En España tenemos un puchero con todos los elementos necesarios para ser una referencia en materia de drogas. Por un lado, contamos con la despenalización de la adquisición y consumo en el ámbito privado de sustancias estupefacientes, una situación excepcional en comparación con la inmensa mayoría de los países, pese a que las políticas aplicadas de seguridad pública y ciudadana referidas a la relación de la sociedad con las drogas se rigen por principios prohibicionistas y son extremadamente punitivas, criminalizadoras, racistas, paternalistas y muy poco socioeducativas en relación con la salud y los derechos de las personas.
Por otro lado, contamos con servicios y programas de reducción de riesgos y daños pioneros a nivel mundial (véase mapa: https://imgur.com/9pKNuJO); poseemos un capital social increíble en el que técnicas, profesionales de la salud y personas usuarias trabajan generando una sinergia en la que transforman el paradigma habitual, poniendo la salud de las personas, y no sus consumos, en el foco de la política de drogas; contamos con múltiples experiencias en salas de consumo, y somos los que acuñamos el modelo de asociaciones cannábicas o clubes sociales de cannabis, y por último, y como consecuencia de lo anterior, cada vez tenemos más evidencia de que las praxis basadas en la abstinencia, el castigo y el estigma no funcionan y hay que transitar hacia un tipo de intervención en la que la droga pasa a un segundo plano, siendo la salud y el bienestar de la persona el centro de la cuestión.
Somos una sociedad dinámica que evoluciona, que se construye y deconstruye sin parar, generando unas necesidades a ritmo frenético ante las cuales la máquina institucional no tiene suficiente potencia ni capacidad para darles respuesta.
Clubes sociales de cannabis
Es en el marco de esa reconstrucción donde los movimientos prorregulación de base han sabido encontrar un mecanismo a través del cual podemos acceder a cannabis de calidad, en un entorno de confort y seguridad entre iguales que permite estar al margen de esos canales ilícitos de acceso a la sustancia y aporta mucha más seguridad a las personas, normalizando su condición de usuarias y dejando de lado el estigma y las etiquetas que se suponen cuando una imagina a un consumidor de cannabis.
Esta alternativa son los clubes sociales de cannabis (de ahora en adelante CSC): un modelo que encaja en los márgenes de flexibilidad que tienen los países en su aplicación de la Convención Única de Estupefacientes. Porque, como estamos viendo en el caso de países como Uruguay o ahora Malta y en breve Alemania, los diferentes gobiernos pueden desarrollar otro tipo de políticas alternativas a la prohibición, con medidas como descriminalización de la posesión, adquisición y cultivo para uso personal; servicios de reducción de daños, incluidas las salas de consumo de drogas, que pueden funcionar legítimamente en el marco del sistema de tratados de control de drogas; apoyo sociosanitario en lugar de castigos a las personas involucradas en delitos menores de drogas relacionados con el uso personal o las necesidades socioeconómicas.
Los CSC refuerzan el sentido de comunidad, de pertenecer a una causa que da sentido a esa transformación de la sociedad. Pese al amplio modelo de asociaciones y CSC que encontramos a lo largo de la geografía peninsular, todas en menor o mayor medida cumplen con unas características más o menos homogéneas. Sea como fuere, cada una con su personalidad, que existan estas entidades supone sin duda un beneficio para las personas usuarias. Y que tengan tan amplio rango de formas de trabajar es achacable a un evidente descontrol que supone la no regulación de una realidad existente, pero no empeña la eficacia que demuestra el modelo a la hora de llegar a un público objetivo en materia de consumo de cannabis con el que poder interaccionar de una manera tan directa.
"Estos espacios son necesarios porque favorecen las redes y las relaciones, ayudan a sacar de la sombra los consumos, permiten que la persona se sienta más persona y menos criminal, y que, en referencia a su consumo o a la calidad del producto, se plantee cuestiones que hasta ahora a lo mejor no se había planteado"
Según el estudio "Revisiting the Birthplace of the Cannabis Social Club Model and the Role Played by Cannabis Social Club Federations” (Laurent Jansseune, Mafalda Pardal y Òscar Parès), entre las diferencias de funcionamiento de los CSC podemos encontrar que el personal puede trabajar como voluntario o con contrato; que la asociación tenga una mera voluntad de distribuir cannabis o un carácter más activista; que el modelo sea con o sin ánimo de lucro, con más visibilidad pública o más underground (por ejemplo, que no tenga redes sociales o que sea reacio a visibilizarse de manera pública en eventos).
Podríamos también clasificarlos por su medida –pequeño, mediano, grande– o por el tipo de organización, encontrando que existen casos de personas que son propietarias de varios o incluso grandes marcas conocidas que tienen su CSC, o bien tratarse de un CSC individual, que no tiene nada que ver con marcas u otros locales. La tipología de personas socias nos muestra tres posibilidades: que sean todas usuarias recreativas o todas terapéuticas, o quizás una mezcla de ambas.
La cadena de producción del cannabis también es una característica clave de estos lugares: pueden o bien producir cannabis y derivados de manera propia, bien comprarlo en mercados ilícitos (que, paradójicamente, es más seguro que cultivar) o una combinación de ambos. Como último rasgo caracterizador observamos el tipo de participación de los miembros, es decir, si se generan espacios de participación (asambleas y toma de decisiones en común) o si la condición de las personas socias es de meras clientas.
Como podemos observar, el abanico de cualidades atribuibles es muy amplio, pero hay una cuestión inherente al modelo sobre la que no hay duda: los CSC son agentes de reducción de riesgos por el simple hecho de existir, y que esto se aplique en mayor o menor medida tan solo depende de la voluntad política de regular estos espacios.
Algunas fechas de una historia que continúa
Hasta principios de la década del 2010 los CSC no empezaron a proliferar y, pese a que el fenómeno en la actualidad se ha extendido muchísimo por toda la Península, no siempre es fácil acceder a ellos o tener uno cerca; si estás en Cataluña, Madrid o Canarias será más sencillo.
Según el informe de presentación de los resultados de la encuesta EDADES 2019/20, de las personas que han consumido cannabis en los últimos treinta días, un 14,6% de hombres y un 16,2% de mujeres accedieron a través de CSC. Y, según datos de las diferentes entidades representantes del movimiento, podríamos estar hablando de casi mil quinientos establecimientos de estas características en toda España.
Hasta la aparición de estos locales, el consumo de cannabis estaba mucho más vinculado a círculos cerrados de personas consumidoras, mucho menos visible. Cuando algo no es visible, no preocupa, al no ser evidente y perceptible para las personas que no lo consumen. Y es por ello por lo que una de las claves de por qué estos espacios son tan necesarios es porque favorecen las redes y las relaciones, ayudan a sacar de la sombra los consumos, permiten que la persona se sienta más persona y menos criminal, que en referencia a su consumo o a la calidad del producto se plantee dudas y cuestiones que hasta ahora a lo mejor no se había planteado.
Ya hemos mencionado la oportunidad que supone el modelo de acceso al cannabis acuñado aquí –las asociaciones de personas usuarias–, un modelo que ha sido diseñado por las propias personas usuarias, que responde a las necesidades reales de estas y que se materializó con el objetivo de acceder a una sustancia al margen de los mercados ilícitos, es decir, porque las personas querían conocer el origen de lo que consumían, un acto de responsabilidad social donde los haya y, pese a ello, un acto castigado y perseguido.
Hasta el periodo de 2013-15, las asociaciones gozaban de un marco de inseguridad jurídica más o menos estable: aunque sufrían intervenciones de cultivos y de sedes, por norma general, las audiencias provinciales las solían absolver de cargos (normalmente, delitos contra la salud pública), ya que el cultivo compartido se entendía como una prolongación de la doctrina de consumo compartido.
En el 2013, la Fiscalía General del Estado emite una instrucción (Instrucción 2/2013 “Sobre algunas cuestiones relativas a asociaciones promotoras del consumo de cannabis”) por la que todos los estatutos de estas entidades debían ser revisados por los diferentes registros (tanto nacional como autonómico). Es decir, todos los estatutos que entraran en registro deberán ser revisados, pudiendo suponer, ya solo en el trámite de inscripción, que las personas que deciden organizarse para este fin se vean inmersas en un proceso judicial en nombre de la defensa de la salud pública.
En el 2018 se sienta jurisprudencia en esta materia después de darse la circunstancia de que tres entidades de estas características (EBERS, Three Monkeys y PANNAGH) llegan a instancias judiciales superiores y, contra todo pronóstico, lo que sentencia el alto tribunal liquida la viabilidad legal de los CSC en el actual marco de políticas en materia de drogas del Estado, considerando que estas asociaciones favorecen el delito contra la salud pública tipificado en el artículo 368 del Código penal y suponen asociación ilícita tipificada en el artículo 515.1 del mismo Código, u organización o grupo criminal, artículo 570 bis y ter del Código penal.
Además, se consideran nulas las leyes autonómicas que autoricen este tipo de asociaciones, así como la legalidad de las asociaciones dentro de este marco, dejando constancia que, en cualquier caso, no es competencia de los tribunales establecer los límites de un funcionamiento correcto de estas entidades, sino que el Poder Legislativo tiene la responsabilidad de revisar este tipo de cuestiones, ya que responden a una demanda social que requiere de orden. Es decir, si un grupo de personas decide organizarse para acceder a cannabis de calidad, evitando canales ilícitos (con muchos más riesgos asociados que cualquier otra vía de acceso), son perseguidos, investigados y castigados con penas que pueden llegar a sumar, en el peor de los casos, hasta catorce años de prisión.
El cierre de estos espacios, además, conlleva un aspecto que agrava enormemente la situación de todos sus miembros, que se quedan sin canal de acceso, lo que implica que irán a otros lugares no controlados y desconocidos a abastecerse, por lo que en realidad agrava el daño a ese bien a proteger que es la salud de las personas.
¿No sería más sencillo ordenar y regular?
"Las asociaciones no son la panacea ni la solución absoluta al problema mundial del consumo y tráfico de drogas, pero sí son un punto de partida en favor de un cambio de paradigma en relación con las sustancias"
Hay muchos retos por superar: el primero es dotar de un claro marco de legalidad a las personas consumidoras y cultivadoras; en segundo lugar, aprender a valorar el conocimiento adquirido y poner en valor el modelo de CSC como mecanismo de autorregulación ante la inacción política y, en tercer lugar, sacar el máximo rendimiento de este modelo.
Las asociaciones no son la panacea ni la solución absoluta al problema mundial del consumo y tráfico de drogas, pero sí son un punto de partida en favor de un cambio de paradigma en relación con las sustancias. Son muchos los países que replican o estudian la implementación de este sistema de acceso al cannabis: Uruguay, Malta, Países Bajos, Alemania, entre otros.
Los CSC son un modelo de control y acceso al cannabis bajo demanda, de proximidad, que permite una intervención directa con la persona usuaria, controles de calidad e implementación de programas de prevención específicos en la población de dieciocho a veintiún años. Los CSC favorecen que los colectivos más vulnerables puedan tener un espacio de integración social real, un espacio que, por su elemento común –el consumo de cannabis–, no discrimina a las personas por su condición de usuarias.
Si miramos el cannabis como una cuestión de salud pública, debería ser una prioridad para toda la sociedad empezar a transitar el camino hacia la regulación con estos espacios, que tan solo suponen beneficios en el momento en el que se controlan. Y si miramos el cannabis como una cuestión de derechos de las personas usuarias, debería ser una doble prioridad empezar a normalizar la relación de nuestra sociedad con las drogas para que no existan categorías de calidad ciudadana.
El reto que supone la regulación de los diferentes usos del cannabis no será mayor al beneficio que supondrá su logro para el conjunto de la sociedad. ¿Regulamos?