Resulta difícil encontrar en el mundo del cómic español, anglosajón o francobelga una figura tan versátil, creativa y que despierte la admiración de la que disfruta Andrea Pazienza en Italia, país en el que hay plazas con su nombre, bustos con su efigie y edificios públicos dedicados a su memoria. Tres décadas después de su repentina muerte con apenas 32 años, su obra y su persona siguen concitando nuevos lectores lo que, en una época con una oferta cultural más abundante que la disponible en los 70 y 80, no deja de ser toda una hazaña. La razón tal vez radique en la combinación entre el enorme talento del dibujante, al que muchos han llegado a calificar de genio, y su inteligencia para retratar el momento histórico que le tocó vivir.
Nacido en 1956 en San Benedetto del Tronto –en la región de la Marcas, situada en la Italia central, colindante con el Lazio–, Andrea Pazienza creció en un entorno familiar en el que la cultura tenía un papel destacado. Su padre era pintor y desde niño Pazienza tuvo, además de habilidad para la ilustración, todo el apoyo para dedicarse al mundo del arte. “Dibujo desde que tenía dieciocho meses”, afirmó en diversas ocasiones para, a continuación, rematar la frase con “soy el mejor dibujante vivo”.
No solo era dibujante. También fue editor independiente de cabeceras míticas como Frigidaire, profesor de dibujo, guionista, escenógrafo, portadista de discos, muralista y diseñador de carteles de cine como el de La ciudad de las mujeres de Federico Fellini. Por si no fuera suficiente, Pazienza era atractivo, divertido y con un ligero toque macarra que lo convertía en un modelo a seguir por muchos de sus jóvenes lectores. De hecho, no es arriesgado afirmar que Andrea Pazienza encajaba más en el perfil de estrella del rock que en el de humilde dibujante de cómics.
Además, en la convulsa Italia de los años 70 y 80, en la que coincidieron el terrorismo negro de la ultraderecha, los operativos de las Brigadas Rojas, las acciones de los grupos de izquierda extraparlamentaria y los intentos de golpe de Estado por parte de elementos reaccionarios del ejército, Pazienza no se mantuvo al margen y se comprometió políticamente. Si bien es cierto que su militancia ya no era la de la generación de la posguerra, en la que no cabía la frivolidad ni las llamadas desviaciones pequeño burguesas, el ilustrador colaboró con organizaciones ecologistas e incluso con L’Unità, el periódico del PCI, sin que ello supusiera renunciar a su filosofía de vida en la que había mucho de hedonismo, sexo, humor, música pop y drogas.
La vida en un cómic
"La vida y la obra de Andrea Pazienza siembre estuvieron entrelazadas. El personaje de Zanardi era, en cierta forma, un trasunto del Pazienza más gamberro, divertido, salvaje y usuario lúdico de drogas. Pompeo, sin embargo, está inspirado en sus problemas de adicción a la heroína y la última etapa de su vida"
Toda la obra de Pazienza está estrechamente vinculada a su trayectoria vital, hasta el punto de que, en muchas ocasiones, ficción y realidad se diluyen. De este modo, varios de los personajes icónicos que creó no son más que trasuntos de sí mismo. Así sucede con Pentothal –protagonista de Le straordinarie avventure di Pentothal, publicado en Alter Alter entre abril de 1977 y julio de 1981– que, según Luigi Di Fonzo, experto en la obra del dibujante, “se trata del propio Pazienza cuando vaga por el mundo de los sueños, ese mundo en el que no existen secretos ni inhibiciones”. Del mismo modo, hay mucho de Pazienza en Zanardi, personaje aventurero que, cuando protagoniza juergas interminables, gamberradas salvajes, bromas pesadas, seduce a jovencitas de colegios de monjas o consume estupefacientes, no hace otra cosa que reproducir en viñetas situaciones vividas por Pazienza o sus amigos.
Uno de ellos, el dibujante Igort, recordaba en Il Corriere della Sera cómo un día estuvo a punto de morir “por una broma de Andrea”. El autor de Cuadernos japoneses y Cuadernos ucranianos compartió piso con Pazienza durante una temporada. “Yo era muy lento dibujando porque usaba lápices muy afilados y duros. Él era rapidísimo, trabajaba directamente con plumilla, era genial, hiperbólico. Yo deseaba conseguir su ritmo de trabajo, ser más espontáneo. Al final, lo que sucedió fue que yo no conseguí ir más rápido pero él sí que fue más lento”. En ese tiempo de residencia compartida y confidencias, los dos amigos también intercambiaron drogas. Igort prefería los estimulantes como la cocaína “que me permitían reforzar el control de mis acciones en lugar de perderlo”, por lo que siempre se negó a probar la heroína, la sustancia favorita de Pazienza. “Entonces Andrea me hizo una broma espantosa: puso unas rayas de heroína diciéndome que era cocaína. Me puse malísimo: vomité, tuve fiebre, escalofríos, lo pasé fatal”. Una broma pesada que podría haber sido hecha perfectamente por Zanardi.
Ese paralelismo entre la vida y la obra de Pazienza hace que resulte sencillo rastrear cómo evolucionó la relación del dibujante con los tóxicos. Si en el principio la droga fue un elemento lúdico para aderezar salidas nocturnas o dar lugar a divertidas anécdotas con camellos que luego eran transformadas en aventuras de Pentothal o Zanardi, con el tiempo la cosa se fue haciendo cuesta arriba. Tanto, que el dibujante se vio en la necesidad de crear un nuevo heterónimo: Pompeo.
Un tema de sobra conocido
Tras Zanardi y Corre, Zanardi, la editorial logroñesa Fulgencio Pimentel continúa rescatando la obra de Andrea Pazienza para el público hispanoparlante. Esta vez le ha tocado el turno a Los últimos días de Pompeo, libro de 1987 que muchos consideran la obra maestra del ilustrador italiano, además de su testamento artístico pues, pocos meses después de su publicación, Pazienza falleció.
Estructurado como una novela gráfica, desde las primeras páginas Pazienza demostraba que algo había cambiado en su vida. Si los trabajos anteriores tenían un asombroso grado de detalle, Pompeo es un tebeo espontáneo, urgente, que en ocasiones parece estar más cerca de un boceto que de un arte final, sensación que se ve acentuada con el empleo por parte del autor de materiales cotidianos como las hojas cuadriculadas de libretas escolares.
Desde el punto de vista del personaje, Pompeo es más que nunca un alter ego de Pazienza. Un dibujante de éxito que conduce un Alfa Romeo 33, reside en un coqueto apartamento en el que no quedaría mal una armadura original de samurái que se está planteando comprar y al que cada cierto tiempo acude a limpiar una asistenta. Es en esa vivienda moderna y acomodada en la que, nada más comenzar la historia, Pompeo recibe a un camello que le lleva nada menos que cinco gramos de heroína. Una cantidad considerable que el protagonista disfruta con sus particulares rituales, pero que apenas le dura para dos punciones. Ahí comienza el problema.
A lo largo del libro y mientras Pompeo intenta proveerse de más droga, Pazienza firma todo un tratado sobre lo que supone la dependencia de la heroína intravenosa en un contexto de prohibición de la sustancia que solo permite su obtención en el mercado negro, sin controles sanitarios y sin poder determinar la pureza de la misma: mezclas, disoluciones, inyecciones dobles, medicamentos sustitutivos para evitar la abstinencia y los distintos tipos de adictos, desde aquellos sobrados de dinero e ingenio, a esos a los que su falta de recursos e iniciativa les obligan a pasar el día esperando a que aparezca el único camello que acepta seguir surtiéndoles. Asimismo, aborda los cambios de carácter provocados por el abuso de la droga y su adicción, tanto la ansiedad debida a la falta de heroína, como la imposibilidad de controlar sus efectos debido a esa fluctuación en la calidad, que le provocan cuadros de apatía, depresión y culpa. En definitiva, temas todos ellos bien conocidos por Pazienza.
De la estadística al mito
Durante las décadas de los 70 y 80, el consumo de heroína suponía uno de los principales problemas de salud pública en Italia. Según informes de la OCDE, el número de usuarios se había multiplicado en un 500% durante el periodo comprendido entre 1967 y 1977, lo que hacía que el país transalpino fuera, junto con España, Reino Unido, Holanda y Francia, uno de los cinco países europeos con más consumidores habituales. Según esos datos, a principios de los 80, alrededor de uno de cada 500 italianos era adicto a dicha sustancia. Si se tiene en cuenta que, por entonces, la población del país era ligeramente superior a los 56 millones de habitantes, más de 112.000 ciudadanos italianos, pertenecientes a todas las clases sociales, estaban enganchados a la heroína. En 1989 esa cifra alcanzaría las 350.000 personas.
Además, Italia contaba con la particularidad de que, no solo era país de paso de la sustancia por su cercanía con Libia y Turquía, sino que era uno de los pocos países productores europeos –al menos en lo que se refiere al procesado de la droga, no al cultivo de la adormidera–, gracias a los laboratorios que operaban en la zona de Sicilia y que estaban controlados por las familias mafiosas locales.
En ese contexto no era extraño encontrar con frecuencia noticias como la que el miércoles 28 de septiembre de 1988 publicaba el diario La Vanguardia en su sección de sociedad con el titular “Droga muy pura, baja tolerancia y edad avanzada explican las últimas muertes”. En ella se daba cuenta de un fenómeno que se estaba produciendo en toda Europa desde principios de ese año: el alarmante aumento de las asistencias médicas por sobredosis y, en muchos casos, la muerte de los heroinómanos. Según el periódico catalán, el hecho afectaba a España pero también a Italia: “el Ministerio del Interior italiano ha lanzado un grito de alarma ante los preocupantes datos que indican que 1988 puede convertirse en el año más negro en la historia en número de muertos a causa de la droga, principalmente por la heroína. Desde el primero de enero hasta el pasado 18 de septiembre han muerto en Italia a causa de la droga 500 personas, con una edad media de 20 años. Las autoridades creen que este año se superará el triste récord de 1987, que fue de 530 fallecidos”.
Uno de esos muertos contabilizados en 1988 fue Andrea Pazienza. “Recuerdo exactamente el día y la hora en la que Betta, su novia de toda la vida, me llamó para decirme tan solo ‘Andrea ha muerto’”, recordaba Igort. “Para mí fue como perder la inocencia. Me di cuenta de que hasta entonces no había entendido nada. En los años que vivíamos en Bolonia había intentado suicidarme varias veces, perseguí la muerte y estaba convencido de que llegaría. Era un juego: todo era parte de un gran juego de locura, inconsciencia, teatralidad, cultura. Pero luego perdí seres queridos y todo cambió”. Una reflexión que funciona como un resumen bastante fiel de lo que es Los últimos días de Pompeo y lo que fueron los últimos días de Andrea Pazienza.