El botín incautado fue de órdago: millón y medio de tabletas y un kilo y trescientos gramos de cristal de LSD, que una vez procesado se elevaba a seis coma cinco millones de unidades, por valor de cien millones de libras de las de entonces, o sea, medio billón de las de ahora. Se practicaron ciento veinte detenciones, interviniéndose, así mismo, once mil libras en metálico y robustas cuentas en entidades bancarias francesas y suizas.
El Gargantúa mediático se cobraría un festín a costa de tan capitalizable acontecimiento, por el que el mercado británico del ácido se quedaba prácticamente desabastecido. Una sensacional hazaña del sistema, que en los estertores de la contracultura producía uno de sus más sonados mitos negros, tan expansivo como pudiera serlo el Festival de Altamont o los crímenes de la Familia Manson. Las dimensiones de lo sucedido y la amplificación del aparato propagandístico, tanto el de comunicados institucionales como el de los tabloides sensacionalistas, estratificaba la “Operación Julie” en el consciente y subconsciente colectivo, ubicándola en esa terra nullius de la cultura pop británica que no pertenecía ni a los apocalípticos ni a los integrados.
Símbolo susceptible de transformarse en materia de entretenimiento, el resultante de la reificación de ese bautismal episodio europeo de la war on drugs contribuía a la semiosis del discurso de dicha política vomitando productos varios a lo largo de los años, que elongaban el recorrido de la efeméride: la BBC la digería en un serial televisivo y otro radiofónico, el punk le dedicaba un par de canciones, los periódicos desempolvaban el asunto cada aniversario, la industria editorial publicaba volúmenes varios. El último de esos libros en ver la luz lo ha hecho tan recientemente como en el 2016, lo que da idea de la longevidad de un caso cuyas conclusiones no están todavía cerradas: en el 2017 se hacía público el supuesto de que del descomunal decomiso lisérgico pendían hilos sueltos...; una parte de la remesa de ácido podría seguir oculta en las inmediaciones de la población de Carno, en el centro de Gales, donde se encontraba el laboratorio principal de la desmantelada red.
Cártel ácido
Hinterland, la serie de Netflix, transcurre en la localidad costera de Aberystwyth y alrededores. Allí, el apesadumbrado inspector jefe Tom Mathias resuelve oscuros casos que, considerando lo constreñido de su jurisdicción, proliferan como hongos. Desapacible y sombrío, el paisaje galés guarda en esa ficción insospechados secretos. Como en la realidad. A cincuenta y nueve minutos en coche de Aberystwyth, siguiendo la curvatura trazada por la A487 y la A470 durante cincuenta y cuatro kilómetros, se encuentra Carno. Tanto ese pueblo de seiscientos habitantes, escenario en la Edad Media de encarnizadas batallas entre clanes locales, como Powys, Ceredigion y otros enclaves cercanos, serían durante los años sesenta y setenta del pasado siglo destinos contraculturales. Los bajos alquileres de casas rurales y sus remotas localizaciones atraían a jóvenes psiconautas en busca de naturaleza y experiencias lisérgicas, reproduciéndose los asentamientos hippies. Un entorno perfecto para pasar desapercibido, debió pensar David Solomon.
Entre los agentes había varias mujeres; una de ellas, la sargento Julie Taylor, daría nombre a la operación que destapó un negocio de abasto global, que exportaba LSD a cien países.
Editor durante 1960-61 de la seminal revista de jazz Metronome, e iniciador en el ácido de numeroso músicos de ese género, Solomon había formado parte de la lujosa comuna psiquedélica que Timothy Leary y Ralph Metzner operaban en la mansión Hitchcock de Millbrook, estado de Nueva York. En su libro The politics of ecstasy, Leary señalaba ya a Solomon como uno de los primeros distribuidores informales de LSD en Estados Unidos. Comisario a su vez de la antología LSD: The consciousness expanding drug, en 1966, el mismo año que era publicado ese volumen con escritos de Burroughs, Aldous Huxley, Alan Watts y otros conocidos suyos, Solomon se afincaba en Europa.
De Palma de Mallorca se trasladaba a Cambridge, donde en 1968 conocía a Richard Kemp, un joven y brillante bioquímico, persuadiéndole para que intentara sintetizar ácido en un laboratorio instalado en la casa que sus padres tenían en Liverpool. Kemp lograba su objetivo en 1969, después de que Paul J. Arnaboldi, uno de los residentes de la comuna de Millbrook, enviara camuflada en una revista una pequeña cantidad de tartrato de ergotamina. Procesada en LSD líquido, la partida era introducida en Canadá a través de otro contacto de Millbrook. En 1970, Kemp empezaba a producir ácido con continuidad, mientras bajo una tapadera médica Solomon obtenía más tartrato de ergotamina en Alemania, distribuyéndolo en Ámsterdam e Israel. Para 1973, el LSD de Kemp recababa una inaudita pureza, pero problemas de distribución interrumpían la producción temporalmente. El tándem empezaba entonces una nueva etapa en Gales, abriendo otra red, al tiempo que su antiguo distribuidor, Henry Todd, se hacía con los servicios de otro químico, sintetizando LSD en un laboratorio londinense y distribuyendo las tabletas entre mayoristas de Gales y Birmingham.
El chivatazo
Gerry Thomas, un antiguo socio de Solomon, era detenido en Canadá cuando intentaba introducir cannabis en el país. Enfrentado a una seria condena, su solución para aflojar el aprieto no era otra que ofrecer a las autoridades información sobre “el mayor laboratorio de ácido del mundo”. También proporcionaba nombres. El soplo se transmitía a la policía británica, previamente alertada por el incremento del consumo de LSD en los festivales musicales realizados en su territorio. Puestos sobre la pista de Kemp, el azar hacía el resto. En abril de 1975, aquel sufría un accidente automovilístico que le costaba la vida a otro conductor. La policía encontraba en su Range Rover una hoja de papel troceada. Reconstruida, en ella se podía leer “hidrato de hidracina”, componente básico en el proceso de obtención de LSD. El inspector Dick Lee, de los antidroga de Thames Valley, tomaba buena nota, formándose el embrión de la Operación Julie. A principios de 1976, Lee se ponía al frente de un operativo múltiple, destacando un equipo policial de secretas en una granja para vigilar la finca de Kemp.
Entre los agentes había varias mujeres; una de ellas, la sargento Julie Taylor, daría nombre a la operación. Camuflados de hippies y desde una vieja caravana, no tardaban en advertir los observadores los desplazamientos diarios que Kemp efectuaba desde su granja en Tregaron hasta Plass Llysyn, una casa solariega que Arnaboldi había adquirido para Solomon. Monitorizada también esta última, era objeto de registro, hallándose en un pozo distintos útiles químicos escondidos. Kemp y Solomon pasaban a ser estrechamente espiados, instalándose micrófonos en sus residencias. Mientras, dos agentes de paisano se infiltraban en la comunidad de Llanddewi Brefi con objeto de abrir una vía de investigación paralela con Alston Hughes, otro de los componentes de ese bicéfalo cártel del ácido, a través del cual llegaban hasta su rama londinense y correspondiente laboratorio. En marzo de 1977, trece meses después de que se iniciara la vigilancia, la policía irrumpía simultáneamente en casi cien domicilios repartidos por territorio inglés, arrestando a otros tantos sospechosos.
Evidencias varias eran recolectadas en los diferentes escenarios por los que se desplazaba la espiral Julie, saliendo a la superficie las enormes dimensiones de un negocio de abasto global, que exportaba género a cien países. El juicio se celebraba en 1978, prolongándose por espacio de un mes. Los quince principales encausados eran condenados a un total de ciento veinte años de prisión; quince eran los que le caían a Kemp y diez a Solomon. El dinero no era lo importante, aclararon los presuntos magnates psiquedélicos. Su prurito respondía a pulsiones apostólicas. Convencidos creyentes en los poderes del LSD para dilatar la conciencia humana y cambiar el mundo, su prioridad era la de compartir la experiencia del trip.
La post-posverdad
Naturalmente, los agentes de la ley lo interpretaron de otro modo, alarmados por el incremento de malos viajes entre la juventud de Gales, que en breve sería asolada por la heroína. Además, Julie había salido por un ojo de la cara a los contribuyentes, y la prensa, enterada de que se estaba mascando una gran redada en Gales, se había sumado a las presiones políticas. Durante los interrogatorios preliminares al juicio, muchos de los encausados traicionaron a sus compañeros con la esperanza de rebajar condena, revelando escondrijos y cuentas corrientes. Pese a esa muestra de la flaqueza de la naturaleza humana, y no obstante la demonización del ácido en la que habían sido programados, alguno de los investigadores no pudo sino compadecerse de la suerte que aguardaba a los cabecillas.
“Al principio los veíamos como criminales –diría el inspector Dai Rees–, pero a medida que les conocíamos iban ganándose nuestro respeto. No es que les admiráramos, pero ya les veíamos como personas. Eran gente educada, químicos, médicos, contables, y habían utilizado su extremo talento con propósitos criminales. Fue muy triste. Y no me avergüenza decir que mientras se leía la sentencia derramé unas lágrimas al pensar que gente tan maravillosa e inteligente iba a ir a la cárcel por un tiempo considerable”. Pocos fueron los medios que cuestionaron la operación, pero no faltaban motivos para hacerlo. El principal, la politización policial del asunto. El equipo de Julie era una unidad de élite, “superpolis” según la prensa más servil, que inspiraba la idea de crear una división antidroga nacional. Un equipo tan secreto que ni siquiera la policía metropolitana tenía noticia de sus planes. Disponía de sofisticado apoyo tecnológico, y del presupuesto necesario como para infiltrar durante meses topos en comunas, festivales, organizaciones, etc. Sin embargo, ese dispositivo tenía sus fisuras.
Teledirigidas por la policía, las informaciones de la prensa moldeaban la opinión pública en contra de los acusados: "El más educado equipo de criminales que el mundo ha conocido"
Durante el transcurso de la operación, el Daily Mirror publicaba la fotografía de uno de esos agentes infiltrados mientras practicaba una redada de cannabis, poniendo en peligro su tapadera. Después de los juicios, uno de los abogados defensores dudaba de la eficiencia de la Operación Julie. Según él, todo era un mito tras el que se escondía una “operación desastrosa”. Las investigaciones de la policía no conseguían la menor información de valor. Todo había sido fruto de delaciones, pues a la de Thomas se sumaba la de Ron Stark, otro antiguo asociado del cártel arrestado por posesión de heroína. El inspector Dick Lee tenía conocimiento así de la factoría ácida de Tregaron, pero posponía su registro sin justificar su decisión, lo que permitía la huida de Annabaldi y un miembro israelí de la organización, a pesar de hallarse ambos bajo vigilancia.
Pasando por alto los detalles anteriormente enumerados, ciertos sectores de la cúpula policial seguían adelante con la idea de crear una superunidad de estupas, al estilo del FBI y la recién creada DEA, capaz de combatir la amenaza de las drogas con más efectividad. Sin embargo, seis miembros del equipo Julie dimitían a causa de los bajos sueldos y de su reasignación a funciones rutinarias, de lo cual se servía el superintendente detective jefe Dennis Greenslade para presionar al gobierno y acelerar la creación de una fuerza especial que muchos de sus colegas no veían necesaria, pero que a él le iba a reportar un gran impulso profesional. Para conseguirlo debía justificar, no obstante, los elevados costes de la operación: medio millón de libras, que esperaba recuperar mediante las incautaciones de dinero y propiedades.