Granada, como todo lugar, evoca algo distinto a cada persona que la mira. Si me preguntan a mí, diré que es una ciudad plagada de rincones y luces bonitas como las granadas (el símbolo de la ciudad), una tierra fértil en historia, lugar de encuentro y mestizaje para tantas culturas y músicas, con barrios y cuevas que conocen el canto, que han visto evolucionar la forma y el sonido de la guitarra y el de los amplificadores y sintetizadores. Tenía ante mí una ciudad rica y diversa, pero tan solo tres días para pensarla, fotografiarla y escribirla. Con tantos recorridos posibles, solo un camino temporal bifurcado, un bucle de tiempo expandido con diversos porvenires y diversos tiempos paralelos, podría darme lo que yo necesitaba para escribir un encargo así.
La Alhambra, en cuerpo psiquedélico
La mejor apuesta, me dije, es la carta más alta de la ciudad: la Alhambra, la joya árabe que, elevada sobre la colina de Al-Sabika, domina la ciudad frente a frente con el barrio del Albaicín y el Sacromonte. En la ciudad, solo Sierra Nevada como imponente fondo monumental de la naturaleza puede competir contra la Alhambra por la atención del visitante. Pensé en recorrer los varios palacios repletos de verde y agua para describir sus salas, salones, alcobas y patios antes habitados por reyes y recubiertos de mosaicos coloridos que exprimen la matemática de la repetición: figuras geométricas desplazadas en múltiples direcciones y conectadas entre sí para representar la unidad del todo. Unas bocanadas de marihuana conducirían la experiencia un paso más allá, o un paso más acá, y enmarcarían un recorrido sustancioso para los lectores de la revista.
Pero, y si ese fuese un camino equivocado –recapacité–, una apuesta insuficiente que arruinaría el resultado. La labor quizá requería desplegar un plan viejo y largamente rumiado para reportear bajo la influencia de una sustancia psicodélica mayor. Una dosis baja de LSD o psilocibina capaz de despertar una mayor sensibilidad para con el entorno, suficiente para recoger una mayor cantidad de información de la que los sentidos son capaces de percibir en un estado no modificado de consciencia. La idea abría nuevos senderos que implicaban mayores riesgos: ¿qué pasaría si el recorrido psicodélico por la Alhambra desembocaba en una experiencia agobiante?, ¿estaba sobreestimando mis capacidades como viajero psiquedélico?
Como el pensamiento es mucho y lo racional solo una pequeña parte, decidí que el camino más adecuado sería entrar por las puertas de la Alhambra subido en un psicodélico, sí, pero con una dosis que me permitiera responder a las palabras que otros humanos tuvieran por bien dirigirme. Tomaría aquel sendero de entre todos los que se me habían presentado y dejaría caer mis sentidos sobre la tierra amarillenta y los suelos que cubren la ciudad de la Alhambra para contemplar, bajo el influjo de la psilocibina, sus torres y fuentes, los misteriosos doce leones y los versos y proclamas en árabe minuciosamente inscritos sobre las paredes de madera, yeso y piedra. Las luces, colándose por los huecos de las vidrieras ahora vacías, y las ventanas soleadas mirando a los patios repletos de agua, elevarían la psilocibina y la idea del texto hacia una experiencia satisfactoria que podía encajar en la revista.
Pensando en ello, antes de salir de casa, decidí fumarme un porro para madurar mi decisión. En mi mente, las imágenes del monumento más visitado de España se enredaron con la voluta de humo y tuve una visión premonitoria. Me vi a mí mismo tropezando con otro visitante en una de las salas en pleno viaje psiquedélico. Mi candidez tembló, sentí como las altas bóvedas se tornaban cernientes y los relieves cóncavos con estrellas de ocho puntas se volvían zarzas con espinas y largas estalactitas despertando mis miedos olvidados en el subconsciente. La unidad del todo se atropelló sobre mí sin filtros ni esperas, y supe que no era aquél el camino que debía tomar.
El camino de la ortodoxia y el pionono
"Como el pensamiento es mucho y lo racional solo una pequeña parte, decidí que el camino más adecuado sería entrar por las puertas de la Alhambra subido en un psicodélico"
La mejor apuesta, me dije con sensación de paramnesia, es sin duda realizar un abordaje clásico de texto periodístico, no acometer fantasías de reportero alucinado y buscar una de esas personas que pueden sentir la pulsión diaria de una ciudad. Por ejemplo, un taxista. Escogí el porvenir de un viaje en taxi como excusa para escuchar de una boca autóctona los secretos de la localidad y preguntar por la estrecha relación que mantiene la ciudad con el cannabis.
Granada es la provincia que más plantas de marihuana cultiva de toda España (en ella crecieron el 12,3% de todas las plantas incautadas en el 2020), y por ello no es raro respirar el humo de la planta paseando por la capital. Mi taxista sabía que es en los barrios del distrito Norte donde se concentra la gran mayoría de cultivos ilegales de marihuana de la ciudad. Los cultivos enganchados ilegalmente a la red eléctrica son un secreto a voces en esos barrios y contribuyen a los frecuentes cortes de luz en la zona, provocados por el deterioro y el poco mantenimiento de la instalación eléctrica de Endesa. Los vecinos llevan años manifestándose, piden el cese del contrato con Endesa y denuncian cortes de hasta cuarenta y ocho horas de duración que ponen en riesgo la salud de los más frágiles, especialmente en los meses fríos, cuando la temperatura de la ciudad baja por debajo de los cero grados. Mientras, Endesa evita responsabilizarse de los fallos en el suministro y utiliza la realidad de los cultivos para descargar toda culpa sobre la mala calidad de la red eléctrica.
Más allá de la capital, la marihuana también crece en las montañas y localidades de toda la provincia, y la enorme cantidad de plantas cultivadas se nota en el precio de venta al público. En Granada, el precio estándar del gramo son tres euros, pero con algo de esmero puede comprarse por menos de tres, y con un poco más de tino, por menos de dos euros. En la época de la cosecha he llegado a conseguir, con suerte y contactos, buena marihuana cultivada en exterior a un euro el gramo, lo que probablemente sea el precio más barato de toda Europa. Es tal la cantidad de marihuana que se produce en Granada, que hay gentes –pocas y bien informadas– que acuden a los alrededores de zonas con cultivos ilegales para recoger los restos de las plantaciones que se desechan a la basura en el proceso de corte y manicurado. De igual manera que ocurre con los supermercados, los productores de marihuana se deshacen de grandes cantidades de género prescindible para su volumen de producción (lo que incluye pequeños cogollos en buenas condiciones), que son reciclados por otros a un precio cero.
Acabado el recorrido en taxi, llegó el momento de estirar los músculos de las piernas y prepararme para explotar la energía de cuádriceps, glúteos, isquios y gemelos, pues las mejores vistas y los rincones más bonitos se encuentran en las alturas del barrio del Albaicín, vetado a los coches y repleto de empinadas cuestas. El Albaicín se despliega como un laberinto de senderos que se bifurcan, y en sus caminos ascendentes y descendentes se hallan decenas de lugares escondidos solo alcanzables por el azar; y con ellos centenares de porros posibles para consumir contemplando la ciudad. “Si pudiera recorrer todos esos caminos y disfrutar todos esos porros en un mismo tiempo cada uno en un mirador o plaza distinta…”, pensé. Para lograr la vista más elevada ascendí por el Sacromonte atravesando la montaña y las cuevas de las que emanan sonidos flamencos y drum & bass hasta llegar a la ermita de San Miguel, el mirador más alto de la ciudad. Lo hice para capturar unas fotos y, cuando apunté a la Alhambra con el teleobjetivo y miré a través de él, creí verme al otro lado, deambulando por sus murallas abstraído o quizá alucinado.
Mi consejo es el siguiente: se vapee o se fume el cannabis, una vez deleitados por la contemplación o la conversación, lo mejor que se puede hacer es olvidar los espejismos de la mente e ir a buscar alguno de los variados placeres gastronómicos que ofrece la ciudad. Si apetecen los sabores dulces, hay cafeterías y confiterías con la más variada oferta para hincharse o degustar pasteles y confituras, algunos de ellos de origen local, como el pionono: un cilindro de bizcocho borracho de azúcar y relleno de crema con una parte tostada en la cima. Si se está indeciso, la ciudad también brinda sabores mixtos como las pastelas de origen marroquí, que mezclan dulce y salado envolviendo pollo, almendras, cebolla y perejil con una masa de hojaldre. Pero, si lo que se buscan son comidas saladas, nada mejor que dedicarse a los muchos bares de la ciudad y pedir cervezas, mostos, refrescos o agua y comprobar cómo el camarero vuelve después de dejar la bebida para traer una inesperada tapa. En Granada, las tapas son inigualables, no por su calidad superior, sino porque se sirven gratis: carne en salsa, croquetas, pescaíto frito, jamón asado o, según el sitio, bocados vegetarianos se sirven sin preguntar –con más o menos generosidad– en multitud de sitios que no alcanzaría a visitar ni desdoblando el tiempo.
Una vez con el estómago lleno, si uno quiere mover el cuerpo o alargarse con la plática, nada mejor que buscar alguna de las discotecas, bares, pubs o tablaos, con música en directo o pinchada, para estirar la noche con conversaciones o bailes regados con la euforia de la ebriedad musical, etílica o de cualquier otro excitante. Aunque era viernes y la noche prometía, yo me privé de cualquier plan que no fuera descansar y redactar el reportaje. De vuelta a casa, anduve cavilando si había tomado una decisión excesivamente sobria y convencional para hablar de Granada.
Granada bajo tierra
"En la época de la cosecha he llegado a conseguir, con suerte y contactos, buena marihuana cultivada en exterior a un euro el gramo, lo que probablemente sea el precio más barato de toda Europa"
Ya tenía redactado el grueso del reportaje cuando me dije que quizás la mejor apuesta habría sido relatar la Granada más underground que queda a mi alcance: la vida que habita literalmente bajo tierra, en hogares excavados dentro de las elevaciones montañosas de la ciudad: las cuevas. Las hay que están reformadas con todas las comodidades de una casa urbana –y varias preparadas para los turistas–, pero la mayoría son hogares modestos con encanto. Las habitan por gusto o por necesidad gentes de edades y ocupaciones diversas, algunas por meses y otras durante décadas. Muchas de ellas han sido ocupadas estando vacías o se han pasado de una persona a otra, con o sin permiso de la propiedad del terreno, y sobre algunas pesan amenazas de desahucio. “Probablemente haya más de una persona ideando estrategias para sacar rédito económico de esas zonas humildes, echando a sus habitantes para especular con esos terrenos de vistas privilegiadas”, pensé mientras subía por alguno de los muchos senderos montañosos que llevan a las cuevas decidido a ampliar el reportaje.
Mi plan era pasar la tarde del sábado allí, con amigos y conocidos, para empaparme del ritmo y el ambiente. Pero mi plan se truncó pronto. Había llegado información de que esa noche se celebraría una rave en las proximidades de la ciudad. En condiciones normales hubiese rechazado la propuesta (sin preparación y sin vehículo propio para protegerme del frío, descansar y volver a casa llegado el momento), pero decidí acudir en beneficio de este reportaje: ¿qué hay más underground y psicoactivo que una rave? Antes de salir pasamos por una casa okupa para recoger algo de comida reciclada y una paellera de grandes dimensiones con la que el conductor que iba a llevarme pensaba acometer un arroz. Las paredes de la casa, repletas de dibujos dignos de especulación en el mercado del arte, también contenían frases inspiradas: “Señor, si tú quieres que te rece, multiplícame la droga no los panes y los peces”.
Recorrimos la media hora que nos separaba de la rave perdiéndonos un par de veces y temiendo por los bajos de la furgoneta, algo normal para un evento que se celebra alejado de las zonas habitadas y las fuerzas del orden. Una rave es un asombroso ejercicio de autogestión horizontal en los lindes de la legalidad, en favor de la fiesta y la comunión bajo la música y las sustancias psicoactivas. En Granada se organizan desde los años noventa, y actualmente suele haber una cada dos o tres semanas, incluidos los meses de invierno, como era el caso.
Por supuesto, cuando llegamos hacía un frío del copón, pero no parecía importarle a nadie que estuviera bailando junto a las torres de altavoces de cuatro metros al ritmo de músicas raveras con muchas pulsaciones por minuto. Había un bidón metálico del que salían llamas para los que sentían el frío y alguna hoguera situada en los caminos hacia los aparcamientos y zonas de esparcimiento improvisadas, llenas de furgonetas y camiones transformados en hogares. En la oscuridad del campo solo podían verse las figuras abrigadas –unas cincuenta– moviéndose al ritmo de la música, las proyecciones de luces, una carpa de mezclas de la que salían láseres de colores y una barra con bebidas para pagar una multa del colectivo organizador. Debido a un despiste momentáneo de las figuras danzantes estuve –por qué no decirlo– solo y perdido de mis amigos hasta el amanecer. Durante varias horas todos los senderos posibles me parecieron conducir al frío y la oscuridad, y las primeras luces descubrieron el suelo cubierto de hielo.
Con el ascenso del sol surgieron nuevas caras y pareció que los vehículos se hubieran multiplicado de todas las personas que habían ido llegando durante la noche. Pasadas las primeras horas de confusa transición, el día trajo color y un ánimo más lúdico y festivo a la rave. Por primera vez se podían ver los atuendos de los congregantes: por un lado, combinaciones de negro con negro y capucha, y por otro, prendas de fantasía: mallas de guepardo, tutús, sombreros, pelucas de colores y prendas brillantes. Aunque la mayoría de los asistentes eran jóvenes, también había personas que superaban el medio siglo y alguna sexagenaria. La música, por supuesto, no paró en ningún momento.
"El ambiente era estupendo, el de un pícnic dominguero en el campo con más música electrónica de la que uno puede imaginar y con más droga que comida: speed, MDMA, MDA, ketamina, LSD, opio, alcohol, tabaco y cannabis"
Cuando mi cuerpo reclamó el regreso a casa, con el sol ya en lo alto, el conductor con el que había llegado y con el que confiaba volver más pronto que tarde se comió un cartón y medio de LSD. Ya era mediodía del domingo y allí nadie había dormido ni parecía que tuviera intención de hacerlo. Se estaba montando un segundo muro de grandes altavoces con una cabina de pinchadiscos para vinilos, la gente iba y venía, conversaba, reía, hacía mohines, bailaba, bebía y fumaba. La rave se multiplicaba en múltiples direcciones con gente haciendo malabares y otros estirados entre los árboles. El ambiente era estupendo, el de un pícnic dominguero en el campo con más música electrónica de la que uno puede imaginar (también sonaban los equipos de sonido de varios coches) y con más droga que comida: speed, MDMA, MDA, ketamina, LSD, opio, alcohol, tabaco y cannabis (que yo escuchara).
Supe que mi vuelta a casa ese día empezaba a peligrar y que de seguro debía renunciar a volver con el mismo conductor si no quería pasar otra noche allí. Me pregunté por qué de entre todos los destinos posibles iba yo a acabar atrapado en una rave sin aparente final. No le di muchas vueltas y me concentré en buscar la manera de mantenerme despierto hasta que llegara la incierta hora de poder salir. La solución la encontré en una fuente de energía usada desde la antigüedad y consumida en todo el mundo: el arroz.
El conductor y dueño de la paellera, disfrutando de la rave con un elegante y largo abrigo bajo los efectos del LSD, no tuvo problema con que un colega y yo nos hiciéramos cargo de la comida y los utensilios y los configuráramos a gusto para darles el destino que nos viniera en gana. Encendimos un porro y acometimos la paella más heterodoxa que yo he visto hasta la fecha (como alicantino es un tema que me preocupa): aceite de girasol en vez de oliva y, de condimento, muchas zanahorias, muchos tomates y algunos pimientos. Apostamos por la beneficencia en lugar de por el sabor, y vertimos dos kilos de arroz, y alguien se acercó y echó una cabeza de amapola de opio seca. Todo aquello hirvió durante más tiempo del esperado –hubo que añadir agua y se apagó el gas en repetidas ocasiones–, con un resultado dignificado por las condiciones de partida y por las críticas benevolentes recibidas de quienes disfrutando de la rave se habían olvidado de comer y agradecían un plato caliente con un sabor agradable.
La noche volvió a taparlo todo, llegó el frío, se encendieron las hogueras y la música continuó al mismo nivel de bombos por minuto, sin piedad porque fuera domingo y al día siguiente lunes, y sin atisbo de pronta resolución. Supe después que la rave se alargó sin descanso hasta el martes. Yo pude escapar esa noche de domingo: conseguí un coche a la capital y partí por los senderos de la montaña pasada la hora de cenar y con la cabeza despedazada por el tiempo.
El tiempo extendido
Finalmente, fue una prórroga en la entrega lo que me permitió relatar estos tres viajes posibles por Granada. El primero de todos, aunque podría haber sucedido, no fue más allá de mi imaginación. Pude ver en los otros las luces y músicas brillar en esta Granada infinita, ciudad de contemplación y alegre ebriedad, que se extiende en miles de senderos.