¿Un monstruo de la Transición?
Lo primero que he recordado es que en plena transición democrática se habló bastante de él. Por ejemplo, en junio de 1978 en dos medios españoles de gran tirada publicaron sendos reportajes que, sin mencionarlo, sugerían la existencia de tan siniestro personaje: el primero se titulaba “La droga en los colegios: del porro al LSD” y apareció en el semanario Interviú, gracias a la autoría de Juan Ramón Iborra; el segundo, titulado “La droga, terrible plaga que se extiende por toda España: un peligro en los colegios”, firmado por Maribel Garrido, vio la luz en el diario Pueblo.
Luego me vino a la cabeza es que al año siguiente la Orquesta Mondragón dedicó un homenaje a este individuo legendario que, apostado a la entrada de los colegios, supuestamente ofrece golosinas drogadas a los niños, aprovechando la melodía del clásico de Duke Ellington, “Satin doll”: “Es elegante, lleva sombrero, / él es el hombre de los caramelos, / envuelto en un abrigo gris. / Siempre a la puerta del colegio, / te espera para hacerte feliz”, cantaba Javier Gurruchaga, mientras Popocho Ayestarán lanzaba desde el escenario caramelos al público asistente a los conciertos. La autoría de la letra del tema en cuestión correspondía a Eduardo Haro Ibars (1948-1988), icono del underground madrileño, y fue incluido dentro del LP Muñeca hinchable.
No es extraño que desde entonces las mamás hayan advertido a sus retoños, generación tras generación, que no se les ocurra responder a las proposiciones de ese señor misterioso, al que nunca ha visto nadie, pero que las mentes más calenturientas imaginan profundo y oscuro, con una voz cuarteada por el tabaco, tendiendo hacia los jóvenes escolares una mano en que brilla el papel acharolado de los frutos prohibidos. Sea como sea, lo que parece incuestionable e inamovible es que el caramelo emponzoñado oculta un estupefaciente que te hace ver la realidad de un modo distinto a como es, más colorida, o borrosa, o placentera.
Desde luego, a acrecentar la leyenda del hombre de los caramelos en España han contribuido manifestaciones culturales posteriores como algunos álbumes de Joaquín Ladrón, uno de los dibujantes, ilustradores y diseñadores gráficos más influyentes del panorama underground de los cómics. Me refiero a los titulados El hombre de los caramelos. Conocerlo es quererlo (1996) y El hombre de los caramelos. Speedball (1998), que vieron la luz gracias la editorial Subterfuge Comix.
Como si descubrieran América, en pleno siglo XXI algunos medios de masas han mantenido el asunto de las drogas y los escolares en primera plana, tal y como hizo el semanario Cambio16 el 13 de agosto de 2001. Y es que el hombre de los caramelos desde la transición ha funcionado como un tópico institucionalmente seguro sobre el cual unificar voluntades políticas, favoreciendo la aceptación de una legislación más estricta, mayores gastos en fuerzas del orden y más protección paternalista.
Sin duda alguna, el mito del hombre de los caramelos también se ha visto enriquecida por otras leyendas urbanas de similares características, como el rumor avalado por un supuesto informe médico de que en los colegios se estaban distribuyendo entre los niños calcomanías impregnadas con LSD y al que dediqué un artículo titulado “Leyendas Sin Desperdicio”, que se publicó en el núm. 7 de Ulises (Revista de viajes interiores) allá por el año 2003.
Pero, ¿por qué caramelos y no, yo qué sé, paquetes de pipas o Bollycaos o Donuts o huevos Kinder o hamburguesas?, me he preguntado. En efecto, el caramelo parece un cebo de otros tiempos. Por lo demás, el hombre de los caramelos, bien mirado, parece ajeno a la tradición española, donde ese papel ya estaba plenamente representado por el Hombre del Saco, el Sacamantecas o el Coco. Claro que estos personajes del folclore infantil hispánico son anteriores a la incorporación de las drogas en nuestra cultura popular.
Para salir de dudas, como en tantas otras ocasiones, me he sumergido en la hemeroteca y, mira por dónde, he encontrado un artículo publicado en la revista Diez Minutos el 8 de noviembre de 1952 bajo el siguiente titular: “El narcotismo infantil tremenda plaga que se abate sobre los Estados Unidos”. El colofón de dicho artículo lo ponían las palabras de Mr. Jansen, inspector general de Escuelas, quien llegó a declarar: «... de cada 200 escolares hay uno que fuma marihuana o se inyecta heroína o cocaína...»
Una vez localizado el origen de la cuestión en EE UU, como no podía ser de otro modo, retrocedí todavía más en el tiempo hasta dar con una noticia breve publicada el 14 de julio de 1914 en el diario republicano El País, según la cual “varios padres de familia” se habían quejado a la policía de Nueva York de que sus hijos habían adquirido el hábito de usar cocaína, opio y heroína “durante el receso de las clases”, es decir, en el recreo. Y acusaron a ciertos “individuos que les enseñaban a usarlas y, después que contraían el hábito, se las vendían”, consiguiendo finalmente que “robaran a sus padres para obtener dinero con que comprarlas”. Es este caso estaríamos hablando no de uno, sino de varios hombres de los caramelos, pero es que Nueva York, incluso en 1914, ya era muy grande.
A medio camino entre el traficante y el pederasta
Existe, sin embargo, otra versión todavía más truculenta si cabe del hombre de los caramelos que apunta directamente a la pederastia. Seguramente el máximo exponente del hombre de los caramelos en modo pedófilo sería Dean Arnold Corll (1939-1973), quien, valiéndose de la complicidad de dos adolescentes, secuestró, violó, torturó y asesinó al menos a 28 niños.
La prensa estadounidense adjudicó a este asesino en serie dos apodos: “The Candy Man” y “The Pied Piper”, que bien podríamos traducir por “El hombre de los caramelos” y “El flautista de Hamelin”. Y en 1976, es decir, también en plena transición, la editorial Grijalbo publicó en España un libro de Jack Olsen titulado El hombre de los caramelos. La historia de los asesinatos en masa de Houston, en el que se narraban con pelos y señales las atrocidades cometidas por este sujeto, que curiosamente no murió ajusticiado, sino tiroteado por uno de sus dos cómplices.
Es cierto que el móvil de sus crímenes era estrictamente sexual, eso sí, en su vertiente más sádica, pero se da la circunstancia de que Dean A. Corll solí atiborrar a sus cómplices ―Elmer Wayne Henley Jr. y David Owen Brooks― y a sus víctimas de alcohol y otras drogas, con lo cual podemos dar por cerrado el círculo perfecto.
Hasta aquí todo lo que he conseguido averiguar sobre el hombre de los caramelos. No sé si servirá para saciar la curiosidad de los lectores y las lectoras de la revista, en especial de mi amigo maestro. Pero para tranquilidad general concluiré ofreciendo el último titular hasta la fecha ha generado tan temido personaje: “El hombre que repartía caramelos en la puerta de los colegios en los 80 se arruina comprando iPads. Se gasta casi 2.000 euros al mes en productos Apple”. Y es que los niños de ahora ya no son como los de antes. Lástima que la fuente de referencia sea El Mundo Today (La actualidad del mañana).