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Escohotado

El último trócolo

Lo mejor del diario póstumo de Escohotado, sin duda, es su constante defensa de la elegancia frente a la avidez, frente a la gula, frente al ansia, frente al atiborrarse sin sentido. Lo peor, el exceso de vanidad.

Hola. Yo he sido, soy y, supongo, seré siempre discípulo de Antonio Escohotado. He leído y admirado (casi) toda su obra. También, lógicamente, su diario póstumo, publicado, según su deseo, dos años después de su muerte. Leído y releído en un ratito, porque es muy breve. 

Escohotado nos había puesto los dientes largos a todos sus fans durante años con esta obra. Nos relamíamos pensando, así nos lo hizo creer el propio, que este Diario de Rebeca –como se tituló originalmente– era un registro sistemático de su consumo de sustancias. Pero Confesiones de un opiófilo, título definitivo del librito publicado, muy poco tiene de eso. Desafortunadamente. 

Se trata, en realidad, de una suerte de deslavazado y heterogéneo dietario que abarca nominalmente de 1992 a 2020, un año antes de su muerte, pero que, para ser francos, es una compilación de pensamientos de senectud: el grueso de las entradas corresponden a sus últimos veinte años de vida. 

Respecto a las drogas, la única tesis desarrollada por Escohotado en el opúsculo es el uso moderado pero diario en la vejez de opiáceos, especialísimamente heroína, como remedio infalible contra todo mal. Detalla el maestro su firme lucha por mantenerse en un consumo mensual que no baja de gramo y medio y que, para su disgusto, algunos meses llega a tres gramos y medio. Un uso comedido de una sustancia (alternada con cápsulas de opio) con la que convivió cotidianamente desde los cincuenta y nueve años hasta el final de sus días y a la que considera una absoluta panacea para evitar cualquier enfermedad, incluido el cáncer. En fin, fanfarronadas aparte, siempre sostuvo Escohotado que el caballo era una droga para el final de la vida y predicó con el ejemplo. 

Dice Juan Carlos Usó en el magnífico prólogo del librito: “Este no defraudará a nadie, ni a incondicionales ni a detractores”. Y tiene toda la razón. No defrauda el librito. Sorprende, eso sí. Por ejemplo, que está sin corregir, con lo maniático que era el maestro en utilizar la palabra justa y adecuada. Sorprende también la alternancia de entradas que son perlas de su característica profundidad intelectual con otras muchas veces directamente pueriles e incluso ñoñas, en el sentido más senil del término. Ya digo que, en buena medida, son reflexiones de la vejez. 

Lo mejor del librito, sin duda, es su constante defensa de la elegancia frente a la avidez, frente a la gula, frente al ansia, frente al atiborrarse sin sentido. La elegancia como respeto por uno mismo es una máxima que siempre llevó a gala Escohotado. Otra cosa es que lo consiguiera a medida que el personaje le iba devorando hasta acabar deglutiéndole.

Lo peor, el exceso de vanidad. En ocasiones tan superlativa como su privilegiado cerebro. Y las constantes y poco humildes alusiones a Los enemigos del comercio, su última gran obra y la que dividió en dos a su legión de seguidores: los de la droga y los del comunismo. Fueron los tres tomacos de Los enemigos del comercio un esfuerzo titánico por demostrar una tesis, y la acabaron demostrando aún a fuerza de retorcer los argumentos, de seleccionar aviesamente las fuentes, incluso de perder la objetividad y hasta el buen juicio. Basta releer un poco por encima sus consideraciones sobre el anarcosindicalismo español, por ejemplo, para sonrojarse por su supina ignorancia sobre el tema y su torticero sesgo. Probablemente ahí le salió a Escohotado el falangista que por tradición familiar llevaba dentro, aunque él alardeaba de haber sido “más rojo que la muleta de un torero”. Digamos que era una mentirijilla de viejo chocho haciéndose el arrepentido. 

En cualquier caso, no nos engañemos, Confesiones de un opiófilo es una obra menor, muy menor, en la brillante bibliografía escohotadiana. De hecho, se publica única y exclusivamente por ser la obra póstuma de Antonio Escohotado. Tal vez consiga convertirse en un best seller con el que ayudar económicamente a su extensa prole, uno de los anhelos expresados por el propio sabio en su diario. Tal vez… 

Yo, como fan fatal del maestro, si bien he disfrutado con el reencuentro, prefiero recordarle por otros textos más vigorosos y lozanos. Más juveniles y aquilatados. Más elegantes, en definitiva. “Hay maestría en todo. Lo que pasa es que no hay maestría que no se consiga con esfuerzo, con mérito, con amor propio”. En esas estamos, querido Antonio. Nos veremos cuando concluya el viaje. Adiós. 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #314

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