La primera vez que me fumé un porro en el cementerio Santa María Magdalena de Pazzis, extramuros del Viejo San Juan, junto a La Perla, me topé con la tumba que comparten los exiliados españoles Pedro Salinas (Madrid, 1891 - Boston, 1951) y Carlos Marichal (Santa Cruz de Tenerife, 1923 - San Juan, 1969). Nueve meses después, un 26 de septiembre, nació mi hijo. Tres años exactos después, otro 26 de septiembre, nació mi hija.
Después de aquella primera vez, me fumé cientos, miles de porros de marihuana en ese coqueto cementerio acunado por las olas del Atlántico, escoltado por la majestuosa explanada del fuerte de San Felipe del Morro y abrigado por murallas y garitas erigidas contra los mismos piratas y corsarios, ingleses y holandeses, que tocaron las pelotas durante siglos en mi Cádiz natal al otro extremo del mar.
“Lloro porque me da la gana”
Antes de aquella primera vez, yo me acababa de divorciar de la mujer que me llevó a Puerto Rico. Sin saber qué hacer con mi vida, vagabundeaba dejándome llevar por el extraordinario paisaje alrededor del antiguo cuartel español de Ballajá, imaginando el tronar de los cañones.
En medio de ninguna parte había una escultura efímera de esas que adornaban las calles con motivo de un festival internacional de arte. La escultura representaba uno de esos postes de direcciones que los gringos ponen en sus campamentos militares indicando la distancia a las ciudades de origen en Estados Unidos de los soldados que integran el destacamento.
Pero este poste era especial. Cada flecha, por un lado, indicaba una ciudad del mundo y la distancia en kilómetros desde allí. Por el otro lado de cada flecha, estaba escrita una frase dicha por algún autor de esa ciudad. Una de las flechas señalaba a Granada y tenía impresa una frase de Federico García Lorca: “Lloro porque me da la gana”.
Aquella noche conocí a la que rápidamente se convertiría en la madre de mis hijos en El Farolito, legendario barcito de vecinos en la calle Sol, que lamentablemente cerró el año pasado después de más de cincuenta años atendiendo almas inquietas. Luego fuimos a otro antro mitológico en la calle San Sebastián, también en el Viejo San Juan, el Aquí Se Puede, a dos o tres minutos caminando de La Perla. El Aquí Se Puede sigue abierto, pero hay que fumar en la calle hasta que solo quedan los clientes habituales y se cierran las puertas al público general. Entonces corre la cerveza Medalla Light y los tragos de Ron del Barrilito Tres Estrellas, productos muy apreciados de la tierra.
Entre Lorca, el paisaje, la negra que me coqueteaba y esos bares, estaba claro que me quedaba en Puerto Rico.
La Perla
Al día siguiente fuimos a desayunar a La Perla, ese arrabal surgido tras las murallas de casitas casi flotando en el mar que muchos puertorriqueños consideran injustamente el lugar más peligroso de todo Puerto Rico, donde, con una población de tres millones y medio de personas, se cometen unos cuatro asesinatos cada día, de los cuales, se esclarece menos del 7%, según los últimos datos reconocidos por el gobierno. Pero en La Perla no te va a pasar nada si no miras donde no tienes que mirar, no mantienes la mirada a los ojos de nadie si no te están hablando o no haces fotos. A los vecinos de La Perla no les interesa que pase nada malo, pues en tal caso “se tira” la Policía durante varios días y se perjudica el negocio.
El barrio ha adquirido notoriedad internacional recientemente porque allí se han grabado varios vídeos musicales de éxito, como el de la canción “La Perla”, de Calle 13, con Rubén Blades, o el “Despacito” de Luis Fonsi y Daddy Yankee. Si vas a La Perla y no quieres parecer un turista, no los menciones, mejor pregunta por el salsero Ismael “Maelo” Rivera, “El Sonero Mayor” (1931-1987), y te tratarán con más respeto. Maelo no era de La Perla, pero se la pasaba por allí cuando no estaba de gira o arrestado en algún aeropuerto tras ser descubierto transportando sus sustancias ilegales para consumo personal. También grabó una canción de título “La Perla”, con letra del prolífico sanjuanero Tite Curet, incluida en un disco de 1978 que se llamó Esto sí es lo mío.
La DEA ha considerado durante décadas La Perla como el mayor punto de drogas del Caribe. ¿Pero desde cuándo la DEA ha sido una fuente confiable?
El Contemplado
Compré un gramo de pasto (marihuana regular, a seis dólares el saquito) y nos lo fuimos a fumar al cementerio. Visitamos “la tumba de la bruja”, perlada de símbolos esotéricos, y los lechos de grandes próceres puertorriqueños, poetas, luchadores independentistas y nacionalistas o, por ejemplo, la de Daniel Santos (1916-1992), el más grande cantante de boleros de la historia, del que probablemente tú, lector milenial, no tengas ni idea, pero al que probablemente tu abuela conocía y suspiró alguna vez con sus canciones. Ya sabía sus historias y se me paraban los pelos (se me ponía la piel de gallina, en puertorriqueño) contemplando las lápidas. Ese cementerio pequeñito no es el Père-Lachaise ni el Montparnasse, pero no necesita la tumba de Jim Morrison o Charles Baudelaire para ser perfecto para fumarse un porro o descansar para siempre.
Entre calada y calada, me llamó la atención un grifo en medio de la nada del que goteaba agua en un charco rodeado de hormigas. Parecía un cuadro de Salvador Dalí. Junto al grifo daliniano estaba la tumba de Pedro Salinas y, bajo su nombre, el nombre de otro español estaba inscrito, Carlos Marichal.
La DEA ha considerado durante décadas La Perla como el mayor punto de drogas del Caribe. ¿Pero desde cuándo la DEA ha sido una fuente confiable?
“De mirarte tanto y tanto, de horizonte a la arena, despacio, del caracol al celaje, brillo a brillo, pasmo a pasmo, te he dado nombre; los ojos te lo encontraron, mirándote”, escribió en vida Salinas sobre el mar que acaricia su tumba. No me consta que don Pedro fumara porros, aunque no me extrañaría, después de dedicar su obra cumbre a ese pedazo de mar al norte de Puerto Rico, el Atlántico que besa el Caribe, y llamarla: El Contemplado. ¿Puede haber un nombre más cannábico para una obra poética?
Le pregunté a la mujer que me acompañaba, preñada ya, por lo visto, que qué coño hacían esos dos españoles enterrados en la misma tumba.
“Por las noches, soñando que te miraba, al abrigo de los párpados maduró, sin yo saberlo, este nombre tan redondo que hoy me descendió a los labios”, escribió Salinas.
La mujer, poeta puertorriqueña, me habló del polifacético artista Marichal y me concertó una cita con su viuda, Flabia, quien me contó que su familia había cedido un espacio a Salinas, gran amigo de su esposo, en su panteón para que pudiera seguir contemplando de cerca, constante, ese mar.
“Y lo dicen asombrados de lo tarde que lo dicen. ¡Si era fatal el llamártelo! ¡Si antes de la voz, ya estaba en el silencio tan claro! ¡Si tú has sido para mí, desde el día que mis ojos te estrenaron, el contemplado, el constante Contemplado!”, había dejado claro don Pedro.
Del mismo mar se enamoraron también otros españoles que tuvieron que escapar de la España franquista, como el músico catalán Pau Casals o el premio nobel andaluz Juan Ramón Jiménez, quien paseó a su Platero por escuelas de toda la isla. Los exiliados republicanos españoles dejaron una profunda huella en la sociedad puertorriqueña.
El español más castizo para las drogas
El español para las drogas que se habla en Puerto Rico, colonia de Estados Unidos donde el inglés ha tratado de imponerse desde 1898, es más castizo que en Carabanchel o Herrera de La Mancha.
En la isla caribeña, los “sellos” son las etiquetas adhesivas pegadas a los “saquitos” de la droga que se distribuye al menudeo. Hasta hace poco se denominaban stickers (‘pegatinas’, en inglés). Son las marcas del “bichote”, el dueño de un “punto”.
En “el punto” los adictos puertorriqueños pasan un mal rato para abastecerse del producto ilegal sorteando a la policía y otros imponderables, y como los marinos si hay temporal o los toreros frente a su astado oponente, cuando en Puerto Rico se va a comprar estupefacientes se dice que se va a “capear”.
Allí, los “gatilleros” escoltan armados a los “tiradores”, que en ordenadas cajitas de compartimentos de pescador venden “tecata” (heroína), “palis” y “palitroques” (pastillas farmacológicas), “pasto” (marihuana) y “cripi” (de creep, ‘trepar las plantas’, esta vez sí, en inglés: marihuana de alta calidad que se vende en “moñas”). Si viene la Policía se canta “agua”, como en Cáceres II, Alcalá Meco o El Puerto de Santa María.
Las “moñas de cripi” se venden en “huevos”, esferas de plástico con medio cono transparente y el otro de un color llamativo que en diferente contexto se utilizan para envolver chucherías para los niños, y en otro, contienen preservativos.
A escala de consumidor, el corte de cocaína se expende en “cinquillos” (saquitos de cinco dólares), “diegos” (de diez) y “ventanas” (de veinte).
Los cocainómanos puertorriqueños, “periqueros”, no esnifan, como en España –del inglés sniff (‘aspiración nasal’)–, sino que la “güelen”, desoyendo el clásico de Maelo “Quítate de la vía”, que desde todas las “velloneras” (máquinas tocadiscos a monedas) repite cada noche: “Si yo llego a saber que Perico era sordo, yo paro el tren”.
Los heroinómanos endovenosos puertorriqueños, “tecatos” (consumidores de “manteca” o “tecata”), no se chutan, anglicismo que viene de shot (‘inyección’), como hacen los yonquis (del inglés junkies) españoles, sino que se “curan”.
Si son las fiestas patronales, el municipio los mete en furgonetas y los deja con algo de comida, si acaso, en algún pueblo del interior de la isla, según denuncian organizaciones locales pro derechos humanos.
Y si molestan a otros clientes o los vecinos del punto, primero se les amenaza diciendo: “mira que te están velando” o “mira que estás caliente”; y si “siguen jodiendo”, “se les desaparece”.
Más recomendaciones para pillar
Si vas a capear a La Perla, además de las recomendaciones sugeridas anteriormente, es importante no desconfiar. Si te piden el dinero adelante, dalo, que no lo vas a perder como pasa en España. Sé humilde, eso que le cuesta tanto a tantos españoles que recorren el mundo y que se creen que saben más que nadie. Si estás haciendo algo inconveniente, primero te avisan más o menos amablemente según el tirador de turno. Si no sigues instrucciones, como es normal, te pueden acabar pegando un tiro. Luego llaman al troceador para cortar tu cuerpo en pedacitos, que se tiran frente a la playa, donde pasa una corriente infestada de barracudas que ese día se darán el gran festín.
Si no quieres arriesgarte, cerca del Aquí Se Puede, en los callejones y en las plazas del Viejo San Juan, es fácil encontrar a alguien que te haga el “mandao” por cinco dólares.
Ley y práctica
Frente a La Perla pasa una corriente infestada de barracudas que tradicionalmente se ha usado para deshacerse de cadáveres tiroteados.
En julio del 2017, el gobernador de Puerto Rico, Ricardo Rosselló, firmó la Ley para mejorar el estudio, desarrollo e investigación del cannabis para la innovación, normas aplicables y límites (MEDICINAL, a los legisladores boricuas les encanta jugar con las siglas). Desde entonces, han proliferado los dispensarios de marihuana para uso medicinal. Se supone que es solo para enfermedades serias como el cáncer, el párkinson o la fibromialgia, pero hay doctores, si tienes contactos y dinero, que te firman la receta si dices que acostumbras a padecer dolores de cabeza.
Ya el anterior gobernador, Alejandro García Padilla, había instado a la Policía a que dejara de perseguir y arrestar a pequeños consumidores de marihuana.
Sin embargo, ya pueden teorizar lo que quieran los jueces del Tribunal Supremo o los catedráticos de Derecho, que todavía si te arrestan con un porro en la calle, Puerto Rico y Estados Unidos siguen siendo como el salvaje oeste. Dependiendo del color de tu piel, de quién seas o quiénes sean tus amigos y del dinero que tengas, solo te van a regañar, vas a pasar un rato en comisaría o te van a arruinar la vida para siempre.
El arrabal de las películas
Un día que había bajado a capear a La Perla, me crucé subiendo con el actor Martin Sheen, que me saludó cariñosamente como si nos conociéramos. Yo estaba un poco nervioso, como siempre que voy saliendo de La Perla, caminando con dificultad. Tenía entre los dedos de los pies, escondidos en los calcetines, varios saquitos de pasto. Sheen acababa de participar en el rodaje de The Vessel (2016), que protagoniza mi coleguita Aris Mejías y que es una muestra de la extraordinaria belleza del arrabal sanjuanero y de mi amiga.
Otro que se disfrutó filmar en La Perla fue Johnny Depp, quien protagonizó The Rum Diary (2011), sobre el libro homónimo de nuestro querido Hunter S. Thompson, que cuenta las peripecias de un periodista gringo en el San Juan de los sesenta. Tanto en The Vessel como en The Rum Diary aparecen las calles en las que se rodó el maldito “Despacito”.
En 1995, se estrenó Assassins, dirigida por Richard Donner y protagonizada por Sylvester Stallone, Antonio Banderas y Julianne Moore. Me cuentan entre risas los muchachos del punto que durante el rodaje los vecinos estaban muy molestos porque había una escena, que se rodó en el cementerio Santa María Magdalena de Pazzis, en la que se recreaba la celebración del Día de los Muertos a la mexicana. Los puertorriqueños estaban ofendidos de que los gringos pensaran que toda Latinoamérica es México, ignorando las tradiciones propias y diferenciadas de cada país.
Como protesta, los tiradores del punto decidieron sabotear la escena y consiguieron retrasar la producción varios días y hacer perder decenas de miles de dólares a los productores. El sabotaje fue sencillo. El cementerio estaba lleno de gente simulando la celebración del Día de los Muertos. El personaje que interpretaba Banderas empieza a tirotear a los personajes de Stallone y Moore, que, escondidos detrás de una lápida, en un momento dado, se abrazan. En el guion estaba previsto que esa fuera la escena del beso, pero cuando Stallone acercaba sus labios a Moore, sonaba detrás del muro del cementerio, en un perfecto español con acento vallisoletano, el grito: “Méeee-teeee-seeee-loooo”. Y después de varias noches de intentos infructuosos, la escena del beso se rodó en otra parte.