El látex de la adormidera o amapola blanca llamado opio aparece ya en tablillas cuneiformes del siglo xxii aC, mediante un ideograma sinónimo de gozar, y fue tenido por principal bendición botánica hasta principios del siglo xx, cuando el estamento médico recomendó sustituirlo por derivados suyos como la codeína, la morfina y la heroína. Recetado por Hipócrates y Galeno, con usuarios regulares tan distinguidos como el emperador Marco Aurelio, fue una de las mercancías estelares del islam en su época de plenitud, cuando las tabletas rectangulares de ese producto llevaban estampado el lema “regalo del Altísimo” (mash Allah).
Lo mismo ocurrió en Europa tras el interludio medieval dedicado a perseguir untos y potajes brujeriles, donde volvió a usarse cotidianamente a título de fármaco preventivo, en triacas o antídotos como los habituales en la cultura grecorromana, con láudanos que partieron del recomendado por Sydenham, médico de Isabel I, compuesto por opio y moscatel a razón de una medida de opio por cada diez de moscatel. Paracelso, el único terapeuta del momento con prestigio comparable, se felicitaba por haber “salvado la vida de al menos cien príncipes gracias al opio tebaico que cabe en el pomo hueco de mi silla de montar”, y desde el siglo xv nadie le discute ser “piedra filosofal de la terapéutica” (Sydenham).
Sus virtudes astringentes serán providenciales para combatir los brotes del cólera; las narcóticas, para operar; las sedantes, para la recuperación de cualesquiera traumatismos, y nos hacemos una idea de lo que pensaban hacia 1700 algunos médicos recordando la monografía del norteamericano J. Jones, donde leemos:
Asegura al consumidor regular puntualidad, eficacia en los negocios, autoconfianza, largueza, control, serenidad ante el peligro, fuerza para sobrellevar viajes y trabajos, paz de conciencia e imparcialidad. Millones de personas lo confirmarán.
En el siglo siguiente, los láudanos son usados con asiduidad por eminencias creativas como Goethe, Goya y los poetas lakistas ingleses (Shelley, Keats, Wordsworth, Coleridge). El género psiconáutico lo inaugura el erudito Thomas de Quincey, con sus Confesiones de un opiófago inglés (1821), y una legión de escritores célebres seguirán sus pasos, culminados provisionalmente por Los paraísos artificiales (1858) de Baudelaire, un dandi ambiguo hasta el punto de combinar decadentismo libertino con la tesis de que el opio y el hachís nos autodeifican, traicionando a Dios. Este fue el trasfondo teórico para el primer obispo norteamericano de Filipinas, monseñor Brent, que redefinió el opio como “pócima diabólica”, y empezó a articular un movimiento prohibicionista internacional contra “drogas de pueblos pueriles”.
Brent propugnaba la heroína como analgésico sustitutorio –al igual que Nixon confió en la metadona medio siglo después–, pues la creciente secularización del mundo alarmó al espíritu ascético, y el principal experimento orientado a frenarla fue poner fin al laissez faire farmacológico. El Partido Prohibicionista solo pesaba en el Senado, pero aliándose con el Ejército de Salvación, el Ku Klux Klan y los germinales colegios de médicos y farmacéuticos, sacó adelante en 1914 la “ley seca” y la “Harrison”, que ilegalizaron la producción y dispensación de bebidas alcohólicas, opio, cocaína y morfina. La morfina volvió pronto a los botiquines, porque cortocircuitaba el funcionamiento de los hospitales, y el alcohol fue readmitido en 1937; pero al opio y la cocaína iban a sumarse primero docenas y luego miles de substancias psicoactivas.
I
De hecho, la legislación no ha dejado de creer que hay paraísos artificiales, dando así por supuesto que el cielo es el lugar natural de disfrute. Hoy es indiscutible que si un psicofármaco tiene demanda debe ser prohibido, pues consentir su existencia promociona satisfacciones irresistiblemente tentadoras, que antes eran pecado y en adelante serán delito. La euforia químicamente inducida –un crimen pasado por alto hasta entonces– impuso a los poderes públicos tratarnos a todos como menores de edad crónicos, como la mujer en el derecho romano o el islámico.
Por otra parte, la inmensidad de actos represivos y propagandísticos encaminados a mantener ese régimen no ha alterado un milímetro el fenómeno del dolor humano, distribuido en algias localizadas, angustia inconcreta, desánimo e incapacidad para concentrarnos. Sean cuales fueren sus bases moleculares, las drogas se consumen en función de la paz, el brío y la ampliación de horizontes que prometen o cumplen. Pero ya abordé esa cuestión en un libro, y lo que interesa ahora recordar es cómo fuimos haciendo frente a las algias en concreto.
Durante milenios, el opio fue el fármaco de elección, y es fundamental no omitir que en 1700, cuando el tal J. Jones publica su encendida loa, ser existencia mínima de botica y venderse sin receta no lo convierte en un objeto consumido masivamente, y mucho menos en problema de salud pública o seguridad ciudadana. Interesa tan poco a los gobiernos que ni siquiera hay estadísticas por zonas o usuarios. La notoriedad le llega con De Quincey, pues los efectos secundarios más indeseables –estreñimiento, trastornos de la micción y posible coma si la dosis activa se multiplicase por doce– son de dominio público, y lo que sus Confesiones introducen es el vértigo de la libertad individual, pues como dice allí: “Los hombres están disfrazados por la sobriedad, y solo al beber muestran su verdadero carácter”.
Veinte años de idilio creciente con el fármaco desembocaron en una separación tan dolorosa como la avidez que el autor se había consentido, multiplicando hasta por ciento veinte la dosis activa media, porque era a su juicio demasiado joven para cronificar una dependencia ruinosa. Sin embargo, su peripecia sedujo al catador de literatura, y desconcertó al ya fascinado público con asertos como: “¡Justo, sutil y poderoso opio! […] que al hombre orgulloso concedes un breve olvido de males sin remedio y ofensas sin venganza”.
II
El mundo moderno no se había planteado la sobria ebrietas de los antiguos, y cuando la química orgánica analizó los principios activos de cada planta –ampliando de modo exponencial una oferta de psicofármacos meticulosamente dosificados–, el género psiconáutico fue asumido por una secuencia ya ininterrumpida de cultivadores, aunque esto no modificó sustantivamente las existencias de botica. Hacer psicofármacos promocionados con marketing fue un buen negocio, donde concurrieron sabios y matasanos, aunque la competencia mantuvo márgenes no monopolistas, y el consumidor tardó en mostrar interés por cosas tradicionalmente ligadas con ponerse enfermo, que solo los aficionados a leer relacionaban con euforia.
Sin el estímulo de la prohibición, este orden de cosas discurrió discretamente, sobre todo antes de generalizarse las inyecciones como vía más científica y eficaz, cosa desconocida hasta finales del siglo xix que se convertiría en fiebre gremial a mediados del xx. Yo, por ejemplo, llegué a recibir tila y camomila intravenosa para la tos ferina en 1950. Merck, Bayer y Parke-Davis solo pasaron a ser multinacionales cuando la idea del paraíso artificial despuntaba, aunque fuese incapaz todavía de imponer la tutela legislativa, y no hay motivo para dudar de las cifras ofrecidas por la orientación prohibicionista hacia 1910, muy alarmada ante unos doscientos mil norteamericanos dependientes de láudanos y morfina.
Entonces pareció una cifra aterradora, y es curioso comprobar que, según la FDA –el organismo nacional sobre drogas–, en el 2015 el número de sostenidos con “analgésicos opiáceos” de farmacia ronde los veinte millones, flanqueados por 591.000 heroinómanos. Entretanto, el país triplicó su población, pero en 1910 no hubo un solo caso registrado de sobredosis accidental, y en el 2015 dichos casos superaban por norma el noventa por ciento, siendo ese año concretamente 52.404. Aunque olvidar sea imprescindible para poder seguir tropezando con la misma piedra, tengamos nosotros en cuenta qué sucedió allí tras satanizar el opio y la heroína.
Sus veinte millones de “adictos” corresponden a un grupo heterogéneo, donde celebridades como Michael Jackson y Prince alternan con personas que por medios de vida, influencia o entidad de su dolor obtienen ante todo oxicodona y fentanilo, dos substancias análogas a la heroína con algo menos de capacidad eufórica, cuya virtud básica es no cargar con estigma nominal, como la metadona. Cuando faltan algunas de las condiciones previas, el dolor se combate con salicilatos y paracetamol, dos especialidades farmacéuticas publicitarias (EFP) vendidas sin necesidad de receta.
III
Este último se introdujo como analgésico no agresivo con el estómago, principal inconveniente de la aspirina y otros salicilatos, pues cualquier producto capaz de reducir la fiebre y calmar dolores sin ese efecto secundario tendría una demanda inmensa, como en efecto obtuvo el Panadol, la marca más extendida del planeta. Por otra parte, todas las drogas dependen del llamado “margen de seguridad” –la proporción entre dosis activa mínima y dosis potencialmente letal–, margen que en el caso del paracetamol nunca supera el ¼. Eso explica un millar de suicidios anuales en Norteamérica, aunque la FDA y la DEA sigan abogando por el régimen de venta libre, dado su bajo “potencial de abuso”.
Dicho potencial depende a su vez de la capacidad para inducir euforia (“buen ánimo” en sentido etimológico), y como no es solicitado para sentirse bien –sino solo para mitigar tal o cual algia–, no hay razón para incluirlo entre los paraísos artificiales. Por lo demás, la principal ventaja de los fármacos es invertir su condición genérica de tóxicos mediante dosificaciones cuidadosas, y así cantidades ínfimas de digitalina o atropina reaniman el corazón en vez de detenerlo, sin acumularse mientras tanto en perjuicio del tejido orgánico. Lo contrario ocurre cuando el fármaco es poco activo y requiere acumulaciones como las del paracetamol, ya que cualquier dolor persistente no será mitigado con menos de dos gramos diarios.
De ahí presentarlo en grageas de 500 mg, advirtiendo que no deberán tomarse más de cuatro al día, sobre todo si el usuario consume bebidas alcohólicas. Quien use algún opiáceo con fines analgésicos –digamos dolor de espalda crónico– tiene bastante al día con 0,20 mg, mientras el de paracetamol necesita 2.000 para lograr un tercio de alivio. Según Wikipedia, si doblase o triplicase esa dosis, a los cuatro días de ingerir seis gramos “se producirá insuficiencia hepática, quizá también insuficiencia renal aguda, a veces con necrosis hepática masiva, complicada con hemorragias, hipoglucemia, encefalopatía hepática, edema cerebral, sepsis, fallo orgánico múltiple y muerte […] Los pacientes con mala evolución deben ser trasladados inmediatamente a un centro capaz de efectuar trasplantes de hígado, pues en los no trasplantados se ha establecido un factor de mortalidad del 95%, cuando el pH sanguíneo se sitúa por debajo de 7,3”.
Aquejada desde siempre por algias de un tipo u otro, la humanidad ha acabado teniendo un arsenal muy refinado de remedios, aunque arbitrar que los unidos a sensaciones agradables serán perversos somete la lógica a cierta teología, determinando entre otras cosas que unos dos mil millones de personas recurran hoy al tosco paracetamol. De esa teología nacieron el mercado negro y el crimen organizado, dos evidencias sepultadas por su propia enormidad. Pero tampoco deberíamos olvidar que la teología lleva consigo una paralela desvirtuación del mercado blanco.
El mejor ejemplo es GSK, lanzador del paracetamol y sexto gigante farmacéutico mundial, guiado por el lema: “Haz más, siéntete mejor, vive más tiempo”. Especializarse en drogas publicitadas (EFP) le ha permitido seguir siendo rentable tras episodios como pagar tres mil millones de dólares en el 2012, saldando así el cargo de “omitir datos sobre seguridad”. Suyo es entre otros el Panadol Elixir, un preparado pediátrico tan caro como tóxico, que solo Argentina mantiene en su vademécum.
Someter la farmacología al dictado de un sermón sectario sufraga por doquier la picaresca, mientras el mundo sigue en la higuera por una mezcla de irreflexión y miedo inconfesado de tantos a sí mismos. Otro día les informo sobre el número de perseguidos por comprar y vender compuestos distintos de las EFP, así como del coste aparejado a mantenerles presos.