El niño Cocó
Julio Florencio Cortázar nació en Bruselas de forma casual. Su padre pertenecía a una misión diplomática argentina que trabajaba en Bélgica en plena primera guerra mundial. Al poco de su nacimiento, la familia se traslada a una Barcelona neutral en la que permanecen hasta que el 10 de julio de 1917 parten a Buenos Aires a bordo del vapor Victoria Eugenia. Su padre les abandona cuando Cortázar (al que llamaban Cocó) era todavía niño. Según su biógrafo, Miguel Dalmau, vivirá en “un gineceo” que marcará su personalidad, influido por su madre y su hermana Ofelia, quien sufría crisis epilépticas y con la que mantendrá una “cierta relación malsana”. Con ella tendrá encuentros incestuosos en “sueños eróticos recurrentes”. La hipocondría fue un rasgo común en los hermanos Cortázar. Ofelia aseguraba que Julio “padecía dolores de cabeza muy grandes, pero no una enfermedad. Él tomó toda su vida Geniol y Cafiaspirina”. Dalmau asegura que la casa familiar de Buenos Aires contaba “con un botiquín que parecía el de una farmacia”.
En cualquier caso, las palabras acompañaron a Cocó –niño enfermizo, real o imaginario– en sus convalecencias: “Yo estiraba el dedo y escribía palabras, las veía armarse en el aire. Palabras que ya, muchas de ellas, eran palabras fetiches, palabras mágicas”. Durante sus crisis asmáticas en que tenía que guardar cama, se aficionó a la lectura; ahí surgieron sus primeros contactos con la obra de Poe, al que acabará traduciendo al castellano en una edición definitiva. En ese ambiente se fue moldeando la personalidad de Cortázar, un niño sensible, enteco y melancólico, al que había que arrancar los libros de la mano para que se sentara a comer: “Yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. La realidad que me rodeaba no tenía mucho interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las dos sillas”. Su precocidad para las letras lo demuestra que escribiera una novela con nueve años. Textos que su madre pensaba que había copiado: “El hecho de que mi madre pudiera dudar de mí fue desgarrador, algo así como la revelación de la muerte, esos primeros golpes que te marcan para siempre”.
Beberse la vida
Cortázar no pudo ir a la universidad porque su madre, doña Herminia, no podía pagarle los estudios y tuvo que conformarse con estudiar primer ciclo de magisterio en Banfield, entonces extrarradio de Buenos Aires. Allí entabló amistad con Eduardo Jonquières. Acudió a la capital para estudiar segundo ciclo en el centro Moreno Acosta. En 1935, Cortázar está en plena juventud dispuesto a beberse la vida. Poco después se traslada a Bolívar ya como profesor de geografía. En 1939 acude a la pequeña ciudad de Chivilcoy, donde el mundo provinciano comienza a asfixiarle. A través de su epistolario vemos cómo sus inquietudes comienzan a forjar un gran deseo de trasladarse a París. Cortázar dejó en el recuerdo de quienes le conocieron a un hombre que “compraba el diario La Nación o La Prensa cuando regresaba de la escuela. Y, a veces, venía con su botellita de cognac”. A finales de 1940, Cortázar viaja por el continente sudamericano con su amigo Francisco Reta. Y el escritor, todavía en ciernes, comienza a poner a prueba a su hígado: “No hay como un cóctel Demaría [vermut y bíter con alcohol] con Paco Reta en La Fragata, recordando las recientes aventuras en la selva”. La muerte de su compañero le hará entrar en una etapa difícil, de neurastenia, donde los sueños y las pesadillas le van a llevar a escribir gran parte de sus primeros relatos. Cortázar se traslada a Mendoza en calidad de profesor universitario, puesto que abandona en 1946 cuando comienza a prepararse como “traductor público”. En las anotaciones de su diario escribe que su médico le daba “excelentes drogas”. El escritor toma diversos “tónicos mentales”, vitaminas y cerveza malteada. En 1948, pese a que llevaba años traduciendo artículos y todo tipo de textos literarios, aprueba el examen que le va a permitir ejercer como traductor, y en 1951 parte rumbo a Europa.
La vulgaridad despreciable del borracho
“Había algo parecido a la felicidad, al término de un largo viaje, a una reconciliación. La marihuana ayudando, claro (la fuman, la fumamos sentados en las escalinatas de la catedral, lo que tenía su chiste, y sin que la policía se metiera para nada a pesar del olor, que poco tiene que ver con el del incienso)”
Cortázar vende su potente colección de discos de jazz para pertrecharse de fondos con que iniciar su vida en París. También se deshace de su selecta biblioteca, excepto de un volumen: Opio, de Jean Cocteau, obra que le sobrecoge porque “me hizo entrar de cabeza en la literatura contemporánea”. De su primer libro, Bestiario, (1951), vende sesenta y cinco ejemplares, lo que le obliga a trabajar en Agimex, una empresa exportadora de libros, y poco después como traductor de la Unesco, a la que seguirán las Naciones Unidas, la Interpol y la Comisión de Energía Atómica. En su primera etapa parisina, Cortázar bebe “botellas de Calvados” mientras comienza a traducir la narrativa completa de Poe por encargo de Francisco Ayala, de la Universidad de Puerto Rico. Cortázar, gran bebedor de mate (Ilex paraguariensis), se convierte en París en un adicto: “Tomo tanto mate que Aurora me predice una cirrosis paraguayensis”.
Julio saca el primer puesto como traductor permanente de la ONU y Aurora Bernárdez, su mujer desde 1953, el segundo puesto, lo que les permitirá viajar por Europa. El escritor viaja a la India, donde le llama poderosamente la atención que la gente pueda dormir en plena calle con aparente pierna suelta: “Yo, como buena víctima de mil complejos, tengo una carga onírica terrible, y es difícil que pase una buena noche sin tomar previamente alguna droga”. A través de sus epistolarios y la imprescindible biografía de Miguel Dalmau, encontramos a un escritor muy solícito de bebidas alcohólicas: champagne, coñac, vino blanco, rosado o tinto, whisky, vodka, Pernod, Calvados, cerveza, pastís, ron, vermut, manzanilla, aguardientes variados, ginebra o ajenjo. En la famosa entrevista de A fondo (de Joaquín Soler Serrano), no duda en responder: “Te contesto si me echas un poquito de tu whisky en mi vaso”. Dalmau escribe que “el alcohol es un compañero de viaje que cada vez le gusta más”. En carta a su editor Francisco Porrúa escribe: “Ando con un humor de perros y solo gracias a muchos whiskies cotidianos voy tirando sin venirme abajo”.
Recién llegado a París, Cortázar escribe a su amigo Eduardo Jonquières una significativa carta: “A ti te digo ‒te lo dije ya un día en que me llevabas a casa en auto‒ que me he ido de la Argentina porque no puedo más. Si me hubiese quedado […] terminaría en la indignidad. Lo sé, soy muy lúcido a veces y a mis horas. Acabaría en la vulgaridad despreciable del borracho (un penchant [inclinación] contra el cual he debido luchar hace unos años) o del cocainómano, o del que hace de los bares del puerto su peldaño final”.
Cortázar y la marihuana
Su interés por las drogas se debe a las lecturas de Miserable milagro, de Henri Michaux, y Las puertas de la percepción, de Huxley, textos publicados en los años cincuenta. En Rayuela, Cortázar menciona “la mescalina” y la “marihuana michauxina o huxleyana”, pese a que reconocerá no haberlas probado. En 1958 escribe El perseguidor, donde narra la atormentada vida de Johnny Carter (trasunto del saxofonista Charlie Parker), al que convierte en un “adicto” a la marihuana. Cortázar, como gran bebedor, llena su obra de referencias etílicas, pero demuestra ser un lego en otros tipos de drogas. Escribe: “Johnny está delirando y tiene adentro bastante marihuana como para enloquecer a diez personas”. Sin desdeñar su literatura, Cortázar muestra una ingenuidad farmacológica lamentable. Martín Caparrós le preguntó por aquella muerte por marihuana de su protagonista, “a lo que contestó que no tenía ni idea de ninguna droga y puso marihuana como podía haber puesto lavandina, y que se enteró del patinazo cuando se lo dijo su traductor americano ‒que hipertradujo heroína en lugar de marihuana‒, pero que él [en la edición en castellano] no quiso cambiarlo”.
Ya en los años sesenta, después de haber sido sometido a un tratamiento hormonal tras la extirpación de un tumor, Cortázar se deja barba. En 1963 publica Rayuela, su consagración como escritor, y en 1967 se separa de Aurora Bernárdez.
Vargas Llosa cuenta el cambio de su colega: “Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas”. Cortázar aseguraba que “la literatura me había dado suficientes drogas y alcoholes como para no salir a buscar sus versiones materiales. Lo que no quita que beber y fumar me han ayudado siempre a escribir, y creo que sé más sobre el ron, el whisky, el tabaco Three Nuns y los cigarros Montecristo que sobre la ley de Mendel o Truman Capote. No inexplicablemente, fumar marihuana me valió jaquecas rabiosas, y en cuanto al hachís, me dejó en un estado de avanzada indiferencia”.
Cortázar y el LSD
Parece ser que el escritor se olvidó de las jaquecas que le producía el cannabis mientras escribía el prólogo a la antología de Pedro Salinas que preparó para Alianza por encargo de su hijo Jaime en 1970. Allí, el propio Cortázar no vacila en reconocer que anduvo viajando por Alemania y Austria, recorriendo hoteles, cafés y cabarets con una “colonia de hippies de Heidelberg”. “Con una barbaridad de vino blanco”, fue seleccionando los versos mientras escuchaba a John Coltrane en noches de “hierbas fumables”. En carta a su amigo Eduardo Jonquières es más explícito: “Extrañas circunstancias me conectaron con un grupo de hippies, y durante toda una noche descubrí hasta qué punto no solamente no son el cáncer social que denuncian los biempensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que les rodea y los hostiga; en todo caso, en ese grupo había algo parecido a la felicidad, al término de un largo viaje, a una reconciliación. La marihuana ayudando, claro (la fuman, la fumamos sentados en las escalinatas de la catedral, lo que tenía su chiste, y sin que la policía se metiera para nada a pesar del olor, que poco tiene que ver con el del incienso)”.
Cortázar emuló en Los autonautas de la cosmopista (1983) a su amigo y representante Paul Blackburn (fallecido en 1971), de quien aprendió el estilo de vida itinerante cuando le visitaba en su casa de campo de Saigón con su furgoneta Volkswagen: “Paul traía su risa, su marihuana y sus casetes con las obras completas de los Beatles”.
Otros autores han señalado que Cortázar probó el LSD “en tomas multitudinarias de ácido”. El propio escritor afirmó que hacia el año 1959 “un médico calculó mal la dosis de un derivado del ácido lisérgico que en ese momento parecía un tratamiento eficaz contra las jaquecas […] y, una mañana llena de sol en que caminaba por la rue de Rennes rumbo a la estación de Montparnasse, de golpe me sentí extraño y tuve la sospecha de que algo abominable se cernía sobre mí […] intenté seguir caminando con la mayor naturalidad posible, y de pronto me di cuenta de que había alguien caminando a mi lado, a mi izquierda, alguien casi pegado a mí y que yo no me atrevía a mirar, aunque de manera inexplicable lo estaba viendo. Entonces reconocí mi propio perfil a la altura exacta de mi cara y fuera de mi cara, supe que eso era yo desdoblado, viéndome sin mirarme, salido de mí mismo en una perfecta simetría paralela. Imposible calcular cuánto duró lo que otros llamarán ilusión, efecto previsible de un medicamento basado en un alucinógeno. En algún momento tuve la fuerza de desviar mis pasos (hacia la derecha, lo recuerdo tan bien, hacia el lado donde él no estaba) y entrar en un café; ya en el mostrador, apoyándome para no caerme, sentí que me había abandonado, que ahora podía mirar a mi izquierda. Pedí un café doble y lo bebí amargo y de un trago. Volví a mi casa, ya solo, y dormí todo el día. Él también, supongo”.
Revolución y muerte
Cortázar, siempre atento a la realidad que le tocó vivir, apoyó la revolución cubana, la revolución sandinista y el Mayo del 68 francés. Mientras cumplía sus contratos con la industria editorial y trabajaba para la Interpol (y la Comisión de Energía Atómica), simpatizaba con el movimiento hippie y el mundo libertario. Defendió al gobierno socialista chileno de Salvador Allende y durante años no pudo regresar a Argentina por amenazas de la dictadura militar de Rafael Videla. En Cuba, a mediados de los años sesenta, conoce a Ugné Karvelis, editora de Gallimard. La relación, marcada por los escándalos etílicos de su compañera, acabará a principios de los setenta. En carta a su amiga Gladys Adams, en febrero de 1977, escribe que vive solo en “una multitud de amores”. En esa soledad conoce a Carol Dunlop, con quien se casará en 1978. En 1981, Julio Cortázar tiene un periodo febril continuado que le lleva “a tomar tantas aspirinas” que le producen una hemorragia gástrica por la que han de hacerle una transfusión de “más de treinta litros de sangre”. La “leucemia mieloide” con que es diagnosticado es, para su biógrafo Dalmau, un eufemismo con que llamar al sida adquirido en la transfusión. Otros autores apuntan a que el gran cronopio pudiera haberse contagiado durante sus relaciones con “multitud de amores”, y la fiebre que desencadenó la hemorragia gástrica fuera una manifestación de su enfermedad. Esa hipótesis señala que la muerte repentina de Carol Dunlop por “aplasia medular” fuera, en realidad, consecuencia de un contagio letal por parte del escritor. El 12 de febrero de 1984 acabó la persecución, sobre sí mismo, del gran cronopio Julio Cortázar.