Las fotos eran siempre las mismas, con una media melena plateada peinada hacia atrás, mirada afilada y una ligera sonrisa. El rostro en las imágenes permanecía congelado en el tiempo, mientras el hombre envejecía tras un muro de doce metros de altura en el desierto de Arizona, invisible para el mundo, condenado a morir en la cárcel por sinterizar LSD. Fue uno de los prisioneros de conciencia más conocidos de la guerra contra las drogas, la más larga de la historia de Estados Unidos, por delante de la de Afganistán. Ambas perdidas. Si una cadena perpetua por un crimen no violento es una perversión de lo que el sentido común entiende por justicia, ¿qué son el cumplimiento obligatorio de dos cadenas perpetuas, sin posibilidad de libertad condicional?
En noviembre del año 2000 le detienen por última vez. William Leonard Pickard (estado de Georgia, 1945) circula en un coche, detrás de una camioneta de alquiler cargada de probetas, embudos, matraces, pipetas, frascos y tubos que conduce su socio Clyde Apperson. Una patrulla de autopistas, enviada por la DEA, da las luces al convoy y Pickard salta del auto prácticamente en marcha. Corredor de maratones, inicia su huida campo a través dejando atrás a varios agentes con la mitad de su edad. “Una noche totalmente oscura, fría y un amanecer complicado”, contaría más tarde. Se esconde en un túnel de cemento para burlar las cámaras térmicas de los helicópteros, también en una granja solitaria cuyo dueño lo denuncia, pero aún le da tiempo a correr de nuevo, para ser finalmente apresado a punta de pistola, dieciocho horas después del inicio de la huida. “No te muevas o te reviento los sesos”, le dice el agente.
En el 2003, tras el juicio más largo de la historia de Kansas, recibe sus dos cadenas perpetuas, mientras que a Apperson le condenan a treinta años sin posibilidad de optar a la condicional. “Dos hijos recién nacidos, esposa, carrera profesional, seres queridos, libertad, dignidad, contacto humano, el tocar a otra persona... Los grilletes son fríos y dolorosos. Con cadenas en la cintura y en los tobillos, solo puedes caminar con pasitos. Alambre de espino, muros altos, sin perros ni gatos ni un río, sin niños, pocas risas, cielos sin estrellas por la iluminación de los focos, la comida a través de un hueco en la puerta, sin trabajo ni ocupación, sin esperanza ni dirección”, diría Pickard años después. El sistema judicial estadounidense gusta de principios jurídicos rotundos como el cumplimiento obligatorio de sentencia sin posibilidad de condicional o la ley de a la tercera, cadena perpetua (three strikes, you’re out, en inglés). Gordon Todd Skinner, el delator de Pickard, confidente de la policía, queda en libertad y recibe inmunidad.
De buena familia
Hijo y nieto de abogados y científicos, Pickard pasa su infancia en los suburbios acomodados de Atlanta. Es un niño prodigio, el primero de la clase, y de adolescente queda entre los cuarenta mejores estudiantes de ciencias de todo el país en una competición de renombre. Esta distinción le reporta varias ofertas de instituciones académicas y elige estudiar en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, una de las mejores y más antiguas universidades de Estados Unidos, a dos horas de autobús de la ciudad de Nueva York. Viaja con frecuencia a Manhattan para salir por los locales de jazz, donde consigue marihuana con facilidad en esos primeros años de los sesenta. Pero es expulsado por robar un coche; una gamberrada de la juventud, diría. En 1967, con veintidós años, decide instalarse en Berkeley, en la bahía de San Francisco, y se sumerge en la revolución lisérgica y cultural y las protestas sociales contra Vietnam y por los derechos civiles, que estaban en su punto álgido.
Pasa varios años entregado a la psiquedelia, a la música, a las mujeres y a largas estancias en la naturaleza, en lugares remotos, mientras cultiva por su cuenta su interés por la química, la farmacología y la medicina. La búsqueda interior, con la ayuda económica de su familia, le lleva también a vivir un tiempo en una comuna, donde pasa largas noches de excursiones psíquicas alrededor de un fuego en buena compañía en el desierto, explorando. En 1974 decide volver a San Francisco para estudiar biología, química y neuropsicología en la universidad. Uno de sus profesores durante esos años en San Francisco es Sasha Shulgin, cuyas publicaciones sigue con interés desde hace tiempo y a quien admira con pasión.
Laboratorios
Pasado el pico de la revolución psiquedélica, a principios de los setenta, varias de las primeras operaciones para sintetizar LSD ya están desmanteladas y sus principales responsables se encuentran en prisión. Es en esa época cuando Pickard conecta con Nick Sands y Tim Scully, los creadores del famoso Orange Sunshine. Scully había sido aprendiz de Owsley Stanley, el primero en sinterizar LSD fuera de la legalidad entre el 65 y el 67, en total unos quinientos gramos, alrededor de uno coma seis millones de dosis de la época. Stanley cae preso y Scully recoge el testigo junto a Sands, originario de Nueva York. La Hermandad del Amor Eterno produce cuatro millones de pastillas de Orange Sunshine, una cantidad muy por debajo de su objetivo inicial de producir setecientos cincuenta millones para que medio mundo se iniciara en la experiencia psiquedélica.
Esas diminutas pastillas de color naranja de 243 µm de LSD se extienden por el mundo como un aerosol de esporas: en Estados Unidos, por conciertos de los Grateful Dead y comunas hippies, e internacionalmente, entre los soldados desplegados en Vietnam, en templos de la India y hasta en las zonas montañosas de Afganistán donde se produce hachís. Scully y Sands son apresados en 1971. Pickard entra en contacto con ellos y contribuye económicamente en su defensa con la donación de un dibujo de M.C. Escher que adquiere por cinco mil dólares y Scully revende.
Lo primero que cocina Pickard es MDA, una feniletilamina cercana al MDMA, sintetizada por primera vez en 1910 y que ya aparece entre los círculos contraculturales de la Costa Oeste en 1963, pero entra en la prohibición total en 1971, junto al LSD, la psilocibina y el DMT. En 1976, Pickard es detenido con peyote, y un año después la policía interviene un pequeño laboratorio con restos de MDA en su casa cerca de San Francisco, donde posiblemente también cocinó MDMA, legal en ese momento. Tras una estancia de varios meses en la cárcel, comienza a llevar una vida más discreta y adopta hábitos para cubrir sus movimientos. Es detenido de nuevo en febrero de 1980 por cocinar anfetaminas y de nuevo en junio por vender MDA en Florida, pero sin consecuencias graves. No se sabe si ya había intentado producir LSD, pero a principios de los ochenta visita a Scully, salido ya de prisión y desconectado del mundo psiquedélico, interesándose en comparar métodos de síntesis de LSD, pero Scully no le ayuda. Pickard vuelve a desaparecer por varios años. Hasta que su segundo laboratorio clandestino es intervenido, esta vez sí, de LSD.
En diciembre de 1988, un vecino alerta a la policía de un olor extraño en un área industrial, en la misma zona de la bahía de San Francisco, a la que la DEA se refiere cariñosamente como “el triángulo del ácido”. Es un laboratorio muy avanzado y de un gran tamaño, montado dentro de un contenedor, colocado a su vez en una nave industrial. Está provisto de instrumentos de última generación, entre ellos una troqueladora de pastillas, equipos y maquinaria fuertemente restringidos, prácticamente imposibles de conseguir ilegalmente. Los agentes entran y observan a la luz negra una fina capa de polvo luminiscente que lo cubre todo. Es LSD. Intervienen documentos de varias identidades falsas suyas y unas doscientas mil dosis en papel secante, comprimidos de gelatina y micropuntos. También sintetizó mescalina, un proceso extremadamente complejo al alcance de muy pocos químicos en el mundo.
Vida en el templo
En 1988 es sentenciado a cinco años de prisión, pero sale anticipadamente a principios de 1992 y se interna en un templo budista en el centro de San Francisco. Pickard cuenta con detalle en su libro los setecientos días que pasa entregado a la disciplina de una tradición japonesa que data del año 1300. Vive como un monje, en un ambiente extremadamente reglamentado, como el de la prisión, dedicado a la meditación diaria y al estudio, también a hacer gestiones para meterse en la universidad de nuevo con la intención de reformarse y dejar atrás la clandestinidad previa.
En 1994 es admitido en Harvard, en Boston, en la Costa Este, para investigar en el área de neurobiología en la escuela de medicina, bajo la tutela de Mark Kleiman, también mentor académico de Rick Doblin, de la organización MAPS. Kleiman, fallecido en el 2019, fue uno de los primeros en alzar la voz a mediados de los ochenta para denunciar que la guerra contra las drogas es un fracaso y que el alcohol hace más daño que el cannabis. Defendió la despenalización del cannabis –sin apoyar una legalización total– y propuso una justicia criminal basada en penas cortas y más recursos para la reinserción de presos no violentos por temas de drogas.
Pickard continúa sus estudios en el prestigioso Kennedy School of Government, en Harvard, donde investiga sobre nuevas drogas y políticas de drogas por el mundo. Visita países como Uzbekistán y Afganistán y, especialmente Rusia, donde teje contactos entre expertos, estamentos policiales y antiguos miembros de la KGB. En uno de sus viajes conoce a su esposa Natasha, futura madre de sus dos hijos, que se traslada con él a Estados Unidos.
En un estudio publicado en 1996, cuyas investigaciones incluyen entrevistas con químicos clandestinos y traficantes de varios países, predice la actual epidemia de muertes por sobredosis causada por el fentanilo, un opiáceo sintético, activo en unas pocas micras –igual que el LSD– y cuyos precursores son de fácil obtención en ese momento. No es hasta el 2015 cuando el acceso a esos materiales se somete a controles más estrictos. Solo se equivoca en una cosa: pensó que sería en Rusia donde la corrupción y la disponibilidad de licenciados químicos formados en la antigua URSS producirían fentanilo, pero fue en México y en China donde finalmente ocurrió.
Vuelta a San Francisco
En el 1997 deja Harvard y vuelve a San Francisco para seguir trabajando junto a Kleiman. Sigue investigando junto a su mentor, pero no cobra de la universidad. Su sueldo procede de supuestos donantes que él mismo encuentra en Rusia o de donantes anónimos que hacen llegar dinero para que Pickard continúe con sus actividades académicas. Hay sospechas de que Pickard blanquea dinero a través de terceros, que lo hacen llegar a modo de donaciones a los departamentos donde él mismo trabaja. Tiene buenas habilidades sociales, es un seductor y se relaciona con diplomáticos, científicos, funcionarios de alto nivel y académicos, pero también con traficantes y productores clandestinos de drogas. En esos finales de los noventa, Pickard frecuenta los círculos psiquedélicos de San Francisco y su relación personal con Shasha Shulgin, veinte años mayor que él, es muy estrecha. Pickard y Doblin coinciden en cenas y celebraciones en la casa-laboratorio de Shulgin, donde gustan de hablar de “química y amor”. También atiende charlas y conferencias sobre psiquedélicos de la ciudad.
Skinner
Es en una de esas conferencias donde conoce a Todd Skinner, veinte años más joven que él. También es un genio de la química, pero está metido en muchos líos y tiene un carácter impredecible y megalomaníaco. Solo le preocupa su propia supervivencia, como ya demostró años atrás al delatar a un socio en una venta de varios kilos de marihuana a cambio de librarse de ser juzgado. Skinner presume de contactos y seduce a Pickard con promesas de dinero de importantes donantes internacionales, como el filántropo Warren Buffet. Dinero que Pickard necesita y usaría para organizar una conferencia sobre drogas en Harvard. Skinner venía de una familia pudiente, propietaria de una empresa fabricante de muelles industriales; dispone de grandes cantidades de dinero, y adquiere el silo de misiles nucleares decomisado de Kansas en 1996.
Se trata de un enorme espacio subterráneo, con túneles, escaleras y múltiples estancias de techos altísimos, que acondiciona como un extravagante palacio con suelos de mármol, un enorme jacuzzi y un equipo de sonido de cien mil dólares. La guarida funciona como una comuna y está protegida con cámaras, estrictas medidas de seguridad y empleados para cuidarlo. Skinner conduce varios Porsche y tiene una novia de dieciocho años, Krystle Cole, que trabajaba de stripper en un bar de la zona cuando la conoce. Se convierte en su mano derecha para el menudeo de drogas y tiene barra libre para todo tipo de drogas, conocidas y extrañas, que él sintetiza en su propio laboratorio instalado en el silo.
No se sabe exactamente cuánto tiempo ni cuánto material produjo Pickard en el laboratorio del silo, pero ya no quiere trabajar más con Skinner. Cuando es arrestado estaba llevándose el laboratorio a Colorado junto a Apperson. Skinner está colaborando con la policía porque, entre otros asuntos, un hombre había muerto de sobredosis hacía poco en el silo. Pone a Pickard en bandeja a la DEA. Tras la sentencia en el 2003, la Agencia Antidrogas se jacta de haber acabado con el noventa por ciento del ácido disponible en el mercado, también afirma que se intervinieron unos cuarenta kilos de LSD. Ambas afirmaciones son falsas. Y esos cuarenta kilos de material eran precursores, el cálculo total de LSD es de 189 g, una extrapolación del total de lo intervenido.
Prisión
Acaba encerrado en una cárcel de máxima seguridad en el desierto de Arizona, en una jaula de cemento y acero. Su destino final es morir de viejo rodeado de hombres que han cometido los peores crímenes imaginables. La mayoría de los internos pasan los días con la certeza de que nunca serán libres, muchos no reciben jamás una visita. Pickard, que es vegetariano y conoce las técnicas budistas de meditación, dedica las horas a meditar, hacer yoga y a leer literatura inglesa del siglo xix. “La práctica meditativa me resultó muy útil cuando comenzaban las peleas y saltaban las sirenas, las granadas aturdidoras y los apuñalamientos”, explica hoy. La meditación le permite sumergirse cada día en un “estanque de paz” mientas su cuerpo existe en un plano saturado de violencia, donde la mayoría de los presos portan armas blancas fabricadas por ellos mismos que afilan en las paredes de hormigón.
A pesar del aislamiento, mantiene correspondencia con el exterior y tiene acceso a libros, pero ninguno de ellos de química, que le prohíben expresamente. Scully le envía postales dos veces por semana durante veinte años, también se comunica con Kleiman, Sasha Shulgin, Ram Dass, Terence McKenna y con decenas de admiradores y personas solidarias de todo el mundo.
El libro
Las largas horas de lectura en prisión y un taller de escritura le otorgan la confianza para escribir un libro. Con papel y lápiz produce un primer manuscrito, que destruye para comenzar de nuevo. En el 2015 publica su obra, con el título La rosa de Paracelso, como el cuento de Jorge Luis Borges, cuya familia le dio permiso para utilizar. De subtítulo: Sobre secretos y sacramentos. En casi setecientas páginas cuenta la historia de una hermandad clandestina formada por seis químicos que sintetizan LSD, sus operaciones y vidas secretas, sus estrategias para despistar a los agentes de seguridad por varios continentes, viviendo dobles y triples vidas.
Con un lenguaje elevado y poético, rico en detalles históricos y geográficos y lleno de referencias a Borges, el Quijote y James Joyce, la historia comienza en el templo budista y su llegada a Harvard. También narra un episodio fascinante en el que Indigo, el protagonista, se rocía de forma accidental con una solución que contiene diez millones de dosis de LSD. Spoiler: no le pasa nada, tal vez porque sus receptores neuronales están tan saturados por la exposición constante a la sustancia tras semanas de trabajo en el laboratorio, o simplemente por gracia divina; Indigo sobrevive sin mayores consecuencias, ni siquiera sufre un viaje especialmente intenso. De esa experiencia agradece el regalo de lo que llama “la mente natural”.
Liberación
A pesar de la aparente falta de esperanza en su caso, trabaja incansablemente por su liberación y presenta cientos de apelaciones y escritos, también cuenta con el apoyo de personas de una gran talla académica, como el físico italiano Carlo Rovelli o la psiquiatra experta en drogas colaboradora de MAPS y amiga personal Julie Holland. De forma milagrosa es liberado en julio del 2020, cuando la justicia reconoce la posibilidad de liberar a internos no peligrosos a causa de la epidemia de COVID, que mantiene a muchos encerrados en su celda las veinticuatro horas del día. ¿O tal vez es un reconocimiento implícito de lo absurdo de su condena? Cuando le avisan de su liberación, apenas le dan unas horas para recoger sus cosas. Con cien dólares que le entregan los funcionarios, se sube a un autobús nocturno en Tucson, Arizona, y llega a Alburquerque (Nuevo México) al día siguiente. Al bajar, no puede evitar admirar la belleza de una flor durante veinte minutos, la primera que ve en dos décadas. Le pide a un desconocido su teléfono para hacer una llamada, pero es un smartphone y no sabe cómo utilizarlo. Su socio Apperson también fue liberado. Es julio del 2020.
Pickard vive ahora en Santa Fe (Nuevo México) junto a su familia y seres queridos. Durante sus primeros meses de libertad se levanta cada día antes del amanecer a pasear por el campo, donde saluda a los primeros corredores de la mañana y disfruta de la belleza del paisaje. Un año y medio después de su liberación, Pickard está en Nueva York en un teatro alternativo la noche antes de la conferencia Horizons sobre pisquedélicos. Lee el capítulo sobre la absorción accidental de diez millones de dosis de LSD mientras una performer acompaña la narración con el movimiento de su cuerpo.
Al día siguiente, en la conferencia, le reciben con aplausos y quien escribe estas líneas se pone de pie para aplaudir apasionadamente e incita al resto del auditorio a hacer lo mismo. Interviene ante trescientas personas, que escuchan en silencio a Pickard, el mito, casi como vuelto de entre los muertos. El rostro de este hombre alto y delgado se parece poco al de la foto con la melena plateada peinada hacia atrás, solo su mirada afilada es la misma. Finalmente libre, el hombre culto y refinado que manufacturó grandes cantidades de LSD “por amor”, el químico que pasaba semanas en laboratorios muy sofisticados iluminados con luz roja, decorados con motivos sagrados y música clásica o hindú, que rezaba en el momento exacto del proceso en que el ácido lisérgico se convierte en LSD, comparte hoy de forma pausada y detallada sus años en prisión y sus conocimientos sobre drogas.
Revolución psiquedélica
Pickard vuelve a un mundo en plena revolución psiquédelica, lleno de entusiasmo y esperanza. Con la explosión de interés que hay y los millones de dólares que cientos de start-ups y corporaciones están invirtiendo en investigar nuevas sustancias y variantes de las ya existentes, Pickard anticipa un futuro cercano en el que habrá cientos de nuevos compuestos, además de un notable aumento en el uso de los clásicos como LSD, psilocibina, DMT, mescalina o MDMA. En este sentido, aunque considera que el futuro es prometedor, avisa de que nos encontramos en una burbuja y que habrá episodios negativos que causen alarma y sean abordados con sensacionalismo.
Como hizo en el 96 cuando advirtió de la amenaza del fentanilo, se muestra preocupado sobre algunos compuestos potencialmente peligrosos, como el NBOME, que al ser activo en el rango de micras se vende a veces como LSD, siendo más tóxico e impredecible y con un margen de seguridad muy pequeño. En la India, papeles secantes de NBOME vendido como LSD han causado varios muertos, cuenta Pickard. También menciona el 2CB, una feniletilamina psiquedélica “inventada por Sasha Shulgin” de dosificación muy sensible, y que también cuenta con un rango de seguridad muy pequeño.
El Pickard anciano da consejos a quien tenga curiosidad por la experiencia mística, a los jóvenes, a quienes buscan enseñanzas vitales intensas: “Para ellos el escenario más adecuado es caminar por el bosque con amigos o alrededor de un fuego, disfrutar del arte con compañeros experimentados, hablar, maravillarse ante la belleza de todo”. En su juventud no había personas experimentadas que les enseñaran a tomar estas drogas, pero sí un enorme respeto por lo que siempre consideraron un sacramento. “Lo usábamos de forma discreta, y existía la regla no escrita de que nunca se lo debes dar a alguien con problemas personales o psicológicos”, cuenta.
Como él mismo descubrió tras exponerse a diez millones de dosis de LSD, nos recuerda que la experiencia psiquedélica y las drogas no son más que una parte pequeña de la experiencia humana. “Tenemos una mente natural, sin drogas, que contiene todo aquello que podríamos experimentar con una sustancia, uno solo tiene que detenerse un momento a pensar, puede bailar bajo la luz de la luna, tomar un paseo, disfrutar junto a un fuego o escuchar el sonido del viento en los árboles, en compañía de un buen amigo, o disfrutar del tacto de la mano de una mujer... Son experiencias humanas a nuestro alcance que nada tienen que ver con las drogas, aunque también pueden amplificarse con la ayuda de alguna droga, o simplemente si nos agarramos a ese pensamiento por un momento”.
Nelson Mandela pasó veintisiete años en la cárcel como prisionero político y cuando salió nadie conocía bien su rostro: el régimen del Apartheid se había encargado de que su imagen no circulara para evitar que se convirtiera en un icono visual de la lucha por la liberación de los sudafricanos no blancos. A su salida, no tenía ni una gota de odio contra sus opresores, solo un mensaje de paz y conciliación. Pickard no alberga sentimientos negativos hacia el juez que le sentenció porque tenía las manos atadas a la hora de firmar la sentencia, ni siquiera hacia Skinner, a quien disculpa porque actuó chantajeado por la DEA.
Lo que sí tiene Pickard es un profundo conocimiento del mundo de las drogas y del sistema carcelario de Estados Unidos, con una población reclusa en la que abundan presos irrecuperables para la sociedad, debido a la gravedad de sus crímenes, pero en la que también hay un buen número de presos no violentos por temas de drogas, que están condenados a castigos a veces más severos que los que reciben muchos asesinos y violadores. Pickard prometió a su amigo Ross Ulbricht, con quien coincidió en Arizona, que le mencionaría en cada entrevista. Ulbricht es otro icónico prisionero de conciencia de la guerra contra las drogas condenado a dos sentencias de cadena perpetua, más cuarenta años y sin posibilidad de recibir la libertad condicional. El juez le condenó al considerarle el ingeniero detrás de Silk Road, el primer mercado en línea de drogas, que entre otras cosas supuso un alivio para muchos consumidores, que podían hacer compras de manera anónima e higiénica, con información sobre la calidad de los productos y un sistema de evaluación de los productos y vendedores por parte de los usuarios.
Tras su liberación, Mandela se convirtió en presidente de Sudáfrica. Pickard, también prisionero de conciencia durante un tercio de su vida, podría tomar el cargo de gran zar de las drogas de Estados Unidos, y beneficiar a la sociedad con su enorme experiencia en síntesis de LSD, mercados internacionales de la droga y el sistema carcelario.
Este reportaje se ha confeccionado con diversas fuentes directas e indirectas en forma de entrevistas, intervenciones, libros e informaciones periodísticas y judiciales.