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Desde que empecé a colaborar en Cáñamo recibo en casa la revista. Marcelo la mira por encima sin percatarse de que yo soy Clarita y de que él es Marcelo.

Desde que empecé a colaborar en Cáñamo recibo en casa la revista. Marcelo la mira por encima sin percatarse de que yo soy Clarita y de que él es Marcelo. A él no le van las frivolidades; él se fija en los textos más sesudos y sobre todo en los artículos de cultivo, que no es que se los lea, es que se los estudia, subrayándolos con rotulador rojo.

A mí me molesta que me destroce así las revistas en las que salgo, pero no quiero darle importancia, pues no me apetece que se dé cuenta de que estoy relatando nuestras intimidades conyugales.

Cuando llegó el número de enero, el primero en el que yo escribía, me preguntó por qué me había suscrito yo a esta revista si a mí los porros no me gustan. “El director es un antiguo amante y cuando se enteró de que estaba viviendo con un porrero le hizo gracia y me regaló una suscripción”. “Ah”, contestó Marcelo sin querer saber más. Marcelo prefiere en general ignorar mi pasado y en particular todo aquello que implique intercambio de fluidos con otros que no sean él.

El caso es que hace tres semanas me propuso montar un invernadero de marihuana en mi estudio. Según sus cálculos, y lo decía con un ejemplar de Cáñamo en la mano, en tres meses podía sacar adelante una buena cosecha y vendérsela a una asociación. Le dije que no, por supuesto, y él protestó sin mucha convicción: “Siempre te estás quejando de que no hago nada, y para una vez que te vengo con una iniciativa empresarial, me la frustras”.

No volvió a decirme nada sobre el asunto y el otro día, después de haber pasado el día en la universidad, llego y me encuentro con mi estudio convertido en una plantación de marihuana. “¿Pero y esto?”, le pregunté con disgusto. “Se acabaron las penas, Clarita. ¿Tú no decías que querías una casa con jardín? Este verano con el dinero que saque te llevo de viaje a las islas griegas”. El cabrón había trasladado mi estudio al dormitorio y la cama la había puesto en el salón frente a la tele: “Así podremos ver series juntos”.

“¿Y de dónde has sacado el dinero para esas lámparas y esas poleas?, le pregunté temiéndome lo peor. “Todo reciclado en actos de reapropiación contra el Estado”, me contestó el delincuente especificándome que “los focos estaban iluminando a don Alfonso XII en el Retiro, los tiestos y la tierra me los dio el Morse, que está haciendo un curso de jardinería del INEM, y los esquejes me los han dado en una asociación de estudios del cannabis”. “¿Y la factura de la luz?”. “Coste cero, Clarita, coste cero”, me contestó mientras me mostraba desde la ventana el cable que subía desde la farola por la fachada, atravesaba la pared del que había sido mi estudio y alimentaba las ocho lámparas de tropecientos vatios cada una.

Me enfadé con él, claro, y le dije que tenía que desmontar todo aquello. Sin embargo, han ido pasando los días, y la responsabilidad de tener un trabajo, o al menos una labor, ha obrado milagros en el carácter de Marcelo; hasta parece más alto. Además, como teme que le corte el rollo, ha vuelto a cocinar, mantiene la casa recogida y hasta fuma menos y fuera de casa. Cuatro veces al día me anuncia que va a “sacar a pasear al porro”, se marcha y a los veinte minutos está de vuelta con esa atractiva languidez que le dan los ojos rojos. Y lo más sorprendente, ya no va vestido como un vendedor de yembés; se pone camisa y hasta una americana, porque según dice “ahora que formo parte del sector cannábico debo luchar contra los estereotipos y ofrecer una imagen de respetabilidad”. A mí esto me parece una tontería, pero prefiero mil veces su nuevo espíritu empresarial al Marcelo catatónico de antes. Realmente es posible que estos meses pasados, por no tener trabajo y depender de mí, estuviese deprimido, porque ahora está irreconocible. Como la plantación le obliga a seguir unas pautas de cultivo, a mantener la limpieza, a madrugar y a ejercitar un poco su cuerpo, a las once y media de la noche se acuesta duchadito a mi lado y duerme como un bendito sin que le moleste mi lamparita de lectura. He perdido el cuarto más grande de mi casa, sí, pero he recuperado a mi novio y he ganado un jardín. La felicidad matrimonial debe ser algo parecido a esto.

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