De entre todos los juegos de Blizzard Entertainment, la serie de Diablo es la que más nos ha apelado desde hace mucho tiempo. Diablo IV (2023), como el resto de los juegos de la saga, es un juego de rol de acción, de exploración de mazmorras, en las que los jugadores, viviendo una ficción situada en un mundo de fantasía oscura, se enfrentan a una amenaza sobrenatural de corte demoníaco. Aunque el primer Diablo era más lineal, el patrón del juego, que lo establece Diablo II (2000), consiste en una campaña en cuatro actos en la que iremos subiendo nuestra clase de personaje y un endgame en el que podremos repetir las misiones a una mayor dificultad para conseguir mejores objetos, en una especie de bucle infinito. Aunque suene tedioso, es mucho más entretenido de lo que parece estar sugiriendo. Entre mazmorras, se regresa a un HUB, habitualmente un pueblo, en el que el jugador puede reparar su equipo, hablar con NPC o adquirir una nueva tarea para repetir el bucle de combate-recompensa-mejora.
El éxito del juego no se asienta tanto es la jugabilidad en sí, sino en el bucle infinito de lucha-conseguir objetos mejores-volver a luchar, pues el combate, la mecánica central del juego, no supone ningún desafío más allá de hacer clic, clic, clic con el ratón. El constante clicar del ratón es la auténtica banda sonora de Diablo. También lo puedes jugar en línea, que probablemente sea más divertido, porque como está todo tan automatizado en Diablo puedes estar hablando con las amistades de cosas de la vida más atemorizantes, como la explotación que sufres en el trabajo, el paro, el cambio climático, el ascenso de la ultraderecha y lo malo que es el sistema capitalista, mientras explotas a unas criaturas malignas, contribuyes al cambio climático con tu huella de carbono que se produce por usar los servidores de Blizzard y te comportas como un tipo de ultraderecha que cree que la violencia lo resuelve todo. Más allá de esto, es mejor estar charlando con alguien mientras juegas, es más divertido.
También merece la pena señalar que Blizzard suele ofrecer juegos bien hechos en el aspecto técnico y Diablo IV no es una excepción. Todos tienen unas animaciones muy cuidadas pese a ser unos modelos de personajes relativamente pequeños. Además, han mantenido en sus cuatro versiones otra marca de Diablo, que es la perspectiva isométrica, algo que ya no se suele ver mucho en los videojuegos pero que era el tipo de forma de presentar los RPG más conocidos de los noventa y la primera década del siglo xxi, como la saga de culto Ultima.
Vuelve el rey
Diablo IV ya lleva un par de meses en circulación. Se hizo bastante de rogar, porque Diablo III se liberó en el 2012. Pero, ¡cuidado!, si en casi once años no ha habido una versión nueva de Diablo se debe a que la gente aún jugaba a Diablo III. La tercera iteración de Diablo es tan buena que tampoco había necesidad de una nueva versión. Si se hace es porque hay que vender, porque hay que dar cuenta a los accionistas y porque Blizzard está en un mal momento como compañía, además de que la base de jugadores de Diablo III ya no sea lo que fue, como no puede ser de otro modo con un videojuego que lleva en funcionamiento una década.
A diferencia de Diablo III, que tuvo un arranque controvertido, que luego explicaremos, esta cuarta parte cuenta con el apoyo casi unánime de crítica y público: los cambios, pocos pero sustantivos, han sido bien acogidos. El videojuego salió sin apenas fallos (marca de la casa Blizzard) y está vendiendo como una máquina infernal. Aunque su sistema de temporadas y micropagos refleja el tiempo tan oscuro que vivimos en los videojuegos desde hace años, habría que decir que son menos agresivos que en otros juegos del mercado. Probablemente, Diablo IV traiga una expansión de aquí a un año, con alguna clase nueva. Por el momento, el jugador puede elegir entre las clases habituales y populares del juego, que beben de la dragonada tradicional, por mucho que los pinten como góticos trasnochados: Bárbaro, Druida, Hechicero, Pícara y Nigromante. Como decía la canción “Tú el bárbaro, tú el arquero, acróbata, maga y tú el caballero”. Es decir, nada que Dragones y mazmorras no lleve haciendo desde hace más de cincuenta años. Como dato curioso, la canción de la serie de televisión Dragones y mazmorras traducía mal pícara (rogue) como ‘maga’, algo que, ya en su momento, hacia que algunos niños avispados levantaran la ceja. Pero como por aquel entonces no estaba bien establecida en internet la brigada incel, ahí se quedó la cosa. Eran tiempos más civilizados.
La importancia de la tragaperras
Aunque fuimos de los que nos saltamos Diablo, la primera iteración de este videojuego, entramos totalmente con Diablo II. Ahí se constituyó plenamente la experiencia adictiva y demoledora que aún sigue siendo. Porque, aunque Diablo sea una saga de rol de acción (de hecho, se supone que action RPG es un género que inaugura Diablo), es lo más parecido a una máquina tragaperras. No porque Diablo te obligue a estar echando monedas en una ranura a ver si toca algo, sino porque su experiencia está construida bajo la premisa de que lo que el jugador quiere es conseguir objetos estadísticamente mejores de los que ya tiene y, al hacerlo, el jugador consigue un personaje ligeramente más poderoso.
Los objetos se consiguen matando tanto a los monstruos como a sus jefes: al morir un monstruo, el motor del videojuego tira un dado, lo que en el argot es un RNG (pronunciado ar-en-yi, siglas de random number generator), para determinar si este suelta un objeto. Es parecido al tió de Nadal, el tronco de la tradición catalana que defeca regalos después de que le has dado una paliza. Si lo suelta, entonces, dado el nivel del monstruo, el videojuego determina las estadísticas del objeto; por ejemplo, una espada que hace un daño por segundo de entre X e Y puntos de vida, con un quince por ciento de producir daño de fuego. Y esto se aplica tanto a las armas como al resto del equipo: armaduras, anillos, colgantes, etc. Subes un poco tus estadísticas y te vuelves un poquito más efectivo contra las infinitas hordas de enemigos.
El sonido, las animaciones de destrucción, la microadministración del inventario y la sensación de poder que intenta trasmitirte son las bazas de Diablo. Está pensando para que cualquiera, literalmente cualquiera, pueda jugarlo, porque su dificultad es mínima, tanto por la habilidad que requiere –como dijimos, se resume en clicar–, como por la gestión del equipo. Tiene algo más de “ciencia” en niveles de juego muy alto –cuando llevas horas y horas con tu personaje en el endgame–, el optimizar estadísticamente todos los objetos y habilidades, así como hay construcciones de clases de personajes que dan mejores resultados, pero, al final del día, ¿a quién le importa? Eso solo aplica a jugadores extremadamente dedicados. Al resto nos vale con golpear a monstruos, que les salgan números de la cabeza con cada hostia y esperar a ver si cagan algo. Si sale un objeto dorado: ¡bon Nadal!
The number of the beast
Dijimos antes que Diablo III tuvo un arranque controvertido. El problema fue que el juego atentó contra los fundamentos de RNG y convirtió a la máquina tragaperras en un asunto menos relevante. Más allá de que Blizzard realizó una de sus jugaditas un poco deshonestas para fomentar el intercambio de moneda real entre jugadores quedándose ellos con una parte, la polémica vino con la casa de subastas. Este lugar dentro del juego permitía a los jugadores comprar objetos que otros jugadores hubieran conseguido y que estaban poniendo en venta. Aunque se adquirían con la economía del juego, si no nos falla la memoria, podían ser comprados también con dinero real. Sea como sea, la cuestión es que si uno puede comprar objetos se está destruyendo en parte la máquina tragaperras, porque la gracia de participar en una lotería es que te toque a ti. Ese es el gusto y el placer culpable: que suenen las monedas al caer en la bandeja metálica y que la máquina estimule el cerebro reptiliano inundándolo temporalmente de dopamina. ¡Ay, qué gustito! Pero luego se pasa y uno vuelve a la rueda. Pagar por obtener el premio en un juego que, no nos engañemos, se juega casi solo, pues mata la diversión.
También hubo un problema relacionado con el RNG de los objetos en términos generales: la ratio de posibilidades de que un monstruo o un objeto del entorno soltara equipo era relativamente baja y, cuando lo hacía, lo normal era que fuera de estadísticas pobres. Volvemos entonces a la máquina tragaperras: aunque el ludópata sabe que la máquina está trucada, pues no depende de su agencia que toque premio sino de la programación de la tragaperras, esta tiene que recompensar al jugador eventualmente para que siga jugando. Cuando se introdujo la gran expansión de Diablo III para que este saliera en consolas, se eliminó la casa de subastas y se ajustó la ratio de generación de recompensas. Diablo III pasó de ser odiado a ser uno de los mejores juegos de Blizzard. Todo está en la rueda del hámster de la promesa de recompensa.
El reflejo en el espejo
Dicho esto, y afirmando algo poco popular, Diablo III, cuyo lanzamiento fue un poco desastre, es nuestro favorito de la saga. Pero Diablo IV probablemente sea el mejor de la saga. Tal vez por presión del medio del videojuego, se ve obligado a introducir un elemento de mundo abierto que antes no tenía, en el que el jugador puede explorar, más o menos a su albur, el mundo del juego. De este modo puede toparse con eventos aleatorios de matar demonios (aquí se trata de matar todo el rato, no se vayan a pensar que hay algo más) en los que se pueden unir personas que están jugando en cualquier parte del mundo. Hay mazmorras dedicadas también a la exploración y, en fin, lo esperable dentro de un mundo abierto. Permanece, eso sí, una campaña con un guión fino, igual irrelevante, pero bien escrito para lo que es, e interesante en cuanto a los giros y personajes secundarios.
Indiscutiblemente, Diablo IV es tan adictivo o más que el resto de la saga. Sin embargo, hemos descubierto un fenómeno que tal vez venga con la edad: dado su carácter repetitivo y poco desafiante, produce un efecto somnoliento parecido al que genera la Vuelta Ciclista a España. Nos hemos visto a nosotros mismos como un reflejo especular de nuestros padres, que después de venir reventados del trabajo, se ponían la Vuelta Ciclista a España como por interés, pero, incluso aunque estuvieran genuinamente interesados en la Vuelta, acababan por sucumbir al sueño. Mientras los numeritos surgen de las cabezas de los malvados y esperamos a que tiren alguna recompensa, el sueño nos vence. Suponemos que no será el caso de la gente joven, cuyo reflejo especular tal vez sea distinto: ¿no es Diablo una máquina de producir la falsa idea de que si uno persevera repetitivamente en una actividad al final obtendrá su recompensa?, ¿no es una metáfora de la falsa idea de meritocracia?
Diablo IV es muy buen juego; esto es casi un hecho indiscutible. El problema que tiene es que si uno se para a pensar qué hay tras las cortinas del Mago de Oz, lo que encuentra es un juego que se juega solo, en el que la agencia del jugador es mínima, las decisiones son poco interesantes y las recompensas que produce la sesión de juego probablemente ya estén determinadas desde que uno se conecta al servidor. Es un gigantesco trampantojo de videojuego, en el que hay, en realidad, poco juego. Es decir, en realidad habría que decir que es indiscutiblemente un mal juego. Sin embargo, si uno se deja seducir por lo que ve, que es donde está la clave –verse seducido como uno queda seducido por las luces intermitentes de la máquina del casino, los fuegos artificiales o el discurso inspirador de una TedTalk–, la experiencia es tan adictiva y tan satisfactoria que es inevitable señalar que uno está ante uno de los mejores juegos de la temporada.
¿Es el chute de heroína digital el que lanza estas afirmaciones o son realmente las propiedades del juego, más allá de su adictividad? Dejamos al lector que decida, pero, sin duda alguna, es una experiencia que a cualquiera al que le guste el medio tiene que probar y, probablemente, si está leyendo esto, es que ya lo haya hecho. El Diablo IV de Blizzard no ha decepcionado. Queda al tiempo ver si será víctima de nuestra época y quedará enterrado en menos de un año o si se seguirá jugando una década.