Mauritania es arena y viento. Mar y montañas denudas que parecen hechas de puro hueso. Mauritania son las caravanas, las chozas de paja y barro, las rutas de la droga y de la inmigración ilegal, las comunidades de nómadas que reciben los escupitajos de la arena como si de dulces caricias se trataran. Su esencia sin edulcorar por los métodos de vida occidentales, fiel a la profundidad de sus raíces, hace de este país uno de los más apasionantes para visitar al sur del Mediterráneo. Porque viajar a Mauritania exige introducirnos en el desierto, y el desierto no es como en las películas, no lo configuran únicamente la arena y los espejismos sazonados con los ecos del imán. El desierto se complejiza por cada grano de arena que lo ha considerado. Aquí hay mares de dunas que se extienden con tenebroso capricho en función de la dirección que sople el viento; allí se retuercen dehesas de acacias con las ramas retorcidas en puro detrimento; acullá se dispone un paisaje de rocas negras, que no son otra cosa que montones de arena compactados hasta adquirir el tacto de la piedra, para luego tostarse de negro ante el sol que brilla todo el año. Piedras que el viento vuelve a degradar, soplo a soplo, hasta retornarlas a su estado original.
Fumarte un canuto aquí es algo espectacular, aunque también peligroso. Al tratarse de la República Islámica de Mauritania, el alcohol es ilegal (aunque existe un local de Nuakchot, la capital, conocido como “A Casa Portuguesa” y que sirve generosas jarras de cerveza de contrabando) y lo mismo ocurre con el cannabis. Un paso en falso puede terminar con el viajero frecuentando durante dos años y de forma permanente una cárcel mauritana, si el policía se resiste al soborno, aunque esta amenaza es común en la mayoría de los países que llamamos exóticos. En Mauritania es prácticamente imposible encontrar hachís o marihuana, y solo puede conseguirlo aquél que se haga amigo de algún europeo que tenga a bien vivir en esta arenosa tierra. Ahora, una vez tenemos el tesorito a buen recaudo en lo más profundo de nuestro equipaje, llevarlo con nosotros al desierto para escuchar el chasquido de la piedra y entremezclar nuestro aliento con las estrellas es una sensación difícil de igualar.
Un bien tan preciado como el agua
El desierto. Sales de tu alojamiento y te encaminas hacia tu destino. Desde un primer momento ataca el calor, ataca la sed, atacan las serpientes agazapadas en la arena, atacan las arañas camufladas de color pastel, atacan los coyotes acorralados por el hambre. El desierto. Atacan las tormentas de arena y atacan las arenas movedizas, eso si no se desplaza antes una duna sigilosa que devore tu campamento. El movimiento es necesario en el desierto o la duna, la tormenta, el agua embarrada te tragarán como ya han hecho con miles antes de ti. Y una vez consideres que te arropa la seguridad de los oasis, te atacarán los mosquitos que cargan enfermedades por puro vicio, las garrapatas (hay muchísimas garrapatas en los oasis) se introducirán en el agujero de tu ombligo, te envenenarán las aguas estancadas si cometes el error de refrescarte con ellas. Si te acercas a la frontera de Malí, te atacarán los bandidos apostados como sabuesos en la línea imaginaria que separa un país de otro. El desierto es castigo por definición, y la única manera de adentrarse en él es bien preparado, con los canutos a mano y tanteando su compasión. Y su castigo y su compasión tienen un punto de suerte, ¿sabes?, una apariencia de azar que escapa a nuestras manos como el viento que le da forma.
“El cannabis es en el desierto como todo lo demás, como el agua, se trata de un bien preciado que ostenta algo de divino, y por ello debemos ser austeros con él”
Este azar que se nos escapa solo es una razón más para entregarnos al aroma del hachís mauritano, que suele llegar desde Marruecos como una corriente rebelde que no hace caso de las rutas habituales de la droga africana (que sube desde el sur hacia el norte). Pero, cuidado, no es recomendable fumar el hachís la primera noche que pases en el desierto. Una vez salgas de la capital (o de Nuadibú, una ciudad costera que delimita al norte con el Sáhara Occidental), es virtualmente imposible conseguir. Por eso hay que racionarlo. El cannabis es en el desierto como todo lo demás, como el agua, se trata de un bien preciado que ostenta algo de divino, y por ello debemos ser austeros con él y sacarlo a relucir en las ocasiones más especiales. No lo saques durante una noche de tormenta. La arena se mezclará con cada calada y toserás. Prénsalo durante las noches estrelladas, cuando el azar atraviese una racha de calma, y fúmalo con la paciencia del nómada a las puertas de tu jaima (tienda de campaña tradicional, la mejor manera de dormir en el desierto).
Cuando vayas a procurarte tu placer, olvídate de decir que quieres esta o aquella cantidad para llevarte en tu aventura. La cantidad de cannabis que caiga en tus manos será la que considere el azar. Es posible que encuentres por ahí a un francés que es amigo de un policía mauritano que se llevó a su casa un kilo de hachís incautado, y en tus manos caerá lo que quiera el policía primero, y el francés después. Puede que un senegalés haya traído de su tierra otro kilito de marihuana para su uso personal y, si le caes bien, quizá te regale un poco para que lo disfrutes y le recuerdes con cariño. Puede ser esto o aquello, no hay forma de saberlo hasta que uno está allí.
Azouega, Terjit y Uadane
La mejor manera de penetrar en las piernas resecas de Mauritania exige un tour por el desierto. Azouega, Tergit y Uadane son nombres en apariencia inelegibles pero que, a cada día que pase, adquirirán su propia forma y sus propios olores.
“Es común ver a los hombres de las familias dedicar horas a cavar en la arena para desenterrar partes de su hogar. En Europa cortamos el césped, en Mauritania quitamos la arena que está sepultando nuestro hogar. Así funcionan las cosas aquí”
A las afueras de Azouega, el desierto se escabulle entre las acacias y muta de color, primero es de un tono blanco, luego cobra la apariencia de un marrón gastado. La gran duna de Azouega domina el entorno como un dios antiguo, un gigante de carácter quebradizo al que más nos vale no molestar. ¿Y dormir a los pies de la gran duna, sorbiendo una tacita de té y alternando el amargo líquido con las caladas al canuto es una buena idea? Caray, es una idea excelente. Pero no te olvides de racionar.
Cerca del oasis de Terjit puedes instalar tu jaima en casi cualquier lugar. Es cierto que el desierto es engañoso, porque muchos piensan que no tiene dueño y que no es más que una amalgama de anarquías configuradas por viento y arena, pero no es así: allá donde crezca el mínimo brote verdecillo, habrá un dueño. Aunque puedes instalar tu jaima en casi cualquier lugar, siempre que no ensucies y recojas bien antes de seguir tu aventura. Cerca del oasis de Terjit cruzan enormes rebaños de cabras que mastican a conciencia las ramitas jóvenes de las acacias, peleándose entre bocado y bocado por el favor de una hembra desinteresada. Entre las rocas de la zona se escabullen las famosas “arañas camelleras”, parecidas en cierta medida a un escorpión y de apariencia insoportable pero que, en realidad, ni siquiera tienen veneno y no hacen más que zamparse los bichejos que sí que te pueden picar.
¿Fumarse un leño aquí es una buena idea? Maravillosa, sin duda, muy buena idea. Pero no te olvides de racionar.
La ciudad de Uadane tiene dos partes: la parte nueva, construida con edificios de cemento; y la parte antigua, conformada por una amalgama de ruinas hechas con una pasta de adobe, troncos de palmera y huesos de camello. Categorizada como Patrimonio de la Humanidad, la parte antigua servía hasta hace pocos años a sus habitantes para atrincherarse contra las ocasionales razias dirigidas por nómadas muertos de sed. Cada pisotón entre las calles moribundas es un eco de decenas de miles de pisotones que se llevan repitiendo desde el nacimiento de esta ciudad, rodeada por unas pocas palmeras (unas pocas palmeras son en el desierto señal suficiente para establecer un núcleo urbano que persista durante ochocientos años, como es el caso de Uadane). Al sudeste de la ciudad se eleva una gran duna. Subes la duna, montas la jaima, sacas las sillas, enciendes el carbón para calentar el té.
Pero, ¿es una buena idea fumarse un porrito aquí? Vamos, es de las mejores ideas que tendrás. Verás cómo tu humo se asocia con la penumbra de la ciudad. ¡Pero recuerda, no te olvides de racionar!
Chinguetti, el Ojo del Sáhara y Ben Amera
Cuando visites la ciudad de Chinguetti, sabrás que merece la pena dejar la jaima guardada en el coche y dormir en alguno de sus simpáticos albergues. Conviene descansar bajo techo, al menos una vez durante este viaje. Y fíjate cómo funcionan las cosas aquí que la ciudad tiene tres edades, divididas en tres zonas separadas entre sí. La parte más antigua data del 777 pero ya no puedes verla por ningún lugar: el desierto la ha devorado por completo. Existe pero ya no está, entonces podríamos decir que no existe, entonces no piensa, no existe, no está. Necesitarías meses y meses cavando con una pala para devolverle la existencia. La segunda parte, la parte intermedia que podríamos decir, fue construida en el siglo XIII y sucumbe poco a poco al peligroso azar. Existe como la luz de una vela, a fogonazos, ahora está, ahora no, ahora está. Poco a poco es engullida por la arena, y es común ver a los hombres de las familias dedicar horas a cavar en la arena para desenterrar partes de su hogar. En Europa cortamos el césped, en Mauritania quitamos la arena que está sepultando nuestro hogar. Así funcionan las cosas aquí. La tercera parte se construyó en la segunda mitad del siglo XX y los locales han plantado a su alrededor un muro de acacias, con la intención de frenar el avance inexorable de la arena. Inexorable: adjetivo, que no se puede evitar. Entonces no importa a quién preguntes, que te dirá que dentro de unos años se construirá una cuarta parte de Chinguetti, y luego una quinta, una sexta, y así hasta que sus habitantes se cansen o se marchen definitivamente de allí.
“A los alrededores de la bellísima Aisha, un amigo encontró varios casquillos de bala y un obús de mortero que no había explosionado por algún defecto de fábrica”
¿Y de verdad que es buena idea fumarte un porro en Chinguetti? Cómo no va a ser una buena idea, es una idea excelente, claro que sí, y yo aún diría más, es una idea maravillosa. Pero no te olvides de racionar.
No muy lejos de Chinguetti se encuentra uno de los mayores misterios del planeta. En Europa lo conocemos como “el Ojo del Sáhara”. Se trata de un círculo casi perfecto de cuarenta kilómetros de diámetro, dividido en tres círculos o niveles hasta llegar a su núcleo. Solo puede apreciarse su forma desde el espacio y nadie sabe realmente cómo apareció. Unos piensan que se trata de un gigantesco volcán al que le dio pereza terminarse de formar. Otros dicen que fue un meteorito, aunque no hay pruebas concluyentes. Hay quien opina que, como gran parte del Sáhara era antes un mar, pues que el Ojo no deja de ser una de estas estructuras curiosas e inexplicables que conforman los fondos marinos. Los hay incluso que aseguran que se tratan de los restos de la mítica ciudad de Atlantis, que en lugar de resultar sepultada por un océano de agua, tal y como nos explica la leyenda mal contada, llegó a su dramático final bajo una oleada de arena y de calores insoportables. Los científicos aseguran que desde el especio se ve de un color u otro en función de la hora del día y de la época del año, es un sitio muy raro, rarísimo, de los más raros que hay.
¿Y crees que es una buena idea fumar en el Ojo del Sáhara? La duda ofende. Pero no te olvides de racionar.
A pocos cientos de metros de la frontera entre Mauritania y el Sáhara Occidental se encuentra el segundo mayor monolito de piedra del mundo, conocido como Ben Amera. Muy cerca está también otro enorme monolito, Aisha. Las leyendas locales aseguran que Ben Amera es el esposo de Aisha y que ambos son viejos dioses cuyas cabezas sobresalen tímidamente por la corteza terrestre, solo para observar con curiosidad a los diminutos humanos que se pasean a su alrededor. El viaje adquiere tintes de seriedad cuando hace falta pasar un control militar para acceder a los monolitos, al decir un soldado con la Kalashnikov colgándole del hombro que “si no regresas antes de que anochezca, yo y mis camaradas iremos a buscarte”. Y no lo dice porque le preocupe tu seguridad, tu seguridad no le importa lo más mínimo al buen soldado. Lo dice porque a pocos cientos de metros viven elementos del Frente Polisario, y nada garantiza al hombre (como no sea tu palabra) que tú seas un turista, y no un aliado de los incomprendidos libertadores del Sáhara que, te gusten o no, se enfrentan en escaramuzas ocasionales contra el Ejército de Mauritania. Los monolitos son inmensos. Se ven llegar desde varios kilómetros con la piel rocosa y teñida del gris de las estrellas. A los alrededores de la bellísima Aisha, un amigo encontró varios casquillos de bala y un obús de mortero que no había explosionado por algún defecto de fábrica. Y se mezclan aquí todo tipo de leyendas, las que hablan de gigantes, las que cuentan junto al fuego los veteranos de guerra, las historias exclusivas de los nómadas del desierto, las noticias de los periódicos de Occidente que cambian de opinión según señalen sus gobiernos, como puñeteras veletas sin conciencia ni compromiso…
¿Y es buena idea fumarse una junta aquí? Yo solo digo que junto a Aisha han tallado una silla con vistas al gigantesco monolito, que es muy cómoda y que las puestas de sol aquí plantado son alucinantes. Pero que no te pillen los guardias, ni te olvides de racionar.
El tren del hierro
La parte más salvaje del viaje viene ahora. Mauritania ostenta el honor de ser el país por el que circula el tren más largo del mundo en número de vagones, el conocido como “tren del hierro”, que recorre setecientos kilómetros de desierto desde la mina de hierro de Zuérate hasta la ciudad de Nuadibú. Subir a este tren a la altura de la localidad de Choum es un requisito fundamental para cualquier viajero experimentado que se atreva con Mauritania. El tren hace su aparición a las seis de la tarde todos los días (aunque a veces llega a las cinco de la tarde, o puede que a las diez de la noche, mejor ir con tiempo y paciencia porque puede que toque correr tanto como esperar), y solo hace falta brincar a uno de sus vagones cubiertos con polvo de hierro para empezar el trayecto. No hay que pagar billete. Basta con subir, excavar un agujero lo suficientemente cómodo e ir bien equipado con un turbante, ropa de manga larga, cortavientos, mascarilla y gafas de ventisca. Este equipamiento es fundamental porque el viaje es una pesadilla. Rechinan los vagones en la oscuridad del desierto como una locomotora del infierno, el polvo de hierro sale disparado y se nos cuela incluso a través de los poros de la ropa. Además, hace un frío del demonio y el viaje dura unas quince horas, la mayoría de ellas nocturnas. Quince horas de estruendo conjugado con bruscos balanceos donde el viajero solo puede aferrarse a puñados de hierro y rezar a su patrón para sobrevivir al “tren del hierro”, apodado también como “el tren más peligroso del mundo” por la cantidad de descarrilamientos que sufre. Es un viaje de pesadilla, no lo vamos a negar, pero también es una pasada, una prueba de hierro para aquellos que se golpeen el pecho y piensen que, una vez sobrevivieron al desierto, ya pueden sobrevivir todo lo demás.
¿Es buena idea fumarte un cigarro de la risa aquí? Pues yo creo que no, la verdad. El viaje es bastante movidito y debes tener mucho cuidado de no caerte del vagón porque, si das un paso en falso y aterrizas en las aguas resecas del desierto, nadie sabe cuándo ni cómo te rescatarán. Más vale tener los sentidos afilados cuando subes al “tren del hierro”, la locomotora de los chirridos y de la incomodidad garantizada. Además, cada vez que te quites la mascarilla vas a tragar más hierro que humo (en serio, se traga mucho hierro allí subido, yo estuve sonándome metal durante los cuatro días que siguieron a esta locura) y lo más probable es que el viento se fume el cigarrito en mayor medida que tú.
Una vez se llega a Nuadibú, uno puede conducir directo a la capital o hacer una parada en el Parque Natural del Banco de Arguin, donde no es difícil entablar amistad con algunos pescadores que nos lleven a tirarle el hilo a algún pececillo para la cena. Fumarse un canelo después de zamparnos el pescadito no solo es una buena idea, sino que también es altamente satisfactorio porque ya no hará falta que racionemos. Solo queda el nostálgico viaje de regreso a Nuakchot mientras nos despedimos de los océanos de fuego que dan nombre al Sáhara, para poco después subirnos al avión que nos catapulte lejos de esta frontera despiadada (como lo son todas las fronteras), llevándonos de vuelta a la cálida rutina del hogar.