Con frecuencia, los medios de comunicación nos hablan de matanzas indiscriminadas en institutos, universidades, cines o hamburgueserías. Suele suceder en Estados Unidos, pero la “moda” está llegando también a Europa, como ocurrió recientemente en Alemania.
Sociólogos, psicólogos y psiquiatras acostumbran a debatir acerca de la cuestión. Unos hablan de la facilidad del acceso a las armas en Estados Unidos, otros se refieren a la educación, mientras que algunos comentan la pérdida de empatía en nuestra cultura y la tendencia cada vez mayor al narcisismo y la psicopatía.
Curiosamente, como en el relato de La carta robada, de Edgar Allan Poe, nadie se atreve a decir lo que es tan evidente que pasa desapercibido. Todos estos asesinos en masa están tomando antidepresivos, normalmente Prozac o semejantes.
Los antidepresivos empezaron a recetarse en la década de los años cincuenta del siglo xx. En un principio se usaban con cautela en lo que se denominaban depresiones endógenas, que se creía tenían causas biológicas, no relacionadas con el universo psicológico de la persona. Pero el gran boom de los antidepresivos se produjo con el derivado de la fluoxetina, inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina conocido como Prozac, sintetizado en el 1974 por la compañía farmacéutica Eli Lilly, que se presentó a la agencia de la Food and Drug Administration (FDA) en febrero de 1977 y se comercializó en el año 1987. Los laboratorios hicieron una gran campaña de márquetin y convirtieron una “enfermedad” bastante minoritaria en algo que ahora padecían millones de personas.
Ya desde el principio surgieron algunas voces discrepantes de la publicidad de dicho fármaco, totalmente falsa. Se vendía la película de que, al igual que los diabéticos necesitan insulina para lograr un “equilibrio químico”, las personas deprimidas lo estaban por falta de serotonina; “desequilibrio químico” que el milagroso fármaco solucionaba.
En la actualidad, estas voces discordantes son ya una multitud, curiosamente muchas en el seno de la misma psiquiatría. Por un lado se ha llegado a la conclusión, después de detallados estudios estadísticos, de que los antidepresivos no superan al placebo, y por otro, los científicos han desmontado de forma total y absoluta el mito de la serotonina. Pero es tal el poder de las compañías farmacéuticas que este mensaje prácticamente no ha llegado al público en general, ni siquiera a los médicos, que siguen recetando alegremente antidepresivos.
Uno de los críticos más feroces de dichos psicofármacos es Peter C. Gøtzsche, autor del libro Psicofármacos que matan y denegación organizada. Gøtzsche ha llegado a afirmar que los psicofármacos son la tercera causa de muerte, tras las enfermedades cardiacas y el cáncer. Según su punto de vista, estos fármacos no solo no curan la depresión sino que cronifican episodios que se resolverían espontáneamente. En lugar de ayudar a los pacientes, sirven a los intereses de los psiquiatras y de la industria farmacéutica. Arremete también contra el diagnóstico de depresión, pues si siguiéramos al pie de la letra al DSM, el noventa por ciento de la población estaría clínicamente deprimida.
¿La depresión es por falta de serotonina?
Examinemos con cierta profundidad lo que llamaremos el mito de la serotonina. Toda la propaganda del Prozac y similares se basa en que la depresión está causada por una falta de serotonina, desajuste químico que precisamente resuelven dichos fármacos. El problema es que al que inventó este diagnostico habría que premiarle con el Pinocho de Oro, una especie de Oscar de la mentira, la trola y la bola. Pues es un afirmación totalmente falsa. Ninguna prueba científica ha podido demostrar que la depresión está causada por una falta de serotonina. De hecho, en algunas autopsias realizadas a personas que padecían depresión, y se habían suicidado, se encontró un exceso de serotonina.
Sobre este particular se han escrito multitud de artículos científicos y algunos libros, entre los que destacaría el del Dr. Terry Lynch, titulado Depression delusion: the myth of the brain chemical imbalance (‘El espejismo de la depresión: el mito del desequilibrio químico del cerebro’).
Es cierto que la leyenda de que la depresión, y en realidad cualquier condición relacionada con la salud mental, está causada por un desequilibrio químico del cerebro está tan profundamente enraizada en nuestra psique que casi parece un sacrilegio ponerlo en cuestión.
Pero nadie duda de que el hecho de que un par de vodkas eliminen transitoriamente nuestra ansiedad social no nos permite afirmar que solucionan un desequilibrio químico por la falta de vodka en nuestro cerebro.
Insisto, no hay ninguna prueba científica, análisis o escáner, que haya detectado una falta de serotonina en la depresión. Lo que convierte al diagnóstico, a falta de evidencias científicas, en algo subjetivo. La psiquiatría es la única especialidad médica en la que los test en busca de anormalidades biológicas que se suelen producir en enfermedades concretas –conocidos como marcadores biológicos– no forman parte de los diagnósticos y el tratamiento de la supuesta enfermedad.
Es algo que hizo afirmar a Steven E. Hyman, anterior director del poderoso Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, refiriéndose al nuevo DSM-5 –el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, elaborado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría–, que se había creado una pesadilla científica con menor base que la astrología.
En realidad, aunque el público general no lo sepa, es irónico que, tras décadas intentando convencer a todo el mundo de que los desequilibrios químicos del cerebro son tan característicos de la depresión como el aumento de azúcar en sangre en la diabetes, las compañías farmacéuticas estén abandonando el antes lucrativo campo de los psicofármacos al no haber encontrado evidencia alguna al respecto y no esperar encontrarla en el futuro. Para los científicos auténticos, el tema ha sido zanjado hace muchos años.
Por otro lado, si se encontrara algún trastorno cerebral causante de la depresión, el estatus médico de esta pasaría al de trastorno neurológico. Por lo que los pacientes se trasladarían, con todos sus bártulos, de la psiquiatría a la neurología; un escenario que empieza a mosquear a los psiquiatras.
Han tenido que pasar treinta años desde que el Royal College of Psychiatrist y el Institute of Psychiatry afirmaran que la depresión no tenía que ver con la falta de serotonina para que aceptemos finalmente que la teoría del desequilibrio químico en la depresión es más falsa que un euro con la esfinge de Belén Esteban. Pues si bien es cierto que los antidepresivos como el Prozac interfieren con los niveles de neurotransmisores en la sinapsis cerebrales, no hay evidencia científica alguna que apoye la noción de que los niveles de neurotransmisores sean, de entrada, deficientes en la depresión.
Hasta el gran apologista del Prozac Peter D. Kramer, autor del exitoso Escuchando al Prozac, ha llegado a escribir en el New York Times que las teorías del funcionamiento cerebral que llevaron al desarrollo del Prozac “son incompletas, por no decir totalmente erróneas”.
La idea de que las deficiencias de sustancias químicas del cerebro como la serotonina tienen que ver con la depresión recibieron otro duro golpe con la introducción de una droga conocida como tianeptina, utilizada como antidepresivo, con los nombres comerciales Stablon, Coaxil y Tanitol, que disminuye los niveles de serotonina y que tiene el mismo supuesto éxito que los SSRI (Prozac).
La leyenda urbana del desequilibrio químico
La percepción pública de que la depresión es una enfermedad crónica producida por un desequilibrio químico cerebral ha creado la idea de que la recuperación y el poder vivir sin medicación no es algo viable. Lo que es totalmente falso.
Ya en el año 2005 Wayne Goodman, jefe del comité farmacológico de la Food and Drugs Administration admitía que “el desequilibrio químico era solo una metáfora útil”. Probablemente, para los laboratorios que se han enriquecido con dicha “metáfora”. Según el psiquiatra Ronald Pies, la noción de desequilibrio químico “no es más que una leyenda urbana. Nunca ha sido una teoría que haya propuesto ningún psiquiatra digno de este nombre”.
Como afirma el sociólogo Andrew Scull: “La psiquiatría biológica siempre promete que las soluciones médicas están a la vuelta de la esquina. Pero es como estar esperando a Godot”. Los psiquiatras no solo defienden un diagnóstico. En este caso se están defendiendo a sí mismos, a su ideología, a su modus operandi y a su estatus y rol en la sociedad como expertos en salud mental. La psiquiatría es la única especialidad médica en la que muchos de sus pacientes se consideran supervivientes del sistema actual de tratamiento.
Aunque la mayoría de la gente sigue convencida de que el desequilibrio químico está asociado con la depresión, cada vez hay más psiquiatras y compañías farmacéuticas que saben que esta mentira ya no puede sostenerse por más tiempo y buscan otros terrenos en los que medrar, sabiendo que el sufrimiento humano es infinito.
Deprimidos y medicados de por vida
El enfocar la depresión como un desequilibrio químico del cerebro nos dice que es algo que no podemos controlar. El origen de la tristeza ya no tiene que ver con una sociedad injusta, los desacuerdos interpersonales o una historia vital llena de traumas, pérdidas o abusos. Es algo dentro del individuo. El problema ha dejado de ser el paro, la desigualdad feroz o la alienación. El problema somos nosotros. Un cerebro estropeado.
Lo que es verdaderamente triste y deprimente es que un diagnóstico falso haya metido en las arcas de las farmacéuticas más de doscientos cincuenta billones de dólares en los últimos treinta y cinco años.
Hemos pasado de un trastorno bastante infrecuente, con un pronóstico de recuperación en general bueno, a algo que padece uno de cada diez americanos cada año, cuyo pronóstico es el de una enfermedad crónica que debe medicarse de por vida.
La depresión es una respuesta legítima al estrés y las dificultades de la vida. Si se consideran sus raíces hay un gran potencial de sanación y recuperación.
Recientemente, dos valientes mujeres han publicado libros sobre su odisea con los antidepresivos y cómo llegaron a arruinar sus vidas. El primero lo publicó la australiana Rebekah Beddoe y se titula Dying for a cure: A memoir of antidepressants, misdiagnosis and madness. Se trata de una obra demoledora en la que la autora explica que está viva de milagro después de varios intentos de suicidio y la adicción a la heroína a la que le llevó el caos psicológico al que le condujeron los antidepresivos.
Otro excelente libro sobre el particular es el de Katinka Blackford Newman: The pill that steals lives, que medicada con antidepresivos tras el estrés que le produjo su separación matrimonial estuvo a punto de matar a sus hijos y suicidarse. Algo que ha sucedido, por desgracia, realmente en otros casos, que en ocasiones han reflejado los medios de comunicación. Tuvo la suerte de recibir apoyo del Dr. David Healy que lleva años advirtiendo del peligro que representan los antidepresivos. Healy, un fino historiador de la farmacología, ha participado como perito en muchos procesos judiciales relacionados con los antidepresivos y ha sufrido en su propia carne el chantaje de las compañías farmacéuticas, que le impidieron ocupar una cátedra en Canadá en una universidad cuyo funcionamiento dependía de las subvenciones de los laboratorios que sintetizan psicofármacos.
Katinka Blackford ya se mostró sorprendida al leer el prospecto del fármaco que le recetaron, que afirmaba que los antidepresivos podían provocar a gente normal, sin ninguna historia de suicidio, enfermedad mental o violencia o inexplicablemente a tener alucinaciones, querer autolesionarse, suicidarse o matar a otras personas. Entre los efectos secundarios del fármaco se encontraba la depresión. Es como si en el prospecto de la aspirina pusiera que puede provocar fuertes dolores de cabeza.
La autora reconoce que en ocasiones más que arreglar un desequilibrio químico del cerebro los antidepresivos parecen encender un interruptor que te lleva a hacer cosas que no hubieras soñado nunca. En ocasiones, a pocas horas de ingerir el fármaco o al variar la dosis. De un día para otro la gente puede ahorcarse, cortarse las venas o tirarse a la vía del tren.
Katinka Blackford, tras “recuperarse”, apoyada por su profesión de reconocida documentalista, empieza a investigar y nos descubre cómo los laboratorios ocultaron las pruebas de los suicidios producidos en los ensayos con Prozac.
Llega a reconocer que la ansiedad y las noches de insomnio son algo de gran valor. Son una señal de que las cosas no van bien, y reconocerlo abre las puertas a la curación y a la solución de los problemas. De hecho, las considera la llave a la felicidad auténtica y duradera.
En un momento dado, a Katinka se le prescribieron 1.000 mg de litio, 25 mg de lamotrigina, 20 mg de Prozac, además del antipsicótico olanzapina, y como guinda Seroquel (quetiapina). Añadiendo zopiclona, pues ¡no podía dormir!
La autora nos recuerda que James Holmes, que produjo una matanza en un cine en el que se proyectaba Batman, estaba bajo los efectos del antidepresivo Zoloft (sertralina).
Finaliza su valiente alegato recordándonos también que el 13 de marzo del año 2016 apareció el informe del desastre del Germanwings. El año anterior, el piloto Andreas Lubitz, del vuelo 9525, se encerró en la cabina estrellándose voluntariamente en los Alpes franceses y mató a ciento cincuenta personas que habían salido, felices y confiadas desde Barcelona. Diez días antes de la tragedia, a Lubitz le habían recetado 20 mg del antidepresivo escitalopram, junto a cápsulas de zopiclona para dormir. También tomaba mistazapina. Un escalofrío recorre a Katinka Blackford cuando descubre que tomaba prácticamente la misma medicación que a ella la volvió psicótica y la llevó a autolesionarse y a pensar en matar a sus hijos, creyendo que vivía dentro de un videojuego.
Por suerte, como hemos dicho, las investigaciones sobre la depresión van tomado otro rumbo y se están haciendo estudios muy prometedores de cara a su tratamiento con la ketamina y otros psiquedélicos. Tema que trataremos en otra ocasión y que considero que es el camino correcto para salir de la pesadilla de los antidepresivos.