Por José María Asencio Gallego (PhD), magistrado, profesor universitario y escritor.
Las drogas existen y se consumen. Así ha sido desde que el mundo es mundo. Una evidencia tan incontestable como aquella que afirma que, pese a muchos años de políticas prohibicionistas en la práctica totalidad de los estados del globo, las drogas siguen existiendo y continúan consumiéndose.
Para constatar este hecho basta con salir a la calle y pasear, adentrarse en el ocio nocturno, sentarse en cualquier terraza, encender la televisión, navegar en internet o consultar el historial de multas y demás sanciones, administrativas o penales, que se imponen cada día por la posesión de estas sustancias.
La prohibición, pues, el sistema legal global consolidado a través de los Tratados de las Naciones Unidas de 1961, 1971 y 1988, no ha servido para erradicar su consumo. Al igual que la llamada “Ley Seca”, que proscribió fabricar, vender, transportar o importar bebidas alcohólicas en los Estados Unidos desde 1920 a 1933, año en que fue derogada, tampoco logró su propósito de eliminar el alcohol de la vida de los estadounidenses.
Droga prohibida, mafia agradecida
Pero es que, además, no sólo la prohibición se ha demostrado inservible para alcanzar su objetivo principal, el ya mencionado, sino que provoca decenas de problemas que redundan en perjuicio de toda la sociedad. O, en palabras de la propia Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en su Informe Mundial sobre las Drogas del año 2008, “la guerra contra las drogas ha generado consecuencias negativas no previstas”. Sirvan, a modo de ejemplo, las siguientes:
La primera y principal, la delincuencia, los grupos criminales o cárteles que controlan la producción y la distribución global de las drogas. La prohibición no ha conseguido eliminarlos. De hecho, ha sido al revés. Cada día tienen más poder e influencia en determinados países, sobre todo en Latinoamérica, donde siembran el terror por doquier y, gracias a sus ingentes recursos económicos, infectan de corrupción al Estado mediante atractivos sobornos o, para los más honrados, a través de crueles amenazas.
Y esto ha sucedido porque, en la medida en que la demanda de droga existe, siendo ésta ilegal y perseguida, las mafias se aprovechan de la situación incrementando su precio y consiguiendo así un margen de ganancias imposible de lograr en otras empresas legales. Resulta paradójico, pero, por mucho que se mantenga la “guerra contra las drogas”, por muchos recursos que se destinen a ella y muchos alijos sean interceptados y sus portadores detenidos, al día siguiente otros los reemplazarán. Los beneficios son tan grandes que siempre habrá alguien dispuesto a introducirse en el negocio.
Y el segundo, y no por ello menos importante, la salud, la escasa calidad del producto, en ocasiones adulterado, que se vende en el mercado ilegal, el cual, por razones obvias, no está sujeto a controles sanitarios. Las cifras de muertos son espantosas, hacen temblar a cualquiera. Por ello suele decirse que muchos de los daños a la salud asociados con el consumo de drogas ilegales son causados o exacerbados por la ilegalidad de estas sustancias, no por las drogas mismas.
Ocurrió en los Estados Unidos durante los años de la antes mencionada “Ley Seca”. Miles de fallecidos por haber ingerido alcohol de baja calidad y de muy alta graduación, fabricado de forma casera en bañeras domésticas por quienes, más tarde, lo vendían en locales ilegales sin control alguno. Y sucede hoy con la cocaína o la heroína.
Además, pese a los mantras repetidos hasta la saciedad por los prohibicionistas, no todo consumo de drogas es problemático. La inmensa mayoría de los consumidores de cualesquiera sustancias ahora ilegales no son adictos, como tampoco son alcohólicos todos los que consumen alcohol, la droga legal más extendida y socialmente aceptada en el mundo occidental.
La solución: legalización
La extensión de este artículo de opinión no permite el comentario de otras consecuencias negativas de la prohibición. Pero hay más, muchas más. Y todas ellas podrían solventarse de una forma: legalizando. La llamada regulación, que ya ha empezado en algunos países, cada vez más, –aunque solo para el cannabis–, una vez advertidos los problemas expuestos, y cuyos beneficios son innumerables. Regular equivale a controlar. Controlar la producción, la venta y la calidad del producto.
El poder de los cárteles se reduciría de forma considerable, pues una de sus principales fuentes de ingresos desaparecería, de modo que, con menos recursos, su influencia decaería. Menos asesinatos y menos corrupción. Y es que, como concluyó el conocido criminólogo Paul J. Goldstein en su trabajo Drugs and Crime de 1989, en el que analizaba la relación entre consumo y tráfico de crack y homicidios en la ciudad de Nueva York, de los tres efectos que vinculan a la droga con la violencia, el que supone, con diferencia, mayor peligro para la sociedad es el llamado “sistémico”, que se refiere a la violencia derivada de la interacción entre los sistemas de tráfico ilegal de drogas, de consumo y de distribución; es decir, a la violencia que ocasiona el tráfico y control de la droga por las organizaciones criminales (homicidios y asaltos en las operaciones de droga, eliminación de los soplones, disputas territoriales, etc.).
Los otros dos efectos, el psicofarmacológico, que sugiere que determinadas personas, a causa de la ingesta de sustancias tóxicas, a corto y largo plazo, pueden actuar de forma violenta, y el de la compulsión económica, que señala que algunas personas cometen delitos patrimoniales con la finalidad de financiar la adquisición de drogas, que son caras, de modo que, junto al propio delito contra el patrimonio, la violencia puede originarse a partir del contexto en el que el delito se perpetra (alto nerviosismo del autor del hecho delictivo, reacción de la víctima al negarse a entregarle sus pertenencias, presencia de armas, etc.), representan una mínima parte de la delincuencia violenta en comparación con el terror que siembran las mafias.
Por otro lado, el establecimiento de puntos de venta controlada supondría que los menores tendrían un acceso más limitado a las drogas y que los mayores, debidamente informados acerca de lo que provoca cada sustancia, podrían elegir libremente si consumirla o no. Todo sujeto a controles sanitarios periódicos que supervisarían la calidad del producto.
Los recursos del Estado, personales y económicos, que ahora se destinan a la “lucha contra las drogas”, podrían destinarse específicamente a eso, a la información y a la formación en materia de drogas. Ello sin contar las ganancias que, para el Estado, supondrían los impuestos sobre las sustancias, como ocurre con el alcohol o el tabaco, ambas legales y, paradójicamente, mucho más perjudiciales para la salud que otras ilegales. De hecho, según reiterados informes de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el tabaco es la droga que más muertes causa al año en todo el mundo, superando con creces a los fallecidos por consumo de cocaína, de heroína o de modernas drogas sintéticas. Y, pese a ello, fumarse un cigarrito sigue siendo normal, aceptado socialmente, mientras que recurrir de forma ocasional a los psicodélicos o incluso al cannabis y reconocerlo en público te convierte en un paria, estigmatizado por muchos, incluidos los fumadores de tabaco.
Nadie niega que las drogas sean peligrosas. Por supuesto que lo son. Y precisamente por ello deben ser legales, para que puedan ser reguladas por los gobiernos y dejen de estar en manos de los delincuentes, a quienes no les importa la salud.
Así las cosas, la pregunta que necesariamente hemos de hacernos si decidimos empezar a pensar y no solo nos limitamos a obedecer es: ¿por qué?, ¿por qué, si la prohibición no funciona, se mantiene? O, mejor dicho, en la medida en que todo en este mundo se mueve por dinero –“poderoso caballero”, decía Quevedo–, preguntémonos: ¿a quién le interesa la prohibición? Cuestión distinta, queridos lectores, es que no queramos saber la respuesta.