A la mañana siguiente, luego de dormir en la casa de los espíritus, partimos rumbo a San Juan, para visitar el Parque Provincial Ischigualasto, más conocido como “el valle de la Luna”. En el camino comenzamos a divisar la presencia cada vez mayor de varios tipos de cactus, lo que nos encendió las ganas de comulgar con uno de los enteógenos más antiguos del continente americano: wachuma, más conocido como “el abuelo” San Pedro.
El valle de la Luna es un lugar flipante. Es el lecho de un antiquísimo lago seco gigante donde, hace doscientos cincuenta millones de años, habitaron los dinosaurios y los mamíferos más antiguos que se conocen en este planeta. Cuando hay luna llena, se realizan visitas nocturnas al lugar, y realmente parece que estás en la luna. Desde allí continuamos subiendo hacia La Rioja, donde visitamos el Parque Nacional Talampaya. Impresionantes cañones de paredes rojas, donde se encuentran algunas pinturas rupestres con dibujos chamánicos.
El uso de estas plantas tiene miles de años y continúa aún, de la mano de quienes buscan conectarse con la naturaleza de la manera más pura y natural
Mejor aún que Talampaya es el camino entre La Rioja y Catamarca. Pasamos la increíble cuesta de Miranda y seguimos camino a nuestro destino. Sabíamos que en Catamarca había San Pedro, pero no teníamos muy claro cómo identificar las diferentes subespecies del género Trichocereus (Echinopsis), compuestas por el pachanoi (San Pedro), el terscheckii (cardón grande) y el peruvianus (antorcha peruana). Buscábamos el pachanoi, pero resulta que el más abundante en esta zona es el terscheckii, el cual también contiene mescalina y otras fenetilaminas psicoactivas.
Llegamos a un pueblito donde nos habían dicho que habitaban estos seres maravillosos, llenos de paz y sabiduría. Al pasar por la plaza del pueblo, encontramos un mural de un chamán que sostenía una llave, cuya cerradura estaba en un cactus de San Pedro. El wachuma –este es su nombre prehispánico– pasó a adoptar el nombre cristiano por ser el guardián de las puertas del cielo. Para hablar con Dios, primero hay que pasar por San Pedro, y en esta metáfora el cactus recibió su nombre moderno; las moléculas sagradas que produce son llaves que abren las puertas internas de nuestra percepción, y tal y como lo entendieron William Blake, Aldous Huxley y Jim Morrison, cuando estas puertas se abren uno puede ver el universo tal cual es: infinito.
El llamado
El mural del chamán nos indicó que estábamos en el camino correcto. Salimos hacia el monte caminando y enseguida empezamos a ver ejemplares de Trichocereus que mostraban signos de haber sido cosechados para obtener su medicina mágica.
El uso de estas plantas tiene miles de años y continúa aún en la modernidad, de la mano de quienes buscan conectarse con la naturaleza de la manera más pura y natural. Entre tantos ejemplares para cosechar, y la ansiedad de Albert por cortar alguno e irse (ya que hacer esto es ilegal), recordé las palabras de Tomy, un conocedor del cactus, quien hace muchos años me dijo: “Cuando llegues al lugar, no cortes cualquier cactus. Escucha en tu interior, y vas a ver que el cactus indicado te va a llamar”. Y así fue. Si bien estábamos rodeados de ellos, no sentía que ninguno me llamara, y continuamos avanzando entre plantas pinchudas de todo tipo. Hasta que a lo lejos, al otro lado de un río seco, veo un hermoso ejemplar gigante, y me siento atraído por su fantástico brillo verde-azulado. Esa atracción que sentí era el llamado del que Tomy me había hablado. Nos acercamos a él, fascinados por su belleza e imponente presencia. Le pedimos permiso para obtener su medicina y así comulgar con su espíritu y aprender de su sabiduría. Procedimos a cosechar un brazo de unos cincuenta centímetros de largo por veinte centímetros de diámetro, lo que calculamos sería una dosis suficiente para nosotros tres. Nos aguantamos putear por los pinchazos y nos retiramos agradecidos.
Decidimos que esa noche volveríamos al lugar, al lecho del río seco entre las montañas, para preparar la poción mágica de la misma manera que lo hicieran los habitantes originarios de esos valles durante milenios. Hicimos un fuego con leña que encontramos cerca, y pasamos la noche con Lucy en el cielo de diamantes mientras hervíamos durante varias horas la parte exterior del cactus –la que contiene clorofila–, donde se acumula un gran porcentaje de sus alcaloides psicoactivos.
Como antiguos navegantes
Durante la preparación, hubo momentos de risas y momentos de miedo. Reímos hasta las lágrimas al imaginar cómo íbamos a explicar el estado en que iba a quedar la olla que tomamos prestada de la cabaña luego de pasar tantas horas al fuego. Nos asustamos al perdernos en el monte mientras buscábamos agua en un dique peligroso, temiendo a cocodrilos imaginarios.
Cuando finalmente apagamos el fuego y la luna ya se había escondido tras las montañas, nos maravillamos con el cielo estrellado. Nos quedamos media hora contemplando las constelaciones y nombrando las estrellas que conocíamos. No estábamos mirando el cielo, estábamos en el cielo, sobre una piedrita azul que flota en el espacio cósmico entre trillones y trillones de estrellas.
Cuando finalmente comenzamos a intentar volver a la civilización, nos perdimos. Caminamos en dirección equivocada y llegamos a un río que nunca antes habíamos visto. Nos encontramos caminando en círculos y nos dimos cuenta de que no sabíamos dónde estábamos. Perdidos en el monte, todo estaba oscuro y no veíamos más allá de algunos metros. Por breves instantes entramos en pánico. Cuando logramos tranquilizarnos, trepamos hasta unas piedras más altas, y ¡voilá!: sabíamos perfectamente dónde estaba cada constelación de estrellas por haberlas contemplado un rato antes, y encontramos la solución. Caminamos primero en dirección sur hacia la nube de Magallanes, y luego hacia el este siguiendo las Pléyades. Como antiguos navegantes, nos ubicamos siguiendo el mapa celeste y conseguimos encontrar el camino. El alma nos volvió al cuerpo.
Al día siguiente, ya de vuelta en la cabaña, terminamos de filtrar la preparación y de reducir su volumen hasta una cantidad adecuada para beberlo sin problemas cuando llegara el momento indicado. En este punto el líquido pasó de tener una consistencia acuosa a ser más como un jarabe, con rico aroma a naranjas gracias a las cáscaras que le agregamos para acidificar el agua y así facilitar la extracción de mescalina durante la cocción.
A la cima, en alpargatas
Unos días después, y cuando nuestro recorrido por el norte se acercaba a su final, decidimos que era el momento para tomar el San Pedro. Brindamos por el amor y la consciencia, y lo tomamos en ayunas, seguido de un gajo de pomelo para quitarnos el gusto no tan agradable que tenía. Llevamos algo de agua, nueces y frutos secos para cuando tuviéramos hambre, y nos fuimos a caminar por la quebrada entre los cerros sin un plan específico más que esperar haber acertado en el tipo de cactus y en la dosis ingerida. Una hora después, mientras caminábamos río arriba, comenzamos a sentir los primeros efectos, acompañados de algunas náuseas que son habituales al ingerir mescalina. La agudeza visual se intensificaba, al punto de comenzar a tener algunos visuales con ojos abiertos. Las piedras brillaban más de lo normal, como tornasoladas. Con mucha energía continuamos subiendo y subiendo, hasta que Albert –quien había subido allí años antes– nos dice que faltan solo veinte minutos para la cumbre del cerro, la cual se encuentra a unos dos mil metros de altura. Con ese incentivo decidimos llegar a la cima, cosa que nunca había estado en nuestros planes. El San Pedro continuaba desplegando sus efectos, y las montañas a lo lejos comenzaban a moverse, a cobrar vida. Una hora después, la cumbre seguía sin aparecer y comenzamos a dudar del guía, quien ya se había perdido varias veces en ese mismo cerro.
Subir en ayunas y en alpargatas a la cima de una montaña no es algo recomendable, y sería imposible sin la ayuda de este cactus aliado. Pedro continuaba alentándonos con una energía infinita, diferente a otras experiencias en las cuales sentí mucha paz y tranquilidad. Seguimos subiendo, siguiendo huellas dudosas. Hasta que finalmente nos encontramos con otros seres humanos, quienes volvían de la cumbre y nos aseguraron que ahora sí –después de tres horas de subida sin parar– faltaban veinte minutos para la cumbre. Además, esta buena gente nos dio agua, frutas y barras de cereales, al ver lo poco preparados que íbamos. Comimos unas manzanas, que fueron de las más ricas jamás probadas, y con esta energía continuamos el tramo final del viaje. Pronto llegamos a la cumbre, y realmente sentimos que todo el esfuerzo había valido la pena: una vista inigualable, y la satisfacción de haber llegado hasta allí casi sin proponérnoslo. De un lado, los valles Calchaquíes parecían interminables. Del otro, se veía a lo lejos la ciudad, rodeada de cerros y ríos. Corrientes de aire puro llenaban nuestros pulmones de vida.
Amoroso reencuentro con el cannabis
Dos años antes, había decidido dejar de fumar cannabis por un tiempo. Me propuse un período de abstinencia, durante el cual cambié de planta maestra: tras aprender durante quince años de la marihuana, me acerqué a la maestra ayahuasca, para limpiarme y transformar la manera en que me relacionaba con esta y todas las plantas. El período de abstinencia había sido cumplido con creces, y no había mejor lugar que este para volver a fumar. En la cima de la montaña, y con la compañía de Pedro, saqué una de mis mejores sativas psicodélicas, con sangre tradicional del continente: Oaxaca x Punto Rojo. En una breve meditación le hablé a su espíritu, diciéndole que ya era hora de reencontrarnos, por todo el amor que nos tenemos. Y pedirle que nuestra relación sea de mutuo respeto, sanación y evolución; expansión de la consciencia.
Subir en ayunas y en alpargatas a la cima de una montaña no es algo recomendable, y habría sido imposible sin la ayuda de este cactus aliado
El fuego activó la alquimia y nuestros espíritus se unieron en un éxtasis sublime. La visión, ya de por sí extraordinaria desde la cima de la montaña y las alturas del San Pedro, se elevó todavía más. Se convirtió en poesía. Frente a mí, las montañas revelaron su identidad: eran seres vivos, conscientes. Seres que vibran a una frecuencia diferente de la del resto. Pude sentir su peso inimaginable, pude ver sus ríos internos surgiendo a través de las piedras, brotando como manantiales del agua más pura, conectados a las raíces de árboles gigantes que a su vez albergan pájaros de una belleza sin igual, musgos de colores brillantes, insectos que parecen seres inteligentes. Todos formando parte de un espíritu más grande, el espíritu de la montaña. Un espíritu –llamado Apu– muy antiguo y tranquilo, adorado y respetado por los humanos conscientes de su realidad, desde el principio de los tiempos. En este pico de la consciencia, de la conexión total con la naturaleza de la que somos parte, exclamé: “Estoy entripado de naturaleza”.
La unión del Cielo y la Tierra
Es un momento que nunca olvidaré, lo atesoraré en mi consciencia por siempre. La unidad con la Pacha, con el espíritu de la Tierra, es la consciencia que puede salvar al planeta –o, mejor dicho, a la humanidad– del camino de irreversible destrucción propiciado por la devastadora cultura capitalista, que se cree dueña y no parte de este maravilloso ser que formamos entre todos.
Los cristianos torturaron, esclavizaron y asesinaron a los pueblos originarios de Abya Yala (América), quienes tenían conexión con el espíritu del planeta –y con el Gran Espíritu–, que utilizaban las plantas sagradas para propiciar y nutrir esta conexión. Esta persecución y tortura continúan hoy en día, cuando el estado –católico– enjaula a quienes utilizan estas plantas para obtener sanación, conexión y evolución espiritual.
Las seguiremos venerando y adorando aunque nos persigan, porque no es una opción renunciar a lo que uno siente, a lo que uno cree, a lo que uno vive y experimenta, cuando estas experiencias nos llevan a lugares maravillosos de unión con lo divino, con la Creación, al lugar donde se unen el Cielo y la Tierra.