La mirada tras la cámara: juegos sobre hacer fotos y la economía de la mirada
En un mundo en el que la imagen digital domina, han surgido unos cuantos juegos en los que tirar fotos es la mecánica principal. ¿Una reflexión sobre la economía de la mirada?
En la España de los años cuarenta y cincuenta, sobre todo en las zonas rurales, pasaba de vez en cuando un fotógrafo. Esta persona solía hacer las fotos para el carné de identidad y, ya que estaba allí, algunos que habían ahorrado algo de dinero le pedían que le tirase una foto a la muchacha que ya estaba crecida; al banquete de la comunión del niño, para que se vea a toda la familia, o una de la pareja, que ya llevan de novios unos años y se van a casar. Las imágenes que se guardaban sobre uno mismo eran escasas y tenían, tal vez, un valor mucho mayor del que ahora tienen por el hecho de que uno conservaba con dificultad las pocas que había conseguido atesorar, porque, además de la escasez, el formato analógico de la foto tradicional está expuesto al paso del tiempo. Ahora, más o menos setenta años después, la cosa es justo la contraria. No es que la imagen haya dejado de tener valor, pues precisamente vivimos un momento histórico en el que todo es pura imagen, sino que la noción de escasez ha desaparecido. Vivimos en una sobreabundancia de imágenes sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea, ya que la cámara de fotos –antes un objeto que necesitaba ciertos conocimientos y un proceso de obtención de imagen que requería un compromiso con el artefacto– resulta prácticamente obsoleta gracias a los teléfonos móviles que llevamos encima. Si nuestros bisabuelos podrían haber tenido un par de fotos de su infancia (si guardaban alguna), nuestros abuelos alguna más (incluso de su boda), nuestros padres a lo mejor ya llenaban un par de álbumes, nosotros estamos en un punto en el que de nuestra madurez llenamos petabytes. De nuestros hijos ya tenemos tanta información en sus primeros años de vida como de toda la que conservamos de las cuatro generaciones que les precedieron.
Esto no solo afecta a nuestra imagen porque vivamos en un mundo en el que esta se ha convertido en el punto de venta de nuestra identidad en el capitalismo tardío, sino que es un fenómeno general de todo proceso informacional. La cultura digital, nos dice el filósofo de la información Luciano Floridi, tiene el guardar como “función por defecto”. El problema de la era predigital era cómo conservar lo que se producía; la del mundo digital es qué borrar. Incluso hay inteligencias artificiales, muy precarias pero existentes, que nos recomiendan qué fotos borrar de nuestros teléfonos. Guardamos tanta información que se va a dar la paradoja que contaba Jorge Luis Borges en uno de sus relatos: el tiempo guardado va a corresponder uno a uno al real, por lo que vamos a necesitar una vida para poder recordar los momentos de nuestra vida.
Por esta razón, tal vez, ha habido cierta explosión de juegos en los que la mecánica principal sea hacer fotografías. La diferencia es que en estos juegos el acto de tomar una instantánea tiene una significación profunda que la foto que tiramos por tirar ha dejado de tener. Recuperan, en cierta medida, el fetiche de tener que aplicar una mirada específica, subjetiva, al transcurrir del tiempo: congelar algo especial y no solo porque uno crea que debe hacerlo, no vaya a ser que se lo pierda. Estos juegos lo hacen, además, con dispositivos ya obsoletos: cámaras que tienen un número escaso y finito de disparos, como cuando teníamos que elegir con precisión qué retratar mientras mirábamos la manera en que caía el contador de fotos restantes. Un carrete de veinticuatro fotos servía para gestionar la economía de la mirada y solo retratar aquello que de verdad merecía la pena ser recordado.
Os dejamos un recorrido por estos juegos, en los que se pone en valor la fotografía como artefacto de recuerdo y testimonio del fugaz paso del tiempo.
‘Toem’ (Something We Made, 2021)
Rito de paso
Aunque Toem tiene un hilo narrativo débil, todo huele a ritual de paso. Mucha gente suele tener como imagen mental del ritual de paso a un joven de una tribu perdida en mitad de un continente poco explorado, que debe pasar una noche fuera de su poblado y regresar al día siguiente con la piel de un puma que él mismo haya cazado. Y sí, eso es un rito de paso en tanto que cazar al puma sirve para significar que el joven ya forma parte de la comunidad en la que vive y puede participar en las actividades, pues el grupo le reconoce como a uno más. El rito es la puerta de entrada a la madurez, que en términos de la comunidad implica que ahora puede participar en la creación, conservación y transmisión de los valores de esa cultura. Muchos ritos de paso se han perdido, como las novatadas, afortunadamente; otros tal vez no lo parezcan, como las fotos de la orla universitaria: no es un elemento obligatorio, pero la estampa de un colectivo con toga enmarcado como sospechosos habituales significa ese paso a ser reconocido como licenciados dentro de la comunidad académica.
En este juego, el simpático y joven protagonista inicia un viaje hasta una montaña, cámara de fotos en mano, para capturar un fenómeno conocido como Toem. La manera en la que se articula este levísimo relato se establece tal y como hemos comentado: se está hablando de ser reconocido por la comunidad, y para ello debemos visitar la montaña del Toem.
Toem es un amable juego de puzles, con una cuidada estética en blanco y negro, que se desarrolla con un esquema muy clásico del videojuego: pequeños niveles en los que uno deberá ir resolviendo acertijos hasta tener los suficientes para pasar al siguiente nivel. Será la cámara de fotos la que servirá para resolver los puzles. A veces se tendrá que entregar la foto de algo a alguien, otras se usa para buscar algún elemento del entorno, pero será mediante este dispositivo que el jugador vaya superando los obstáculos de cada nivel para conseguir unos sellos que le permitirán tomar gratis el autobús hasta el siguiente paraje.
Lo interesante de Toem, que lo es y mucho, reside en la simpatía de los diseños, tanto en lo estético como en lo jugable, que hace que uno olvide que, si le quitas eso, estás ante algo que tampoco es demasiado original. Pero no todos los juegos tienen que inventar la rueda, igual solo parecer que lo hacen. Y este, retomando la casi ya olvidada costumbre de tirar fotografías, refrescó el ambiente de los independientes del 2021 y pareció que algo inventaba. Una pena que pasase un poco desapercibido.
‘Season: A Letter to the future’ (Scavenger Studio, 2023)
Melancolía preapocalíptica
Cuando escribimos esto, Season dejó enseñar la patita con una demo, pero para cuando estés leyendo esto, y si no se tuerce, acabará de salir al mercado. Si es tan interesante como mostró la demo, igual estamos ante uno de los juegos del año 2023, al menos en la parte de los videojuegos de productos con presupuestos moderados. Season se parece a Toem en que también tiene algo de rito de paso. Sin embargo, tanto su propuesta estética como el tono melancólico lo colocan en el extremo opuesto.
En Season llevamos a una muchacha que decide abandonar su comunidad antes del cambio de estación. En el mundo ficticio del juego, cada estación marca un cambio de era, lo que implica la llegada de un cataclismo apocalíptico. Esta muchacha decide salir de su comunidad, que está a salvo de los cambios de estación, para recopilar las imágenes y los sonidos del mundo que está a punto de perecer. Aunque la cámara es fundamental para dejar registro del mundo y la exploración del mismo, no son las únicas; también dispone de dibujos, citas y sonidos para grabar. Season es un simulador de crear tu propio álbum de recuerdos, algo que, si nos preguntan, no sabemos si es una reliquia de un pasado olvidado: ¿los jóvenes de ahora siguen pegando imágenes, objetos y haciendo dibujos en un cuaderno a modo de bitácora de su paso por la vida?, ¿tienen los objetos para el recuerdo sentido en un mundo donde “salvar” es la opción por defecto? Salvar, sí, y no guardar, porque aquí en Season tiene todo el sentido: no es guardar recuerdos, es rescatarlos para que queden y perduren, porque el cuaderno de viaje de la protagonista es el arca de Noé de lo que merece ser salvado para el futuro. Es el jugador el que desde su subjetividad podrá componer los cuadernos a su gusto respetando, más o menos, la visión que este tenga de aquello con lo que irá topando.
Season: A letter to the future promete mucho, tal vez demasiado, y eso tiene la consecuencia casi inevitable de que dará menos de lo que insinúa. Dicho esto, el road trip en bicicleta por este mundo predestrucción se ve y se siente muy bien. Ojalá funcione, porque a cierto nivel, y como hemos señalado arriba, Season pone sobre la mesa la que es la gran pregunta de la cultura digital: ¿qué información merecerá ser guardada para el futuro?
‘Madison’ (Bloodious Games, 2022)
Terror y cámaras ‘vintage’
Madison es la iteración número mil de P.T., el que fuera el no juego más famoso de los últimos tiempos. P.T. fue una demo de Hideo Kojima, tal vez el autor de videojuegos más conocido dentro del mainstream, que estaba pensada como introducción para el Silent Hill que iba a dirigir. Sin embargo, Konami, la empresa detrás de Silent Hill, echó a Kojima de malos modos, P.T. (recordemos, una demo) fue retirada de la PlayStation Store, y solo los suertudos que la descargaron pueden seguir volviendo a esa experiencia única, asfixiante, de terror psicológico. En el fondo, P.T. es una vuelta de tuerca a estar encerrado en una casa, en una especie de bucle temporal, en la que por cada repetición uno va aprendiendo cosas nuevas sobre el trasfondo de la historia, cómo resolverla y, tal vez, lo más importante, la relación entre el terror que uno sufre en el espacio del juego y el paisaje interior del personaje. Como un Lost Highway, la película de David Lynch, pero en videojuego.
P.T. fue tan impactante que muchos otros han tratado de repetir la foto que dejó Kojima en la mente de muchos diseñadores. Algunos de estos productos eran reproducciones del mismo en motores gráficos diferentes; otros, pura explotación; otros, como Visage, dignos sucesores que aportaban algo nuevo. Madison entra en esta última categoría.
En Madison hay casas de familias jodidas, un joven con amnesia del que sospechamos que algo malo ha hecho, demonios (tanto en lo metafórico como en lo real), posesiones infernales y un ambiente malsano tremendo. Vamos resolviendo puzles en este entorno enrarecido mientras poco a poco se va desentrañando el misterio que hay de fondo. Desde el primer minuto uno ve que en Madison hay una historia de recuerdos reprimidos que, en realidad, poco importa, porque el punto fuerte está en que la inquietud generada por la construcción de los elementos del entorno poco a poco te introduce en un estado de alerta y terror, algo que es bastante notable. El punto original de Madison, aunque no tanto, es que disponemos de una Polaroid que nos ayudará a ir superando los puzles. Hay elementos del entorno que nuestros ojos no ven, pero que la cámara de fotos puede captar. ¿Nos está diciendo que la subjetividad del protagonista está más pa’llá que pa’cá y que tiene que ser un dispositivo mecánico de reproducción de la realidad el que nos muestre lo que el ojo no ve?
De arranque flojo y abusando de jump scares innecesarios, Madison es una apuesta de horror puro independiente que sí es un dignísimo sucesor de este tipo de historias de terror psicológico que puso de moda el P.T. de Kojima.
‘Umurangi Generation’ (Origame Digital, 2020)
La destrucción será fotografiada
Tiene cierta gracia que, en la generación en la que el selfie y la multiplicación hasta el infinito de la imagen, propia y ajena, salga un juego en el que el núcleo principal de la jugabilidad sea echar fotos con una cámara de 35 mm analógica. No sabemos si será el fetiche de la cámara, la nostalgia por un mundo que los desarrolladores prácticamente no vivieron, el poner en valor la imagen tomada desde un punto de vista privilegiado (el del profesional de la imagen) o, simplemente, porque tirar fotos con cámara analógica, ahora que tenemos todo el mundo digital en el bolsillo, te hace más cool que nunca. En cualquier caso, Umurangi Generation consiste en algo muy parecido a Toem: en cada nivel, una estampa de un mundo del futuro (aunque cercano al nuestro), se nos pide hacer unas cuantas fotos de cosas determinadas que debemos buscar por el mapa: un pájaro raro, muchachos posando, pintadas en las pareces, etc. Tendremos, además, carrete para poder hacer nuestras propias composiciones, que nos harán ganar unas perras, aunque el dinerín de verdad vendrá de cumplir con los objetivos.
Sin embargo, lo que parece un aburrido y pobrísimo juego independiente tiene mucho más donde rascar de lo que parece. Para empezar, el protagonista es un maorí, una de las minorías étnicas de la isla de Tauranga, en Nueva Zelanda, donde se ambienta este videojuego. Lo que comienzan siendo unas fotos banales para ser vendidas al periódico local escala de tal manera que nos lleva por terrenos entre la crítica social y la ciencia ficción más extravagante. Iremos descubriendo, ¡ojo!, que hay una invasión alienígena y que la ONU ha tomado la isla para “proteger” a sus gentes. Los jóvenes de esta generación son testigos pasivos de la destrucción que se les viene encima. No porque se les dibuje como los detonantes de esta destrucción dada su falta de interés por la realidad, sino porque es una generación en manos de fuerzas que no desean conservar el planeta, representados en el juego tanto por la ONU como por estos alienígenas que bien podrían ser el cambio climático. En este juego del 2020, de plena pandemia, resuenan las palabras de Greta Thunberg, para bien o para mal, en la que se prevé un futuro desolador para las generaciones del presente ante la maquinaria imparable de nuestra autodestrucción. Suena oscuro, pero no es para menos.
‘35MM’ (Sometimes You, 2016)
Si Tarkovski levantara la cabeza
La forma rusa de hacer cine sesudo tiene ciertas características que suelen ser parodiadas por el cine occidental, sobre todo el hollywoodiense, porque sus códigos parecen haber sido planteados en una dirección totalmente contraria. Mientras que Hollywood apuesta por la edición rápida, la historia deglutible para cualquier dentadura y el deslumbrarte con el estilo actor’s studio, los antiguos soviéticos planteaban un cine lento, en el que la sombra de Chejov sobrevolaba los entornos campestres retratados, en los que la trama importa menos que el subtexto. Igual Andréi Tarkovski es uno de los referentes más reconocibles de este tipo de cine, uno que no le gustaba demasiado al politburó soviético, ya que en su retrato se dejaba ver cierta trascendencia religiosa en la decadencia de la URSS que, en fin, mucha gracia no hacía a los miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética. Además, Tarkovski tiene dos de las películas de ciencia ficción elevada que le han permitido trascender (Tarkovski sí alcanzó ese grado reservado a pocos): Stalker y Solaris siguen siendo dos titanes del cine queridas incluso por personas que solo aguantan películas en las que la duración de plano esté en una media de un segundo. Pero hay muchos más directores rusos que marcan todas las casillas de este cine lento y poderoso, como Elem Klímov (Ven y mira), Aleksandr Sokúrov (El arca rusa) y Andréi Sviáguintsev (Leviatán).
Esta larga introducción solo para decir que 35MM es un intento, en cierta medida, de llenar esas casillas del cine ruso con un videojuego sobre unos tipos que se adentran en un bosque, que recuerda poderosamente a los entornos de “la zona” de Stalker, pero que nos deja un juego plano, mal diseñado y aburridísimo, en el que se busca una trascendencia de parvulario tan torpe que decepciona demasiado.
En el momento que salió, su apuesta formal invitaba a adentrarse en su mundo de ficción: ¿unos tipos que buscan algo misterioso en las ruinas de un páramo soviético?, ¿más postapocalipsis?, ¿juego reflexivo y con aspiración transcendental? Vamos allá. Pero no, ni es un bueno juego de terror ni es un buen walking simulator ni nada de nada. Tal vez en su torpe construcción de escenarios alguien puede encontrar cierta belleza, pues es cierto que la ambientación tiene sus momentos, pero no compensa con lo difícil (a veces, imposible) que resulta interactuar con el mundo del juego. Incluso la mecánica principal, la de tirar fotografías, está deslucida por la poca pericia de la programación.
Dicho esto, y en un sorprendente giro de los acontecimientos, 35MM puede ser una experiencia muy disfrutable si el jugador tiene la paciencia suficiente para tragar las pocas concesiones que se le hacen; si asume su papel como actor pasivo en una especie de drama existencial, con toques de terror, que claramente le supera; si encuentra la belleza en la arquitectura de la era soviética; si puede aguantar que el gameplay sea tan tosco. Son demasiados condicionales, pero 35MM es un juego que necesita excesiva colaboración por parte del jugador para que funcione. Aquí sí que se comporta como un film soviético que te exige pero no sabes si al final del viaje este te va a dar una recompensa en forma de emoción gratificante. De hecho, es un juego que, pese a su aridez, es muy querido en la comunidad de Steam. Como cada dos por tres está de oferta, más barato de lo que vale ya un carrete de fotos, igual alguien quiere comprobar si el esfuerzo merece la pena.
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