I
Cuando recibí la noticia la acogí con el mismo entusiasmo que si de pronto hubieran empezado a lloverme del cielo adoquines de oro. ¡Santo Dios, qué fatal error de apreciación! Claro que, quiero pensar con ánimo exculpatorio, nada podía presagiar entonces los pavorosos acontecimientos de los que iba a ser protagonista. Cierto, un becariato veraniego en la universidad de Miskatonic no parece a priori justificar aquel regocijo, a la postre tan nefasto. Lo celebrable de haber sido seleccionado estribaba en que trabajaría a las órdenes del profesor Eugene Sullivan, máxima autoridad estadounidense en Lovecraft. Andaba yo perfilando mi tesis de filología inglesa, y no por casualidad esta versaba sobre el viejo H.P. Admito que mentí en ciertas casillas del formulario de inscripción en la convocatoria, pero estaba dispuesto a cualquier cosa, si bien no a lo que me aguardaba, con tal de conocer a Sullivan y trabajar un par de meses con él. Nadie como ese excéntrico erudito para descifrar los misterios eleusinos de Lovecraft. Mi obsesión por la materia se sentía lo bastante poderosa como para sobreponerse a la leyenda negra que envolvía a Sullivan y a las habladurías que sobre su endiablado carácter circulaban por ámbitos académicos interestatales. De modo que empaqué y puse rumbo a Massachusetts, convencido de que allí me esperaba una experiencia provechosa, de la que por mal que fuesen dadas podía beneficiarse mi tesis. Bien valía esa potencial recompensa rebajarse al escalafón de galeote-becario, cuyo ritmo de trabajo pautaría feroz cómitre.
Mi primera impresión de Sullivan fue extrañamente desagradable. No sé bien qué, algo vago pero repulsivo emanaba de su persona. Por otro lado, parecía un pobre diablo, de descuidado aspecto, raído todo él. Prácticamente un anciano, resultaba casi milagroso que se sostuviera en pie, no digamos ya en activo, considerado una reliquia intelectual que proporcionaba prestigioso lustre a la no menos venerable institución de Miskatonic; donde, no tardé en comprobarlo, todo el mundo rehuía a ese amargado vejestorio rezumante de tics y manías. Los más bromistas atribuían el apartheid de que era objeto al hediondo aroma a azufre que Sullivan supuestamente despedía, pero yo no aprecié nada de eso. Otros, circunspectos, parecían profesarle un subyacente temor. Aquello ya me cuadraba más. A pesar de su fragilidad física, mentalmente flexionaba todavía musculatura, Sullivan empleaba en su trato con los demás una expeditiva autoridad, rayana en lo despótico. Claro está, no fui ninguna excepción y tuve que acostumbrarme a sus hoscas maneras. No serían unas pocas malas pulgas motivo de desánimo. Me encontraba mentalizado contra eso y cosas peores, o así lo pensaba. La primera semana realicé aburridas tareas rutinarias para el profesor. La mayor parte del tiempo, sin embargo, lo pasaba de brazos cruzados ante mi mesa de trabajo, mientras él permanecía silenciosamente encerrado en su despacho. Si tenía que dirigirse a mí, lo hacía con extrema frialdad, sin mirarme nunca a los ojos, casi como si yo fuera un objeto. O bien él era inhumano o bien no me consideraba a mí lo suficientemente humano. Cuando en mis horas libres paseaba por las desapacibles calles de Arkham, intentaba explicarme esa conducta hostil. Seguramente, deduje, por razones burocráticas, para cubrir cupo de becarios, o algo así, a Sullivan le habían impuesto un ayudante que ni precisaba ni deseaba.
Para mi sorpresa, el hielo se fundió. Sin previo aviso, el profesor Sullivan alteró radicalmente su actitud hacia mí. Una tarde, vecina ya la hora de retirarme al ala del campus donde se hallaba la residencia de estudiantes en la que yo pernoctaba, surgió de su despacho tan furtivamente que no reparé en ello hasta descubrirlo sentado al otro lado de mi ocioso escritorio. Me observaba fijamente, esta vez perforándome las pupilas con fúlgida mirada, pero sin la menor expresión, salvo un simulacro de titubeante sonrisa que reflejamente intentaban reprimir las entumecidas comisuras de sus labios, siempre tensas, tirantes...
–Joven –me dijo empalagoso con su gorgoteante hilillo de voz, que tan enérgico podía conducirse cuando lo consideraba oportuno, o sea, siempre–, quería disculparme con usted por lo hurañamente que me he comportado. Estoy atravesando unos momentos... emm… complicados... Demasiada responsabilidad, ¿entiende usted?... Cuando le escogí a usted entre la caterva de estudiantes que aspiraban al puesto...
¡De modo que había sido él el responsable! Sullivan continuó perorando con un lisonjero engolamiento que provocaba escalofríos. ¿Para qué puñetas me necesitaría? Conocía mi expediente al dedillo, y sacó a relucir a Lovecraft en su monólogo. Parecía estar tanteándome. De vez en cuando me formulaba preguntas acerca de la materia. Quería conocer mi opinión sobre determinadas obras de Lovecraft y qué dirección iba a tomar mi tesis. Se lo aclaré, pero tuve la sensación de que mis respuestas no le interesaban en absoluto. Quedé plenamente convencido de esto último cuando súbitamente me interrumpió, como quien ya se ha cansado de fingir...
–Joven, dígame usted, ¿cree que Lovecraft estimulaba su imaginación con, llamémosles, agentes externos?
–Me temo que no le comprendo, profesor –confesé, con la certeza de que Sullivan había tomado un brusco atajo en la conversación para llegar de una vez a donde deseaba.
–Le estoy preguntando –y aquí elevó el tono, recobrando su habitual registro iracundo– si cree usted que Lovecraft se drogaba.
II
Nada indica que el puritano H.P. maculara su organismo con algún tipo de sustancia, ni siquiera alcohol, pues era abstemio declarado y firme defensor de la ley seca. Claro que, bien sabido es, a su literatura se le han atribuido propiedades alucinógenas, en concreto lisérgicas. Eduardo Haro Ibars, en el prólogo de El sepulcro y otros relatos (Júcar, 1974), tendía transversal catenaria entre los horripilantes cultos a no menos espantosas deidades ideados por el autor y la cultura psiquedélica: “Existen ya, en la delirante California de los años setenta, cultos a los Grandes Antiguos, a Yog Sothoth, que es Uno en Todo y Todo en Uno, y a Shub-Niggurath, la pánica Cabra de Mil Crías; cultos que mezclan de la manera más peculiar el orientalismo de bazar, la magia negra de barraca de feria y el consumo de alucinógenos. Hay conjuntos musicales (psicodélicos) que se inspiran en Lovecraft –uno se llama así, H.P. Lovecraft–, y la música de Jimi Hendrix o de Pink Floyd –en el mismo caso podrían hallarse Can, Sun Ra y King Crimson [NdA]– recuerda a veces los ritmos blasfemos y las melodías ultraterrenas que interpretan los amorfos flautistas de Azathoth”.
En otro prefacio, el de la primera edición española de la antología Los mitos de Cthulhu (Bruguera, 1977), Carlo Fabretti, junto a Rafael Llopis, el más destacado especialista nacional en Lovecraft, señalaba: “La narrativa lovecraftiana es intrínsecamente ambigua, por no decir contradictoria. Y en este sentido sigue siendo válido, hasta cierto punto, el compararla con los alucinógenos, que pueden servir tanto ‘para ampliar el área de la consciencia’ (Ginsberg) como para embotarla”. Con objeto de desarrollar esa platónica sinergia, Fabretti la redirigía hacia su colega Llopis, abnegado estudioso de la simbiosis entre Lovecraft y el LSD, quien “a lo largo de sus análisis, compara acertadamente la típica estructura narrativa lovecraftiana con los ritos iniciáticos y las experiencias psicodélicas”.
De acuerdo, aunque tropezamos con un reparo: en el plano de la praxis y no en el de la especulación, además de sus neurosis, la droga intrínseca de Lovecraft, inveterado onirómano, no sería otra que la evasión por el ensueño. “¿Se drogaba Lovecraft? –interrogaba Llopis retóricamente en la introducción de Viajes al otro mundo. Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter (Alianza, 1971)–. Parece que no. Sin embargo, de lo que no cabe duda es de que había logrado poner a punto una técnica que le permitía tener acceso al Otro Mundo arquetípico. Fue (esa técnica) la del dormir fisiológico y los ensueños. Lovecraft fue un toxicómano de sueños, cuya droga ninguna policía del mundo podía intervenir”. Si bien las toxicomanías convencionales constituyen del mismo modo un atajo químico para franquear el umbral que conduce al otro hemisferio de la conciencia, “un intento de vivir lo numinoso con intensidad, de integrar en la experiencia consciente todas las inmensas posibilidades creadoras de lo que Jung llamó inconsciente colectivo, o Aldous Huxley, las antípodas de la mente”, Llopis dilucidaba una distinción capital. A diferencia de las ensoñaciones místicas, en las procuradas por la química “nadie supone que la droga le ponga en contacto con númenes ctónicos, uránicos o de cualquier otra procedencia. Todos saben perfectamente que se trata de un proceso puramente subjetivo, cuya única finalidad es conocer y modificar el Yo, no el mundo”. Claro que a esto puede objetarse lo que Marx dijo: “No se trata solo de interpretar el mundo, sino de transformarlo”.
No obstante, y terminamos ya de saquear a Llopis: “Leer a Lovecraft equivale a hacer un viaje con LSD. No es una e-vasión, sino más bien una in-vasión. Las semejanzas que existen entre los cuentos de Lovecraft y las vivencias psicodélicas son llamativas. En ambos casos existe un descensus ad inferos, y en ambos el viajero ha de trasponer las puertas del mundo inferior, guardadas por el terror iniciático que simboliza el terror a los abismos propios y a la propia disolución del ego”. Todas estas consideraciones hasta ahora enunciadas, y alguna más, conformaron el argumentario que esgrimí en posteriores conversaciones alrededor del mismo tema sostenidas con Sullivan, quien parecía interesado sobremanera en el asunto. Tanto es así, que esas charlas al arrullo del crepúsculo derivaron en rutina cotidiana. El profesor no se pronunciaba abiertamente sobre la materia, pero sin duda sabía algo que yo desconocía. Mi fascinación iba a la par que mi inquietud, pues mientras las disertaciones de Sullivan sobre Lovecraft discurrían deliciosas, el presentimiento de que se traía algo oscuro entre manos me resultaba cada vez más acuciante. Puede que fueran imaginaciones mías, pero todo se enrareció aún más cuando en una de nuestras charlas el profesor aludió distraídamente a mi antecesor durante los cursos de verano del año anterior. Lo más perturbador no fue que lo mencionara, sino que de inmediato pareciera arrepentirse de haberlo hecho...
–Un caso desafortunado el de ese muchacho. Un estudiante muy prometedor... Podía haberlo conseguido, ¿sabe usted?
–¿Conseguir el qué?
–Aquel idiota desperdició miserablemente su oportunidad... Si...
Quise preguntarle también a qué oportunidad se refería, pero el profesor, adivinando mis intenciones, zanjó el asunto evadiéndose de nuevo por una espiral de ensimismamiento. Acaso ni siquiera estuviera escuchándome...
–¿Sabe? Desapareció sin dejar rastro. La policía no consiguió esclarecer nada cuando denunciamos su ausencia, y en su casa no han vuelto a saber de él. Todo un misterio.
III
Ni siquiera el propio H.P. podría sumergirme con sus relatos en el bullente pozo de agitación al que me precipité, tras enterarme de la suerte de mi predecesor. Lo cierto es que, si a ello vamos, la literatura lovecraftiana no infunde el menor temor, inclusive en la adolescencia/juventud, la mejor edad para disfrutarla, quizá porque es la época que más tumultuosamente soñamos, según decía Josep Pla. Torpe, descabellado, pueril, el discurso de Lovecraft pone en bandeja el paralelismo con Ed Wood Jr. si lo extrapolamos al ámbito cinematográfico. El “talento” del escritor de Providence radica en la infundada convicción con que alienaba su imaginación y su imaginario, siendo esta la principal baza y materia prima de sus fabulaciones. De ella, y solo de ella, emana la capacidad demiúrgica del autor para insuflar dimensiones cósmicas a su anómala, enfermiza psique, plasmándola confusamente en un especular retablo de paranoide dramaturgia gótica que en sí mismo encierra otro cosmos alternativo por derecho propio. A pesar de las intenciones de su hacedor, en ese multiverso del horror, las pesadillas no atormentan sino que deleitan. Y esa cosmicidad del entretenimiento, adquiere con Lovecraft las mismas irisaciones poéticas que en su ensayo Eureka le había atribuido a la interminable vastedad espacial Poe, su maestro: “Cuando hablo de la infinidad del espacio me refiero a ese sombrío y fluctuante dominio, que se contrae y expande en consonancia con las vacilantes energías de la imaginación”. De cualquier manera, toda esa tumultuosidad somnífera capaz de llegar a los más remotos y siniestros rincones del Infinito, efectivamente, sigue haciendo que nos preguntemos si Lovecraft emponzoñaría sus sentidos con algo más que el culto a Morfeo. Sinceramente, yo no lo creía, y así se lo hice saber al profesor en más de una ocasión.
En principio indiferente a mis observaciones, Sullivan empezó a rebatirlas, dándome a entender cada vez con mayor énfasis que no descartaba esa posibilidad. Le indiqué que, en cualquier caso, rara vez hacía referencia a las drogas Lovecraft en sus escritos, resultando muy revelador el modo en que las abordaba, aunque fuera de refilón. En El horror de Red Hook (The horror at Red Hook, 1925), por ejemplo, identificaba las toxicomanías con lo que hoy llamaríamos inmigración ilegal: “Inmundicias asiáticas, innombrables e inclasificables, que Ellis Island había rechazado prudentemente”. Los miembros jóvenes de dicho colectivo aparecían en ese relato “sumidos en la modorra de los estupefacientes o entregados a conversaciones indecentes”. Para Lovecraft, las drogas solo podían ser consustanciales a la depravación racial. Nunca se le habría ocurrido vincular a uno de sus timoratos y pusilánimes protagonistas, siempre wasps, con la toxicomanía, algo propio de corrompidas razas inferiores; mucho menos utilizar este impuro medio como lanzadera a otras dimensiones. Renuente incluso cuando era la naturaleza, aunque fuera extraterrestre, quien facultaba una ganzúa botánica con que profanar puertas prohibidas, como sucedía en En los muros de Eryx (In the walls of Eryx, 1939) –una de sus escasas incursiones en la ciencia-ficción pura– con las plantas-espejismo de Venus, “cuyas emanaciones gaseosas que engendran sueños penetran cualquier tipo de máscara o escafranda”, Lovecraft, quien en los enturbiadores gases habría hallado la droga filosofal, se permitía en boca de su protagonista rechazar esos sueños que sellaban al sonámbulo el pasaporte para viajar en primera a “un mundo loco y caótico”.
–Se olvida usted del alumnado de Lovecraft y el ciclo de relatos de los cultos de Cthulhu –intervino el profesor–. Hay allí varias menciones a las drogas, y en uno de esos relatos en concreto adquieren estas un relieve muy interesante, joven.
Tenía razón Sullivan. Hizo referencia a Los perros de Tíndalos (The hounds of Tindalos, 1946), de Frank Belknap Long. “Yo tomaría hashish, opio, toda clase de drogas. Yo quisiera emular a los sabios orientales. Y entonces, quizá, captaría...”. Quien así hablaba en ese cuento, un escritor ocultista llamado Chalmers, respondía a un alter ego lovecraftiano, y lo que pretendía captar lubrificando la psique era la cuarta dimensión. Cuando su interlocutor, el narrador, acusa esas pretensiones de disparate teosófico, el aludido afirma haber descubierto una nueva droga, en realidad creada por milenarios alquimistas chinos pero prácticamente desconocida. “Sus propiedades son asombrosas –desvelaba Chalmers–, con ella y la ayuda de mis conocimientos matemáticos, creo que puedo retroceder en el tiempo”. Cinco gránulos de Liao, así se llama la sustancia, bastan para llegar al Tao, la fuerza misteriosa del mundo, que lo envuelve y lo penetra todo, permitiendo ver cuanto existió y cuanto existirá. Ingiriendo ese compuesto, Chalmers contemplará “la gran figura de la vida, la gran bestia yacente en su totalidad”.
El problema es que retrocede tanto en el tiempo que cruza “ángulos extraterrestres”, es asaltado por un “miedo abrasador” y se trae de vuelta consigo unos “seres atroces” antediluvianos. Estaba haciéndose tarde. Nuestras tertulias se prolongaban cada día un poco más, y ese viernes batimos todas las marcas. El profesor y yo nos despedíamos entrada ya la madrugada, no sin que antes me invitara a pasar el fin de semana en su casa, “para proseguir tranquilamente con este debate tan ameno que estamos manteniendo”. Instintivamente estuve tentado de rechazar el ofrecimiento, pero la curiosidad venció a la prudencia. Quería ver dónde y cómo vivía Sullivan.
IV
Mi anfitrión residía fuera del campus, en un remoto suburbio al nordeste de Arkham, miserable y decadente vecindario semideshabitado, en el que apenas sobrevivían edificaciones erguidas. La residencia de Sullivan, una mansión neovictoriana, exteriormente se insinuaba tan decrépita como su inquilino. Cuando el taxi frenó ante el tétrico pórtico, tuve la tentación de ordenarle al conductor que me devolviera a la universidad, pero el apergaminado rostro del profesor espiaba furtivamente desde una ventana de la planta superior, semioculto tras los cortinajes. Como yo a él, ya me había visto. De salir huyendo, el lunes resultaría imposible articular una justificación coherente a mi fuga. El interior de aquel caserón no hizo sino derrotar un poco más mi deprimido aplomo. Desorden y suciedad reinaban por todas las estancias. Entre eso y la tísica iluminación, por no mencionar la rancia pestilencia de la atmósfera, como de orina animal, aunque no vi ninguno, me sentí impregnado de una acusada sensación de disgusto. Por el contrario, Sullivan se mostraba entusiasmado, incluso jocoso. Estaba complacido de tenerme de huésped, dijo, contradiciendo su reputación de solitario misántropo.
Mi inquietud se esfumó momentáneamente cuando pasamos a la biblioteca. Sullivan me dejó allí mientras se dedicaba a preparar unos martinis en la cocina, y me entretuve husmeando por los anaqueles. ¡Qué maravilla! Tenía una colección de ensueño. El Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred en su traducción al latín, Cultes des Goules del conde d’Erlette, el grimorio De Vermis Mysteriis, los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Azathoth, Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt... Naturalmente, los custodiaba protegidos tras una vitrina asegurada con candado, como si realmente creyera que eran peligrosos. Solo por aquello había valido la pena venir. Jamás habría soñado contemplar con mis propios ojos todas esas obras infamemente legendarias. Durante la cena, frugal y nada apetitosa, regada con vino barato, retomamos la conversación sobre los mitos de Cthulhu. El relato en concreto al que se refería Sullivan era Los profundos (The deep ones, 1969), de James Wade, una de las más tardías y contemporáneas adiciones al ciclo, y en la que el LSD, efectivamente, corre con un papel secundario aunque troncal.
En un instituto de estudios zoológicos ubicado a las afueras de Los Ángeles, está teniendo lugar un escalofriante experimento. El científico desequilibrado de turno pretende establecer comunicación verbal con un delfín, y para ello contrata los servicios de un parapsicólogo experto en percepción extrasensorial y telepatía. Ambos serán advertidos de lo peligroso de sus propósitos por el gurú de un grupo de hippies acampados en las inmediaciones; siguiendo el ejemplo de “la Liga para el Descubrimiento Espiritual”, que “ha estado trabajando con sustancias dilatadoras de la mente que producen intuiciones y percepciones que escapan al cerebro ordinario”, los mencionados flower children alcanzan una visión ácida en la que los delfines devienen criaturas “peligrosas y poderosas”. A pesar del aviso, la investigación prosigue, y el parapsicólogo hipnotiza a una colaboradora del científico con objeto de facilitar su comunicación con el cetáceo. Dicha individua, quien durante la sugestión experimenta “algo parecido a un viaje de LSD”, no por nada desciende de los habitantes originales de Insmouth, hogar de una raza de hombres-batracio traídos de la Polinesia, parientes lejanos de los humanoides anfibios de La guerra de las salamandras, de Karel Capek. Resumiendo: en un alarde sacrílego para con las asexuadas normas lovecraftianas, puesto que la telepatía no acaba de funcionar, el zoólogo implanta al delfín un electrodo sobre su mecanismo de estímulo sexual; de modo que, en un rapto de libido, este desnuda y viola brutalmente a la científica, escapando de su cautiverio para adentrarse con ella en la inmensidad del océano. No solo eso, el coito ha sido grabado magnetofónicamente y puede oírse claramente cómo el fornicador flipper anuncia con horrísona voz su propósito de despertar a Cthulhu, Y’ha-nthlei, Shub-Niggurath y otros aberrantes dioses primordiales que no ven el momento de reconquistar la Tierra y reducirnos a todos a moléculas.
–Estará de acuerdo conmigo, profesor –le dije a Sullivan– en que Wade perpetua los escrúpulos de Lovecraft con las drogas, pues en ese relato estas se asocian negativamente a los hippies, como antes sucediera con las razas “inferiores”. En la ultraconservadora dimensión Lovecraft, los hippies son “seres burlones que se reían de todo en la periferia de nuestra sociedad, denigrando y mofándose de todos los esquemas y valores de tres mil años de civilización”. “Unos drogados”, en opinión de sus vecinos científicos. De cualquier manera, no emplean el LSD para propulsarse a otros planos, sino como sacramento en sus rituales exorcizadores de “la maligna influencia de las siniestras criaturas del mar”...
–Wade se equivocaba, como todos –murmuró el profesor–. ¿No ha pensado usted nunca que Lovecraft pudo haber dispuesto de su propio LSD, que sus relatos fueran transcripciones de experiencias vividas en la alucinada dimensión de una conciencia alterada, y que quizá esas experiencias podrían haber sido... REALES?
V
Se incorporó Sullivan sin darme margen a refutar, ausentándose durante unos minutos. Cuando regresó traía consigo un ruinoso pergamino que procedió a mostrarme, desenrollándolo con sumo cuidado. Escrito en lo que parecía un blasfemo híbrido de caracteres rúnicos y cuneiformes, era, dijo, la fórmula de una pócima que un nigromante germano había creado en la baja edad media, recuperando ancestrales secretos crisopéyicos y conjuros de magia negra extraídos del Necronomicón. Lovecraft había sido uno de los propietarios de aquel legajo. De cómo había llegado a su poder, Sullivan no quiso dejar ir prenda. Tan solo precisó que desde muy joven había sido para él una suerte de santo grial. Nunca dudó de su existencia, pero tampoco quiso hacerla pública. El nombre de aquel alucinógeno, algo así como Yhghw’rntwak, no estaba pensado para ser pronunciado por cuerdas vocales humanas, de modo que Lovecraft, por razones puramente pragmáticas, lo rebautizó necronomicina. No pude evitar estallar en carcajadas. Qué embarazoso. Aquello no estaba sucediendo. El profesor no podía decirlo en serio. ¡Necronomicina! Menuda patraña...
–Sé lo que está pensando –anunció Sullivan con gélida serenidad–. Puede usted reírse tanto como desee. Todos hacen lo mismo al principio...
¿Todos? En esta ocasión el profesor se explicó sin que tuviera que rogarle, y ojalá no lo hubiera hecho, pues el pánico me estrujó el corazón. Algunos becarios como yo habían servido a Sullivan de conejillos de indias. Primero se trató de reproducir la fórmula, y no fue sencillo. Posteriormente, lo que perseguían esas reprobables pruebas, dar con una dosis precisa, que no resultara ni inocua ni letal, se demostró si cabe más conflictivo. Todavía se hallaba el proceso en esa fase. ¿Y los becarios? ¿Qué se había hecho de ellos?
–Tranquilícese. Ante todo debo decirle que se sometieron voluntariamente a la exposición a la necronomicina. No fue difícil convencerlos. Como usted, y como yo, también estaban obsesionados con Lovecraft. No pudieron resistirse al desafío. Los dos primeros becarios se asustaron a las pocas sesiones, pobres, marchándose despavoridos por donde habían venido, guardándose muy mucho de compartir con nadie nuestro pequeño secreto. En cuanto al tercero, este, como le dije, desapareció... Aunque yo creo que se lo han quedado ELLOS...
–¿Ellos? ¿De qué se asustaron los otros? ¿Cómo es posible desaparecer?... Profesor, no entiendo nada... Creo que yo también voy a esfumarme, y ahora mismo...
–¿No quiere saber antes qué efectos causa la necronomicina?...
Aquellas palabras me dejaron congelado. El juicio me gritaba al oído que haría mejor permaneciendo en la ignorancia y largándome de allí cuanto antes. Pero Sullivan volvía a tener razón. El reto se insinuaba irresistible. Nada de lo que estaba ocurriendo guardaba sentido y, sin embargo, la lógica se derrumbaba, lo mismo que mis precauciones y reticencias. ¿Y si la necronomicina fuera real? Completamente cortocircuitado por los acontecimientos, mi inmovilidad, mi mutismo dieron a entender a Sullivan que estaba dispuesto a seguir adelante, sin saber muy bien ni por qué ni para qué. Según relató el profesor, Lovecraft habría escrito lo mejor de su obra bajo el influjo de aquella maléfica sustancia. De eso no le cabía duda. Lo que estaba a las puertas de descubrir era si, además de musa, la necronomicina había servido también de medio, de vehículo, conduciendo físicamente a Lovecraft hasta una dimensión paralela, fuera de tiempo y espacio, tan palpable y sólida como la nuestra.
–Se estará usted preguntando, mi joven y querido amigo, por qué no he ingerido la necronomicina yo mismo. Verá, ni psicológica ni físicamente puedo permitírmelo. Asimilar esa sustancia requiere mucha energía, deja al sujeto completamente extenuado. Desafortunadamente, las fuerzas que me quedan no son bastantes para soportar ese trance que le balancea a uno sobre el precipicio de la locura. He comprobado también que las anotaciones del propio Lovecraft en ese manuscrito respecto a otro peligro que presenta la necronomicina, este mucho más inquietante, son del todo ciertas. Ya ve que no le oculto nada. El sujeto corre el riesgo de no regresar de la otra dimensión, o, peor aún, de volver de ella muy mal acompañado.
–Vamos, profesor, no se creerá usted esa sarta de disparates. Seguramente la sugestión fue la culpable de que los becarios creyeran haber visto lo que fuera que vieron. O, sencillamente, resultaron víctimas de una dosis excesiva y las alucinaciones se les escaparon de las manos. En cuanto a la desaparición del tercero, diría que se asustó tanto que se desvaneció sin despedirse. Yo habría hecho lo mismo.
–Solo hay una manera de que descubra la verdad, y esa es que usted lo experimente personalmente... Debo... Debemos llegar hasta el final... Permaneceré a su lado en todo momento e intentaré protegerle de... lo que pueda pasar...
Sullivan me tendió unas manos que parecían garfios, sosteniendo un cuenco ceremonial tallado con obscenos bajorrelieves, aparentemente de procedencia antiquísima, en cuyo fondo yacía una pequeña cantidad de líquido negro y viscoso. ¡Así que aquello era la necronomicina, el diabólico bebedizo que iba a postrarme ante los grandes dioses innombrables que reinaron sobre la tierra en tiempos inmemoriales, anteriores a la aparición de la raza humana! Magia o Perogrullo, no importaba ya. Tuve la estúpida idea de probarle a Sullivan lo infundado de sus teorías. La cabeza me zumbaba y una punzante urgencia ascendía por mi estómago. Dejé de pensar. Bebí la pócima. Aguardé. Durante unos minutos que se hicieron eternos, nada. De pronto, ingrávida, flotando en el aire, parpadeó una débil y brillante luminiscencia en el centro de la estancia. A medida que el resplandor crecía, abriéndose en su núcleo primero una grieta y después un orificio, una especie de escotillón, lo que presumí címbalos y flautas, mezclados con graznidos de chotacabras y débiles cánticos, comenzaron a dar forma a un abominable rumor cuyo crescendo aumentaba ominoso. De pronto, presagiado por una corriente de aire tan gélido como el de una cripta, y después una oleada de fétido hedor a putrescencia, del ingrávido agujero surgió escupido un pequeño bulto informe, chorreante de repugnantes mucosidades. Al inspeccionarlo, observé que era una sudadera de la universidad de Miskatonic, según me dijo luego Sullivan, propiedad del becario desaparecido.
VI
Me quedé de una pieza ante aquel fenómeno tan extraordinario. A pesar de que la confusión me ofuscaba, era muy consciente de que estaba viviendo una experiencia única a la par que peligrosa, quizá la más trascendente de mi vida, como corroboró lo que a continuación sucedió. Sullivan brincaba a mi alrededor, electrificado por la excitación. Intentaba decirme algo, pero yo no podía oírle. La fanfarria había adquirido un volumen insoportable, y un sordo pero penetrante rumor metálico procedente de la hendidura me taladraba las sienes. Entonces, de la negrura impenetrable de aquella ventana tridimensional, surgió un enorme rostro sin la menor esencia de humanidad. Sus facciones resultaban indecentemente crueles, irradiaban perversidad, el mal en su estado más puro e irracionalmente primitivo. Mueca ancestral, ponía cara a un pavor cósmico que se apoderó de todas las células de mi cuerpo, hundiéndome en un estado pretraumático. Tras convulsionarse unos instantes, aquellos rasgos se alteraron, esculpiendo progresivamente una nueva fisonomía que me resultaba extrañamente familiar. Una vez fijada, reveló esta una efigie equina que no era otra que la del mismísimo Howard Phillips Lovecraft. No tuve tiempo de sorprenderme: ¡el rostro me estaba indicando que me acercara a él!
Impulsado por una voluntad que no era la mía, avancé un par de autómatas pasos, pero algo me detuvo violentamente. Ante aquel imprevisto, un alarido espeluznante precedió a otra transformación del espantoso semblante, se diría que impaciente por tenerme a su alcance y por ello mismo enfurecido. Puede que contado así despierte la incredulidad, pero aquello solo era el principio. Los rasgos de Lovecraft se derritieron, literalmente, como si fueran de cera, y del nauseabundo amasijo brotó una voluminosa cabeza de forma cónica, recubierta de tentáculos dentados bajo los que no se reconocía facción alguna. Oí unos golpes ásperos y secos, como de un infernal y gigantesco batir de alas, y de repente aquella criatura se me reveló en toda su vastedad, descomunal como una montaña, a medida que también crecían las dimensiones de la brecha espaciotemporal. Describir aquel ser, multiforme e inconmensurable aberración, requeriría del sun-optikos de Platón, que lo abarcaba todo de un vistazo y todo lo pensaba, pues allí se concentraba la antinatural inmensidad de algo que no procedía de este planeta, seguramente ni siquiera de nuestra galaxia. Como no era el caso, me limité a perder el conocimiento, consternado por un espanto del que no supe evadirme de otro modo.
Desperté en brazos de Sullivan. Había sido él quien, sujetándome como pudo, impedía que mientras me encontraba en trance siguiera avanzando hacia la monstruosa cavidad extraterrena en la que sin duda me esperaba una muerte cierta y terrible. Él no vio ni oyó nada de lo que sucedió. Me dijo que yo había permanecido en trance durante unos minutos, sin moverme de mi emplazamiento, aunque empapado en sudor y gesticulando horrorizado como si intentara escapar de algo, pero sordo y ciego a sus gritos y señales. Estuve a punto de arrojarme por una ventana, según me dijo, pero el profesor lo evitó, ya lo he señalado. ¿Cómo se explicaba entonces la presencia de la sudadera? Sullivan tampoco supo responder a eso. Sencillamente, cuando consiguió hacerme volver en mí, la vio allí, en el centro de la habitación.
Todavía me horrorizo mientras escribo este testimonio de unos hechos que considero imprescindible consignar, ya que no estoy seguro de hasta cuándo nos acompañará la suerte. Ha llegado el invierno, y todavía permanezco en Miskatonic, alojado en el sótano de la mansión de Sullivan, donde continuamos experimentando. Después de aquella primera dosis de necronomicina hubieron más. He perdido la cuenta. Solo sé que ahora no puedo prescindir de ella. Le he dicho a Sullivan que en nuestro próximo intento aumente la dosis. Aun a riesgo de perder la cordura, o la vida. ¡Tengo que ver lo que vio Lovecraft!