Advertencia preliminar
Esta entrevista tuvo lugar en tres momentos diferentes a lo largo del año 2020. Las tres veces que me encontré con Carlos Castaneda fueron fortuitas, aunque cada una de ellas vino precedida por la ingesta de 25 microgramos de 2C-B, un psicodélico con algo de empatógeno del que se investigan sus cualidades terapéuticas para el síndrome de estrés postraumático. Por curiosidad hacia la sustancia y por amistad con el psicofarmacólogo que coordina el ensayo, me presté durante seis meses a seguir desde casa el protocolo de tomas y responder a los cuestionarios.
Para los interesados, el estudio está disponible en Internet bajo el título de “2C-B contra el síndrome de estrés postraumático provocado por la crisis de la COVID-19”. Allí, en la información asociada al sujeto número 17, se cuenta muy someramente lo que me ocurrió con el autor de Las enseñanzas de don Juan: “El sujeto 17 narra intensos encuentros con conocido escritor de libros sobre chamanismo, con gran ascendente sobre su yo adolescente”. No le dan mayor importancia porque para el estudio no la tiene. Sin embargo, dado que Castaneda sigue siendo un superventas y el interés hacia su persona sigue vivo para millones de lectores, publico esta entrevista, no sin antes advertir sobre el estado de embriaguez en el que se desarrollaron los encuentros con el misterioso autor. Espero con ello se disculpe el carácter caprichoso y en algunos casos errático de mis preguntas.
Una realidad extraordinaria
La historia de Carlos Castaneda es de sobra conocida. Sus libros cuentan su iniciación en el mundo de la brujería de la mano de don Juan, un viejo nagual tolteca. El primero de sus libros se publicó en 1968 y desde entonces millones de lectores se han dejado hechizar por el relato de un estudiante de antropología que intenta escribir una tesis sobre plantas psicotrópicas y se convierte en parte de un linaje esotérico de chamanes mexicanos, hombres y mujeres de conocimiento, habitantes de una realidad extraordinaria capaces de hazañas increíbles.
Castaneda forma parte de mi educación. Mi madre fue una aplicada discípula de sus libros, y algo de sus enigmáticas enseñanzas me llegaron desde pequeño: tener a la muerte por consejera, borrar la propia historia, parar el mundo, practicar el no hacer, seguir un camino con corazón, perder la importancia personal, ser impecable... Durante mi adolescencia leí con devoción a Castaneda. Mis primeras experiencias psicodélicas, de hecho, fueron campestres debido a su influjo, y, sin embargo, aunque algo del mundo mágico de los chamanes creí intuir entonces, más allá de algunas sensaciones de mística plenitud, la verdad es que nunca conseguí llamar la atención de ningún aliado ni se me aparecieron los entes sobrenaturales que irrumpen con naturalidad en sus libros.
Desde el principio de su fama, la figura y la obra de Castaneda han estado en entredicho: ¿ficción o realidad? Él siempre respondía que lo suyo era auténtica antropología, aunque en el ámbito académico se le tomaba por un farsante inspirado. Ajenos a las críticas, millones de lectores creyeron en la verdad de esa realidad aparte; entre ellos no faltaban personas sobresalientes, desde Octavio Paz a Joyce Carol Oates, pasando por Anaïs Nin o Federico Fellini. La voluntad de mantener el misterio personal llevó en vida a Castaneda a no dejarse fotografiar ni grabar; su imprevisibilidad y falta de rutinas le permitió librarse del asedio de la fama y de los muchos seguidores que anhelaban dar con él como maestro. Desde su muerte por cáncer de hígado en 1998, seguida de la desaparición dos días después de sus compañeras brujas (se habla de suicidio colectivo), se han publicado numerosos libros y artículos desmitificadores, tratando a don Juan, a don Genaro y al resto de brujos como simples personajes inventados, descalificando sus enseñanzas como un pastiche de religiones orientales.
Hay incongruencias innegables en los libros de Castaneda que fueron denunciadas desde el comienzo del boom por solventes antropólogos; por ejemplo, que los hongos psilocibios no se fuman y que los yaquis, el pueblo indígena de Sonora al que pertenece don Juan, nunca usaron el peyote. Sin embargo, las críticas que lo tratan como un fraude tienen en común un aire de despecho y una antipatía delatora, que me hacen instintivamente ponerme de parte del encantador Castaneda. ¿Cómo se le puede además exigir veracidad biográfica a un autor que decide emboscarse? Las denuncias sobre las mentiras de Castaneda parecen olvidar su compromiso con borrar la historia personal y su falta de adecuación a las convenciones mundanas. Y la irritación desde la que se suele despachar la supuesta estafa no hace sino reafirmar parte de su verdad: la de que el mundo es un asco y la realidad habitual no merece la pena ser vivida.
Dicen que la muerte aporta una verdadera ecuanimidad hacia la pasada existencia, que los muertos hablan sin remilgos y que solo ellos pueden responder a determinadas preguntas. Como pude comprobar en mis tres encuentros con él, Carlos Castaneda no es un muerto normal. Lamentablemente, mi entrevista no aclara como muchos querrán los enigmas de su paso por esta tierra, en parte debido a mi embriaguez, pero, no nos engañemos, sobre todo por el escurridizo carácter del entrevistado, tan poco dado a las confidencias ordinarias.
Primer encuentro
Hacia las nueve de la noche, la hora del crepúsculo, reconozco a Carlos Castaneda entrando por la puerta de mi habitación. Es más bajo de lo que pensaba, pero fuerte y robusto, de edad imprecisa. Los efectos del 2C-B aureolan su imagen con una diadema de chispas iridiscentes que flotan detenidas un momento antes de caer al suelo. Transcribo a continuación la conversación que sostuvimos.
Siempre que entro en Netflix busco en los documentales, a ver si han hecho ya la serie sobre Carlos Castaneda. Hay una muy buena de Osho, ¿por qué crees que no hay una serie sobre tus andanzas con don Juan?
A Osho le habría encantado verse como protagonista de una buena serie televisiva. Es el Bruce Lee de la nueva espiritualidad, lleno de abalorios de oro y a lomos de un Roll Royce. Siempre me ha hecho mucha gracia Osho; la serie debe de ser muy divertida. De mí decía que era un autor de ficción, que don Juan era “un hombre ficticio creado por un hombre americano”. Y me acusaba, atusándose los bigotes, de haberle hecho una trastada a la humanidad. A la humanidad, nada menos. Decía literalmente que no había que escribir ficción espiritual por la simple razón de que las personas empiezan a pensar que la espiritualidad no es otra cosa que ficción. Osho fue víctima de su personaje. Como cualquier líder espiritual o político sus adeptos lo moldearon hasta la caricatura y su vida se convirtió en una ficción: la de representar el papelón que esperaban de él. Osho estaba encantado, por otro lado, fue su manera de burlar la realidad a la que estaba destinado.
¿Quiere decir que Osho fue también un autor de ficción?
Quiero decir que la realidad es una ficción colectiva, un delirio compartido. El hombre libre es aquel que pasa de puntillas por el escenario de la realidad, no el que se convierte en un figurón aplaudido por las masas. El hombre libre es capaz de colarse entre los mundos y desde las costuras ver la trama que nos ata. Don Juan decía que “el mundo que contemplamos cada día no es nada más que una descripción”, quien dice una descripción dice una ficción. Osho fue devorado por el mundo porque se creyó la ficción de su personaje, se dejó acorralar por las proyecciones de la gente, asumió lo que se esperaba de él.
¿No es también Carlos Castaneda un personaje de la cultura de masas contemporánea?
Sí, pero yo no encarno ese personaje. Haber mantenido el misterio personal me ha servido para que la estatua que otros levantaron con mi nombre no me aplaste. El ser humano es un viajero del infinito, pero está atrapado en el laberinto de la realidad; un laberinto hecho con imágenes que se han vuelto sólidas a fuerza de creer que eran verdad. El universo es un espacio abierto e imprevisible, pero el hombre común prefiere quedarse encerrado en su cárcel imaginaria, poner todo su talento, que es mucho, en sostener con los demás una realidad ficticia que confirme sus temores y su grandeza de chichinabo.
¿Tiene eso algo que ver con la idea de que hemos sacrificado la riqueza de nuestra percepción, anclando nuestra visión en lo que llamabas en tus libros “el punto de encaje”, una versión fija y rutinaria de la existencia, llena de automatismos mentales que nos impiden ver el universo que nos rodea?
Si nuestra percepción fuera el teclado de un piano, la vida ordinaria sería quedarse atrapado en el sonido de una tecla. Es como si el girar de la tierra nos hubiera hipnotizado en su zumbido y estuviéramos todos vibrando en el sonido de esa tecla, incapaces de escuchar otras notas fuera de esa música tan reducida. Estamos encajados en ese punto y solo si somos capaces de parar el mundo podremos volver a escuchar la sinfonía del universo, a menudo demasiado aterradora.
Hablas de que lo que llamamos realidad es solo una descripción consensuada de lo que hay, pero el mundo de los chamanes, ¿no es también una apariencia producto en este caso de una interpretación animista, pero interpretación al fin y al cabo? En tu obra y en las pocas entrevistas que diste cuando estabas vivo insistías una y otra vez en la verdad de esa realidad separada y paralela. Siempre he pensado que esa insistencia era una pose para salvaguardar la credulidad del lector de tus libros, para que tu obra se leyese como no ficción y tuviera un mayor impacto.
Yo no soy escritor, yo soy antropólogo. Mis libros han sido un puente entre dos mundos extraños. El mundo del brujo y el mundo ordinario son mundos aparte. No estamos ante un mismo hecho objetivo visto de dos maneras diferentes. No se trata de cambiar de gafas, se trata de abrir los ojos. Se trata de interrumpir la proyección y salir del cine. Y fuera del cine pasan otras cosas que no están dentro del guion, que no están escritas ni son comprensibles por la lógica narcisista que mueve el mundo que tú habitas. Entrar en el mundo de los brujos requiere ser un guerrero impecable. No es un cambio de decorado ni siquiera un cambio de actitud, es una cuestión energética. Ser impecable es la única manera de recuperar nuestra energía y entrar en esa realidad separada donde las interpretaciones están fuera de lugar. Un guerrero no interpreta ni tiene puntos que defender, un guerrero cultiva la atención y pone en suspenso el diálogo interno, esa cháchara loca que nos tiene atados a la película de que somos lo que somos y el mundo es el que es. Una y otra vez un guerrero se ve tentado por ideas preconcebidas y patrones de conducta ordinarios, pero su desafío será descubrirlos y sostenerse con impecabilidad en ese instante de reconocimiento.
Segundo encuentro
Después del primer encuentro con Castaneda releí Viaje a Ixtlán y Relatos de poder, el tercer y el cuarto libro de la saga, los que recordaba con mayor afecto. Eran los ejemplares que me regaló mi madre cuando cumplí 18 años: “A Fidel, joven guerrero, para que tu impecabilidad te lleve hacia la luz”, decía una de las dedicatorias. Las páginas estaban llenas de subrayados y anotaciones entusiastas de mi primera lectura. Veintiséis años después, en cambio, me costó avanzar en la historia, me cansaba la fórmula narrativa basada en la torpeza del discípulo. Una página tras otra se repetía un mismo esquema: don Juan intentaba transmitir sus enseñanzas mágicas, pero Castaneda, apegado a la racionalidad occidental, se resistía, lo cual permitía en cada nuevo tropiezo añadir una nueva explicación que iba completando para el lector la cosmogonía chamánica de los guerreros toltecas, tan llena de paradojas que nunca se llegaba a entender del todo.
No se le podía negar a Castaneda el difícil logro literario de hacer creíble lo increíble, sin afectación ni explicaciones innecesarias. En muchos momentos volví a disfrutar con emoción de sus misterios, de su sentido del humor y de la ternura que aparecía de cuando en cuando. Pero en conjunto la relectura se me hizo pesada, tal vez por estar tan sobre aviso.
Tras nuestro primer encuentro, participé en dos tomas más de 2C-B sin que Castaneda apareciese. Había sido una ilusión puntual y no pensé en que pudiera repetirse. Sin embargo, en una toma posterior, nos volvimos a ver. Yo me había asomado a la pantalla de mi ordenador y al conectarme a Facebook apareció un vídeo con un fragmento de París, Texas, ese momento en el que se proyecta una película de Super-8 para hacerle recordar a Travis su vida con la hermosa Jane. Yo estaba en plena subida, si cerraba los ojos se me aparecía una danza geométrica de perfiles brillantes y si los mantenía abiertos una joven Natasha Kinski se me mostraba como la belleza personificada, como si la belleza me estuviera sonriendo y acunando. De fondo sonaba la Canción mixteca, tocada por Ry Cooder e interpretada por el actor Harry Dean:
¡Qué lejos estoy del suelo donde he nacido!
Inmensa nostalgia invade mi pensamiento;
y al verme tan solo y triste cual hoja al viento,
quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento.
Este vals también suena en Viaje a Ixtlán, don Juan lo interpreta burlándose del sentimiento victimista de Castaneda, de su tendencia a compadecerse a sí mismo y sentirse como una hoja a merced del viento: “De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, creyendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un guerrero”, le decía don Juan. El vídeo de París, Texas terminó y entonces noté que alguien se reía a mi espalda. Era Castaneda. “Cómo te gusta ponerte sentimental”, me dijo a modo de saludo.
He pensado mucho en ti desde nuestra última vez. Y debo agradecer haber tenido tus libros a mano en estos tiempos de pandemia, gracias a ellos no me he tomado tan en serio la realidad del periódico.
Mis libros convertidos en un tebeo para distraer a perezosos y amantes de las drogas. Ya estoy acostumbrado.
Durante mi adolescencia tus libros tuvieron una gran influencia. Cada viernes y cada sábado volvía de noche a mi casa, andando campo a través, y miraba achinando los ojos el paisaje tratando de encontrar un ojo de agua, el espíritu del viento o algún cerro que me brindara la posibilidad de cazar algo de poder para volverme un hombre de conocimiento. Y nunca vi nada más allá de chumberas y pinos.
¿Por qué la noche del viernes y del sábado?
Era cuando salía con mis amigos.
O sea que tú querías ser un hombre de conocimiento dedicando media hora los fines de semana a cazar poder en el camino de vuelta, tras emborracharte con tus amigos.
Más bien emporrarme, yo nunca he sido de beber, a lo máximo una cerveza. Pero, sí, volvía un poco entonado. Yo diría que con las puertas de la percepción entornadas. Y el trayecto eran cuarenta minutos por un camino de cabras sin una farola.
Eres casi tan divertido como Osho. Ya estoy viendo la noticia en el periódico: “Joven retorna fumado a casa y asegura haber conseguido una iluminación súbita en mitad de la noche oscura”. Dime una cosa, ¿a que no te desviaste nunca del camino?
No recuerdo.
Te acordarías. Volvías lo más rápidamente posible a tu casa y distraías el rato pensando en mis libros, como otros piensan en el Real Betis Balompié. Tú vida entera es eso: cumplir con lo que se espera de ti y fantasear con tener otras vidas más aventureras. Esa es tu ficción, tu manera distraída de estar en el mundo y el miedo que te sujeta. Aquellos paseos de noche forman parte de lo que tú llamas realidad, solo le estás dando cuerda a esa rueda de hámster que confirma todas tus creencias y te hace sentir especial.
Señor Castaneda, ¿es usted del Betis? Me ha llamado la atención que haya citado usted a un equipo de fútbol de España y que no sea el Madrid ni el Barça.
El fenómeno del fútbol es un espectáculo revelador. Al verte ahí sentado, mirando el Facebook, pensé en el Betis, un equipo provinciano que se cree superior y mantiene sus aspiraciones sin reparar en su constante fracaso. Visto desde fuera, eres como el Betis.
¿Sabe usted lo que es Facebook?
Sí, me gusta curiosear; desde que estoy muerto tengo muchísimo tiempo para perder. Las redes sociales son un escaparate maravilloso para entender el mundo del hombre ordinario, es Narciso caído en un estanque de agua calentita, Narciso chapoteando en el espejo de su propio pis. Un guerrero no tiene opiniones, ni deja rastro, y esas redes son una maraña en la que nuestra importancia personal se enreda a placer opinando sin cesar, posando ante los demás, fijando una imagen que nos atrapa. El yo ya no es otro, como decía Rimbaud; hoy el yo va disfrazado de sí mismo. Jamás en la historia los humanos habían sido tan esclavos de su egolatría. Ladrillo a ladrillo el hombre de hoy va levantando la cárcel a su imagen y semejanza, y cada vez se vuelve más loco. Distraído en exceso consigo mismo, incapaz de utilizar su atención para otras cosas que no sean mirarse la picha, y de tanto mirársela, la picha se le hace un lío. ¿Cómo es esa expresión española?
¿Hacerse la picha un lío?
Sí, hacerse la picha un lío. El narciso de hoy, eclipsado por su propio reflejo, confunde lo más elemental y olvida que la libertad está al otro lado del espejo. Si la práctica de la brujería implica el desarrollo de una segunda atención, del humano de hoy se puede decir que nunca ha estado más lejos del conocimiento, tan distraída tiene la atención en tonterías. Por eso el agotamiento extremo, por eso el cansancio y la depresión de las masas. Las redes sociales son un invento para que los voladores nos coman la poca energía que nos queda.
Quería preguntarle por los voladores. Mi madre asistió a un seminario que diste en compañía de las brujas de tu linaje en la universidad de Los Ángeles, en 1996. Además de notas sobre pases mágicos mi madre dejó escritos apuntes de varias de las charlas que impartiste. En una de ellas hablaste precisamente de los seres humanos como alimento energético de unas entidades a las que llamaste “voladores”.
Vivimos en un universo depredador. El hombre mismo no respeta la vida del resto de animales, los cría en establos para comérselos, los esclaviza para sentirse querido al llegar a casa, los castra para que no le meen el sofá, los enjaula para que le trinen mientras se afeita... Y al igual que los pollos están en granjas para ser devorados por los humanos, los humanos se apiñan en ciudades para ser devorados por otros entes energéticos: los voladores. Si fueras capaz de parar el diálogo interno los verías, son seres oscuros con unas alas triangulares que se lanzan en picado hacia los humanos para comerse su energía. La de los animales no les gusta, solo la energía humana tiene una configuración de huevo luminoso cerrado.
¿Un aura de energía que sirve de alimento a los voladores?
Sí, nuestro cuerpo físico está cubierto de una energía luminosa en forma de huevo que es una delicia para los voladores.
Entonces, si los pases mágicos de los brujos, los ejercicios que explicabas en tu último libro sobre tensegridad, están destinados a reforzar el cuerpo energético, ¿no serán algo así como hormonas de crecimiento para hacernos aún más suculentos para nuestros depredadores?
Cómo te gusta decir tonterías. Los voladores se cuelan por las grietas de nuestra energía. Nuestro diálogo interno, esa cháchara que no para de decirnos lo magníficos y lo desgraciados que somos, les abre la puerta. Un guerrero refuerza su energía porque sabe que ese huevo luminoso que lo cubre es su salvoconducto para viajar por el infinito. Un ser libre, sin fallas en su envoltura energética, es capaz de acciones inimaginables.
Tercer encuentro
Tras la segunda visita de Castaneda, en previsión de un tercer encuentro, estuve apuntando algunas cuestiones que me hubiera gustado saber: su opinión sobre la pandemia; su experiencia de estar muerto; su distinción acerca de hombres y mujeres y, más concretamente, su visión acerca del sexo como una práctica desgastante para el común de los mortales. Entre los apuntes que había tomado mi madre durante el seminario de Los Ángeles había una reflexión de Castaneda donde afirmaba que “los hombres están rotos” y “las mujeres tienen su barra energética partida”, y que casi todos, incluido él mismo, “somos concebidos en cogidas aburridas”, lo que explica en origen nuestra falta de energía.
Había leído en el libro de la que fuera su segunda mujer, que era un obseso sexual con marcada inclinación fetichista hacia los pies y las sandalias de las mujeres. Me hubiera gustado preguntarle por eso y por la leyenda que lo pintaba como un gurú sexual rodeado de acólitas, y también, ya que estaba al tanto de todo lo que había sobrevenido desde su muerte, acerca de su opinión sobre el neonahualismo tolteca, una suerte de religión new age basada en sus enseñanzas.
La noche de mi última toma de 2C-B dejé preparada esta lista de preguntas en mi mesa por si acaso Castaneda aparecía de nuevo. “¿Otra vez tú? Seguro que tienes muchas ganas de hablar”, dijo nada más verme, como si fuera yo el fantasma que se hubiera presentado de improviso en su casa. Agarré mi listado pero, antes de abrir la boca, Castaneda me arrebató el papel y se puso a leerlo. A la tercera línea empezó a reírse: “Lo de los pies no puede ser mentira, es buenísimo”. Sin parar de reír, con lágrimas en los ojos, siguió comentando alguna de mis anotaciones: “La descripción del esperma como gusanos luminosos es fantástica, y la mujer como bolsa de semen, parasitada por esos gusanos, es una imagen imborrable”. Teatralmente dejó el folio en la mesa y me pidió que me calzara unas zapatillas de deporte y lo acompañara a la calle. “Tienes la cabeza llena de ruidos. Salgamos a que te dé el aire”, esas fueron las últimas palabras que me dirigió.
En silencio bajamos y en silencio atravesamos las calles aledañas a mi casa, contemplando el espectáculo de la diversión nocturna. Castaneda a mi lado me iba señalando con un ligero gesto de su cabeza a personajes singulares con los que nos cruzábamos o a perros que parecían pasear a sus amos. Me daba la impresión de que quería enseñarme algo que yo no lograba descifrar. Los grupos sentados en las terrazas de los bares se mostraban como racimos luminosos, una visión que, sin desentonar con los efectos habituales de un psicodélico, cuadraba también con la descripción del humano como un huevo luminoso. Quizás intentaba mostrarme a los voladores, pero yo no los vi en ningún momento.
Mis intentos de tener una conversación con él fueron inútiles y cuando me distraje hipnotizado por unas luces verdes en el escaparate de una casa de apuestas, desapareció. Perdido, tardé en percatarme que estaba en la calle Ventorrillo, la calle del colegio de mi hijo mayor. A pocos pasos reconocí a mi mujer que me hacía señas. “No te asustes”, me gritaba, “soy yo”. Agarrado de su brazo regresé a casa. Al día siguiente me explicó que, sabiendo de mis experimentos con drogas, cuando me vio salir por la puerta en pijama decidió seguirme a una distancia prudencial. Decía que iba solo y movía las manos como espantando moscas.