nuestro tratamiento más necesitarán nuestros servicios. Hubo un momento donde las críticas me irritaron y desalentaron, pero ahora las oigo y veo como los delirios y gestos frenéticos de mis pacientes.
¿No les parece curiosa la convergencia de Rush y Jomeini? Ser tratados como niños es lo que más o menos secretamente abonan glotones de todo tipo, en especial quienes se consienten la avidez con fármacos psicoactivos –“que me pegue, que me pegue fuerte”, reclama por ejemplo uno de mis más cercanos amigos–, pero he ahí que los extremeños se tocan, como decía el infortunado Muñoz Seca, y a despecho de las diferencias siderales entre El Cairo y París o Nueva York el parentesco temperamental tiende sólidos puentes. Quizá no sea inútil insistir en que el movimiento se demuestra andando, y tomar drogas por gusto bien podría ir acompañado por el cultivo de la sobria ebrietas socrática, aunque solo sea por predicar con el ejemplo, en vez de confundir la libertad con abstinencia o resaca.