Durante el sexto año de la última dictadura cívico, militar y eclesiástica de Argentina, en 1982, el Gobierno de facto tenía una profunda crisis. Desde el Golpe de Estado, la inflación acumulada era del 9.092,9 %, el endeudamiento en moneda extranjera aumentó de 7.800 a 45.000 millones de dólares y tanto la pobreza como el desempleo no frenaban su crecimiento. Los militares pretendían mantenerse en el poder y tomaron una decisión acorde a su desesperación.
En marzo, 41 infantes marinos argentinos se infiltraron en un barco de la Compañía Georgias del Sur que arribó a las Malvinas, unas islas ubicadas en el fondo del Atlántico Sur y que pertenecen a la plataforma marítima de Argentina, pero que es un territorio ocupado por Gran Bretaña desde 1833. Los anfibios sudamericanos tomaron posesión del lugar e izaron una bandera celeste y blanca. Días más tarde, la Junta Militar ordenó el desembarco en Malvinas para recuperar su dominio y el apoyo popular que tanto necesitaba un gobierno en decadencia.
–Si quieren venir, ¡que vengan! ¡Les presentaremos batalla! –Agitó el presidente de facto, Leopoldo Galtieri, desde el balcón de la Casa de Gobierno frente a una multitud que volvía a llenar la Plaza de Mayo con banderas argentinas luego de años de persecución política. La respuesta fue un grito de guerra unánime; un festejo similar al de la Copa del Mundo obtenida cuatro años antes.
–¡Argentina! ¡Argentina! –Vitoreó la gente enfervorecida con el canto típico posterior a un gol. Así, el 2 de abril de 1982 comenzó la Guerra de Malvinas entre una nación empobrecida que nunca había tenido un conflicto bélico y una de las potencias militares más importantes de la historia. La dictadura creía que Margaret Thatcher no se molestaría por una colonia lejana y que una rápida victoria militar sobre los ingleses los perpetuaría en el poder. No pasó ni una cosa ni la otra. La carrera militar duró tanto como un delirio etílico y las consecuencias fueron una catástrofe.
El Gobierno de facto argentino envió a poco más de 23 mil combatientes. La gran mayoría eran jóvenes inexpertos. Según estudios oficiales, el 51 % de ellos estaban realizando el Servicio Militar Obligatorio en el momento que estalló el conflicto y fueron enviados a un territorio inhóspito y gélido. El 70% de los 649 argentinos que murieron en la guerra tenían menos de 25 años. Por el lado británico, apenas hubo unas 255 bajas. En solo diez semanas, los ingleses cerraron el asunto y las Malvinas continuaron llamándose oficialmente Falkland.
“Malvinas deja marcas: los compañeros, el frío y el hambre. Pero el cannabis es un placer para mí, más allá de la ayuda que me da para dormir”, dice Antonio Marcilese, excombatiente argentino
Sin embargo, las muertes continuaron durante muchos años después del fin de la guerra. Al día de hoy, ya se han suicidado unos 454 argentinos que han pasado por Malvinas. Significa una cifra muy cercana al total de caídos en las batallas. Según cuentan los excombatientes, la razón principal de esta decisión drástica se debe al estrés postraumático causado por haber participado en un suceso horroroso como una guerra. Se trataba de jóvenes que acababan de salir de la escuela y se vieron obligados a vivir en pozos de barro a temperaturas bajo cero sin equipamiento apropiado, con hambre constante y teniendo que disparar armas que no sabían disparar mientras caían bombas que descuartizaban a sus amigos frente a sus ojos. Algunos sufrieron secuelas físicas que siguen padeciendo. Pero todos los sobrevivientes cargan una mochila de penas que los acompaña. Los sueños y alegrías de la juventud también quedaron enterrados en Malvinas.
Pero el suicidio por el estrés postraumático causado por haber atravesado una guerra no es propio de los excombatientes argentinos. También sucede en los cuerpos del ejército más poderoso del planeta. Según un estudio de la Universidad de Brown, unos 30 mil soldados estadounidenses se quitaron la vida entre los años 2001 y 2021. Incluso, los investigadores aseguran que la cifra sería superior ya que no se tuvieron en cuenta a los miembros de la reserva o Guardia Nacional que solo son empleados en situaciones de emergencia, como el asalto al Capitolio sucedido hace dos años y medio. Para tomar dimensión de la cifra, representa más de cuatro veces la cantidad de combatientes que murieron en combates sucedidos en las últimas dos décadas: 30.000 suicidas estimados frente a los 7057 soldados estadounidenses que murieron en las guerras de Irak, Afganistán y otras intervenciones militares en países como Somalia.
Tanto los argentinos, como estadounidenses –y tantos otros excombatientes– comparten un fenómeno que cargan en sus cerebros, pero lo sienten en todo el cuerpo: el estrés postraumático causado por haber atravesado un conflicto bélico. Desde el extremo sur, hasta la punta norte de América, ellos encontraron un aliado impensado para superar los males de la guerra: el cannabis. Algunos cultivan en sus casas y otros han fundado compañías en las que ofrecen diferentes productos derivados de la planta. Todos tienen el mismo objetivo: compartir un porro para sentirse mejor.
¿Qué es el estrés postraumático?
“El estrés postraumático es un cuadro de ansiedad que se desarrolla como consecuencia de hechos que han puesto en peligro la integridad física y psicológica de la persona. En el caso de los excombatientes, desarrollan comportamientos como un estado de hipervigilancia continua y hace que las personas estén en falla, tienen un trastorno social. El asunto puede amplificarse y tiene una comorbilidad con la depresión”, explica José Carlos Buoso, psicólogo y doctor en farmacología y Director Científico de la Fundación Centro Internacional de Educación, Investigación y Servicio Etnobotánico (ICEERS, por sus siglas en inglés). Este especialista que ha realizado estudios sobre los beneficios potenciales de las plantas psicoactivas, principalmente el cannabis, la ayahuasca y la ibogaína, resume que es “una situación normal a una situación anormal. Como núcleo central es una fobia al miedo de experimentar o enfrentarse con los sentimientos de lo que ha ocurrido”.
En cuanto a cómo vive un excombatiente que sufre de estrés postraumático, Buoso dice que “estas personas están en alerta permanente. Un signo puede ser que estén pegados a la pared para tener un completo campo visual y no sentirse desprotegidos”. El psicólogo cuenta los síntomas a los que se suman “comportamientos compulsivos”, subrayando que “lo peor es la reexperimentación: pensamientos intrusivos que lo llevan una y otra vez a lo sucedido”.
El especialista dice que la experimentación de estas situaciones también afecta las relaciones sociales. “Hay una alta comorbilidad con la depresión. Las personas están más irritables y aisladas. Existe un sentimiento de culpa constante”, agrega.
“A unos puede ayudarlos y a otros no. A algunas personas el cannabis les produce ansiedad y los que tienen estrés postraumático pueden aumentar su ansiedad. No es algo que a todo el mundo le sirva”
Buoso cuenta que cuando se produce una situación de estrés, el cuerpo libera una hormona llamada cortisol que “termina dañando los órganos, incluidos las áreas cerebrales. Una situación de estrés permanente produce un desgaste”, dice el psicólogo sobre un cuadro que puede desencadenar un suicidio. De todos modos, aclara que “cada persona lo vive de una manera diferente. No hay normas ni patrones y cada caso responde de una forma diferente que va a depender de su severidad”, asegura.
“El estrés postraumático se puede tratar”, afirma Bouso, “las terapias psicológicas son bastante efectivas. En todo tratamiento se debe experimentar el suceso traumático y no todas las personas son capaces de afrontarlo. No se realiza de una forma sádica, sino con metodologías de relajación para que la persona cuente y se enfrente a lo ocurrido”, explica. Además, dice que, si bien no hay una medicación específica para estos casos, lo más utilizado son los antidepresivos. “Pero es muy pobre su eficacia”, asegura y, luego, agrega: “Se está estudiando clínicamente el uso de MDMA. Se espera que esté listo para 2024, pero tiene que ser acompañado con psicoterapia”.
Pero una sustancia que Buoso sí recomienda es el cannabis porque “puede ayudar por varias razones”. Detalla que “el estado alterado de consciencia que produce el cannabis permite librarse de pensamientos y situaciones cotidianas que tiene la persona. Alguien que está siempre en alerta, el cannabis le ayuda a distanciarse de los pensamientos intrusivos que atacan constantemente”.
Además, el psicólogo y autor de varios libros, entre ellos Cannabis medicinal: De la droga prohibida a solución terapéutica, agrega una segunda ventaja: “El cannabis tiene un efecto claro sobre la memoria: facilita el olvido o la eliminación de eventos traumáticos”, cuenta. Y, por último, hay un beneficio más que resulta clave para superar cualquier condición de salud: el humor. “También el estado de euforia y risa que genera el cannabis permite una relajación para distanciarse de esos pensamientos intrusivos”, sentencia.
Con todo lo dicho, Buoso reconoce que el uso de cannabis para el estrés postraumático no es una regla: “A unos puede ayudarlos y a otros no. A algunas personas el cannabis les produce ansiedad y los que tienen estrés postraumático pueden aumentar su ansiedad. No es algo que a todo el mundo le sirva”.
Si una persona sufre de estrés postraumático, lo primero que recomienda Buoso es que busque ayuda psicológica. “Cuanto antes lo haga, más rápido se podrá revertir”, sostiene. Luego, dice que “las terapias psicológicas funcionan muy bien y hay un asunto importante: la restauración”. Entonces, detalla que “el estrés postraumático no es una cosa individual, que le pasa solo a una persona. Influyen estructuras sociales en la respuesta personal. Los excombatientes sufren un estigma gigante, y existen muchos casos que no tienen ayuda del Estado y se sienten abandonados. Son culpados de perder la guerra. Esas condiciones no ayudan a la recuperación y lo único que hace es aumentar la traumatización”. Por eso, Buoso concluye recordando que también ayuda mucho “encontrarse con personas que atravesaron situaciones parecidas”, como los grupos de excombatientes.
Marines & growers
“Nuestra misión es salvar a los veteranos de elegir el suicidio o la adicción a opiáceos”, asegura Bryan Buckley, Director Ejecutivo de Helmand Valley Growers Company
Luego del atentado a las Torres Gemelas de 2001, en Nueva York, Estados Unidos le declaró la guerra a Afganistán. La administración del entonces presidente George W. Bush pretendía desmantelar la organización terrorista de Al Qaeda y derrocar al Gobierno de los talibanes, que habían sido aliados de los norteamericanos cuando la ocupación en el país asiático pretendía hacerla la Unión Soviética, entre 1979 y 1992. Estados Unidos envió todo su poder militar a Afganistán y mantuvo así el conflicto bélico más largo de su historia, hasta que finalmente terminó en 2021. Según la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos, hay 980 mil veteranos de la guerra de Afganistán, aunque la mitad de ellos también estuvo presente en batallas en Irak. Uno de ellos fue Bryan Buckley. Luego del 11/09, se alistó a la Marina y se convirtió en un Marine Raider en el Comando de Operaciones Especiales, uno de los grupos de batalla más famosos. Buckley pasó por Irak, diferentes países de África y, finalmente, Afganistán. Allí conoció a Matt Curran y Andy Miears, otros marines con los que formó algo más que camaradería.
La provincia afgana de Helmand fue escenario de algunas de las batallas más duras. Los talibanes realizaron una ofensiva militar y tomaron varias partes de la provincia. Los misiles caían como estrellas y los disparos provocaban un coro de silbidos incesable. En ese momento, Curran hablaba por teléfono satelital. “Estaba en una azotea y pude escuchar a mi hijo llorar por primera vez”, cuenta sobre el momento en que se enteró de su nacimiento, ocurrido unas horas antes. Tanto Curran, como Miears y Buclkey participaron un tiempo más en las batallas, hasta que se retiraron. Tenían que frenar el ritmo.
Al volver a sus hogares, creían que iban a tener paz. Pero no fue así. “Mi vida cotidiana era tener dolores de cabeza crónicos y migrañas. Simplemente pensé que los tenía, sin más. No me daba cuenta que tenía síntomas neurológicos asociados al estrés de los combates directos y los efectos de las explosiones. Me recetaron un botiquín lleno de pastillas”, cuenta Curran sobre los efectos del estrés postraumático que también sufrían varios de sus excompañeros.
Hasta que Buckley conoció algo que nunca antes había mirado con interés. “La primera vez que consumí cannabis fue la primera vez que dormí toda la noche. Fue increíble y sentí como si mi alma estuviera regresando a mi cuerpo. Sufro de hipervigilancia y, a veces, estoy en un estado elevado de evaluación de amenazas. El cannabis fue como una cálida manta para mi mente”, cuenta el ex marine que comprendió el poder medicinal de la planta y no dudó en comentárselo a los que sufrían lo mismo que él. Además, él notaba que sus ex compañeros de combate también estaban sumidos a la adicción de antidepresivos y opiáceos que les recetaban para calmar los dolores psicológicos y físicos, respectivamente.
Entonces, en 2016, Buckley, Curran y Miears fundaron una compañía para producir cannabis en la que comercializan vapeadores, rosin y pre-rolls, donde las ganancias sirven para financiar otra organización creada por ellos para realizar investigaciones científicas sobre el uso de cannabis medicinal para los veteranos de guerra. “Nuestra misión es salvar a los veteranos de elegir el suicidio o la adicción a los opiáceos”, asegura Buckley, actual Director Ejecutivo de Helmand Valley Growers Company (HVGC), que se encuentra en California y debe su nombre al territorio en el que se conocieron en Afganistán.
HVGC mantiene un cultivo en condiciones mixtas de interior y exterior con miles de plantas, donde el encargado de las operaciones es Miears. Ellos tienen seis genéticas distintas: dos índicas, dos sativas y un par de híbridas. Pero ellos destacan la Afghanimal porque es una buena cepa para el alivio del dolor, la relajación y el descanso. También trabajan la Purple Trainwreck, otra índica con aromas cítricos, pino y lavanda que “apacigua al usuario que tiene una experiencia cerebral estimulante anclada en la relajación física total”, detallan. Y además cultivan la sativa Sour Diesel, apropiada para los que necesitan calmar el estrés y buscan un estado mental eufórico.
Los productos que comercializa HVGC están disponibles en California y los demás estados norteamericanos que tienen una regulación sobre el cannabis. Las ganancias que obtienen por las ventas de vapes, rosin y pre-rolls son destinadas a Battle Brothers Foundation, una organización sin fines de lucro que, como ya se ha dicho, tiene como objetivo realizar estudios científicos sobre el uso de cannabis para tratar el estrés postraumático en los veteranos de guerra. El proyecto fue aprobado el año pasado por la Junta de Revisión Institucional (IRB) de los Estados Unidos, un paso administrativo clave para avanzar en las investigaciones médicas.
Según cuentan desde HVGC, el ensayo clínico para utilizar cannabis está en marcha con 60 veteranos residentes en California que padecen estrés postraumático moderado o grave. En el estudio también participan la compañía de estudios médicos Niamedic y la Universidad de California. Se espera que los primeros resultados se publiquen en los próximos meses.
Los pibes de Malvinas
“Malvinas deja marcas: los compañeros, el frío y el hambre. Pero el cannabis es placer para mí, más allá de la ayuda que me da para dormir”, dice Antonio Marcilese.
Es martes por la tarde y en La Plata, la ciudad más importante de la provincia de Buenos Aires, es una jornada normal, igual a todas las demás. Pero no es así para todos sus habitantes. Para un grupo de hombres de 60 años, es el día más importante de la semana, de cada semana. Ellos se reúnen religiosamente todos los martes en el Centro de ExCombatientes Isla Malvinas (CECIM), donde prenden un fuego para hacer un asado, llenan sus copas con vino y, por un rato, vuelven a reír como los niños que eran cuando los enviaron a la guerra.
¿Qué significa Malvinas?, pregunta Cáñamo en la reunión. Uno de ellos da una bocanada de humo y, tras un breve silencio, mira fijo. “Hay un antes y un después. A mí, Malvinas me quitó la inocencia”, dice Antonio Marcilese, quien se dedicó a armar puentes y colocar minas de explosión en las islas. Luego, toma la palabra Fabián Aguado, quien, además, padece glaucoma hace treinta años, otra condición de salud para la que ayuda el uso de cannabis. “En Malvinas quedaron nuestros compañeros, nuestros amigos y también parte de nosotros. Quedó lo que éramos y lo que muchos habíamos pensado ser”, asegura. “Perdí mi libertad. Mis peores pesadillas eran estar en mi casa y que me volvieran a citar. Soñaba que me ponía la ropa verde y salía a Malvinas. Es como una película de terror en la que pensas que escapaste del asesino, pero de repente te agarra del pie”, cuenta Guillermo Soldi.
Estos testimonios del horror que todavía viven los excombatientes se repiten. Pero hay otros a los que se suman dolores en el cuerpo, como el de Víctor Quiroga, a quien le detectaron un cáncer de pulmón hace ocho años. “Me dolía la espalda y un compañero de trabajo me compartió cannabis. En el momento me relajó, pero los dolores seguían. Así que me hice los estudios y me detectaron el cáncer. Pasaba 48 horas sin pegar un ojo por los dolores. Pero ahora, gracias al aceite, puedo dormir a la noche”, cuenta Quiroga, quien continúa en tratamiento para recuperarse.
De manera individual, cada uno de los excombatientes empezó a recibir consejos de amigos, familiares y compañeros del trabajo para que probaran cannabis para sentirse mejor. “En Uruguay, una vez me dijeron ¿por qué tantas pastillas? Probá con esto”, recuerda Marcilese sobre la primera vez que sostuvo un frasco de aceite. Él lo aceptó, se sintió mejor y abandonó el Clonagin, un medicamento derivado del opio.
Por su parte, Aguado sufría mareos y contracturas, “también fruto de la guerra”, dice. Él fumaba cannabis en su juventud, después de su paso por Malvinas. Pero lo abandonó, hasta hace ocho años atrás cuando su hija empezó a fabricarle aceite.
Al notar que el cannabis los ayudaba, empezaron a compartir sus experiencias con los otros excombatientes en las reuniones de los martes. Así empezaron a aconsejar el uso de cannabis al resto que también sufría males similares, porque, como dice Quiroga sobre el espacio de acompañamiento, “el CECIM es el mejor centro terapéutico. Es un encuentro con hermanos”. Aguado agrega que “podemos mirarnos y, sin hablar, entender qué le pasa al otro. Es algo que no te pasa con cualquiera. Hablamos temas que no tocamos con nadie”.
Poco a poco, entre ellos, se abrieron al uso de cannabis, tanto en aceite como en un liado. Lo conseguían gracias a alguno de sus hijos que les compartía parte de la cosecha. Hasta que uno de ellos decidió dar un paso más. Se trata de José Zarzozo, conocido como “Chiquito”, uno de los que más recomendaba el uso de la planta para sobrellevar los males de la guerra. “Es de esas personas que vino al mundo a enseñarnos y cuidarnos. Compartía y entregaba todo, desde lo material hasta lo espiritual”, dice Marcilese sobre su compañero, quien murió el año pasado a causa de un cáncer y es llorado y recordado cada martes. Chiquito fue el primero en ponerse a cultivar y, antes de morir, dejó un legado. Durante sus últimos días, germinó una semilla que nunca vio crecer. Pero su esposa, semanas más tarde, les entregó la planta a sus amigos. Ellos se dedicaron a regarla y cuidarla como si fuera el mismísimo Chiquito. Hasta que llegó el tiempo de la cosecha y el momento de catar las flores, en una ceremonia en la que su compañero estuvo presente en todo momento.
“Malvinas deja marcas: los compañeros, el frío y el hambre. Pero el cannabis es placer para mí, más allá de la ayuda que me da para dormir”, dice Marcilese.
“No volví a ser el mismo después de Malvinas. Queda la culpa por no haber hecho más por mis compañeros. Yo fumo en pipa. El cannabis sirve para bajar un cambio y llevar las cosas más relajado”, cuenta Aguado sobre su uso para sobrellevar el estrés postraumático, que lo comparte con su esposa y amigos.
“Hoy fumo esporádicamente, para mi es una ceremonia”, agrega Soldi. “La planta también me enseñó a hablar con mis hijas y nietas. Antes, cuando quería fumar, me iba solo al patio porque no quería molestarlas y era un tema para mí”, dice Quiroga.
Hoy, a poco más de cuatro décadas del hecho más horrible y traumático de su historia, estos excombatientes vuelven a celebrar cada día. Ríen, festejan y se abrazan como los adolescentes que eran cuando los mandaron a la guerra. Antes de encender el porro que comparten, lo levantan al cielo y le mandan un saludo a Chiquito. Aunque hay muchos de sus amigos que ya no se encuentran presentes en este plano físico, los que quedan aquí saben que la vida continúa. Y aprovechan bien cada instante. Cada día, el cannabis les devuelve una parte de la persona que quedó en Malvinas.