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Drogas para el buen morir

La gestión de la enfermedad, de la muerte y del duelo de la crisis de la covid-19 habría sido muy distinta si en las sociedades contemporáneas estuvieran autorizadas las experiencias psiquedélicas bien cuidadas.

Las invasiones bárbaras

En Las invasiones bárbaras (Denys Arcand, Canadá, 2003), un grupo de amigos se reúne en la casa de uno de ellos que está en la fase final de enfermedad por cáncer para, en vez de llorar y lamentarse, que también, reír, disfrutar juntos y hacer que los últimos días de su vida queden entre los más felices. En este contexto, obviamente, no faltan las drogas. Entre otras, incluyendo, cómo no, buenos vinos, al amigo le consiguen heroína, un fármaco más eufórico y analgésico que la morfina, que le permite pasar sus últimos días consciente, sin dolor, feliz y, sobre todo, disfrutando de la compañía y de la fiesta, para finalmente morir rodeado de sus amigos y amigas, sereno y en paz.

La muerte de mi padre se catalizó con uno de los actos de amor más bonitos que he presenciado nunca. Tenía una enfermedad terminal también y llegó un momento en que tuvieron que sedarlo. Estábamos en casa. Le habíamos preparado una cama abajo, en el salón, en la que permanecía desde que no pudo andar, para que quien viniera de visita pudiera estar con él en el espacio público de la casa, sin tener que entrar a intimidades de dormitorios privados, que siempre producen sensación de tener que salir cuanto antes. Vinieron los de paliativos, que nos visitaban cada semana, y decidieron que ya había que sedar. Antes de que lo hicieran, les supliqué, por favor, que acabaran ya con esto. Que no dejaran que unos días tristes de despedida, pero también esperanzadores por la forma tan bonita en la que estaban transcurriendo los últimos meses y días de enfermedad terminal, se convirtieran en una agonía, para mi padre y para nosotros. No era necesario introducir el recuerdo de una experiencia agónica en un proceso que hasta ese momento había sido impecablemente bello. Ya se había exprimido la vida hasta su última gota, y había sido una vida provechosa y plena, de principio a fin. ¿Por qué no dejarlo ahí? No era necesario ningún tramo extra de solo sufrimiento.

Los médicos, no menos compungidos que nosotros, me dijeron que lo sentían, pero que no podían hacerlo. Antes de irse, nos dieron las instrucciones de cómo proceder: “Si le entra una tos fuerte es que es el final y, para que no agonice, en esta caja hay morfina y en esta otra midazolam, proceded así y asao, es lo más que podemos hacer”. Nunca les estaré lo suficientemente agradecidos a esos ángeles de la humana muerte. Uno o dos días después, o incluso esa misma noche, no sé, estando mi madre y yo hablándole a mi padre, empezó a toser fuertemente. Mi madre y yo nos miramos y le dije: “hazlo, por favor”. Unos meses antes ya había tratado de evitar que llamara a una ambulancia para evitar un nuevo ingreso agónico y aunque me hizo caso en un principio, su amor pudo más y terminó llamando y le terminaron reviviendo, y eso hizo que pasara unos meses más de vida estupendos. Así que tenía motivos para no fiarse de mí. Pero esta vez fui firme. Es que esta vez ya no había duda. Me dijo: “Llama a tus hermanos”. Llamé, les dije que vinieran, que papá estaba muriendo. Nos sentamos mi madre a un lado y yo al otro, ella al lado de la mano con la vía abierta. Le introdujo la jeringa de morfina, apretó el émbolo en un gesto de amor infinito, fueron llegando los hermanos y, mientras se iba, le íbamos recordando lo bonito que era, lo buen padre que había sido, cuánto le queríamos, lo bien que lo había hecho con nosotros. Él respiraba agitadamente. Le decíamos: “ya está bien, papá, déjate ir, vete, ya has cumplido, dejas un mundo mejor que cuando viniste, lo estás haciendo muy bien, papá…”. Le tocábamos la frente, los brazos, le acariciábamos y le animábamos a que se fuera ya, que ya estaba todo hecho y que le querríamos siempre, que se dejara ir. Y tras unos minutos, su cara quedó moldeada en un gesto suave, como era él. Alargamos aún un poco más el comunicado del fallecimiento para que a la familia cercana le diera tiempo a venir a despedirle y hacerle un pequeño velatorio de auténtico cuerpo presente, antes de que llegara la funeraria con su catálogo de ataúdes, se lo llevaran, lo maquearan y unas horas después le instalaran en un escaparate en el tanatorio del pueblo.

Hoy día es difícil que alguien muera en casa e imposible que se le pueda velar. Pocas personas son tan afortunadas como el personaje de Las invasiones bárbaras, que pasa los últimos días de su vida rodeado de amigos usando drogas que le hacen el final médicamente soportable y espiritualmente pacífico. O que están rodeadas de su familia recibiendo, aunque aparentemente no las oiga por la sedación, palabras y recuerdos bonitos, reviviendo la historia de todos y sintiendo calor y amor. Cada vez es más habitual morir en un hospital –si se tiene suerte, teniendo cerca algún ser querido– y, enseguida, ser trasladado al otro lado del espejo, el de la vitrina del tanatorio. Así, pim pam. El ejemplo más extremo de la muerte en soledad y contra natura es ese del que tristemente hemos sido testigos con la crisis sanitaria de la covid-19. Personas aisladas pasando los últimos días de su vida y muriendo solas, no por voluntad propia. La soledad mola cuando es elegida. A las especies eusociales, la soledad es el peor de los castigos que se les puede infringir. 

Drogas para el buen morir

Cuidados paliativos recreativos

Mi queridísimo amigo Dani Martianit acuñó el término cuidados paliativos recreativos. Propone que, cuando los colegas seamos mayores y empecemos a no podernos cuidar del todo por nosotros mismos, nos vayamos todos a una misma residencia donde habría todo tipo de drogas de uso recreativo: por supuesto, porros y cannabis en todas sus múltiples posibilidades, MDMA, setas, ácido, caballo, farlopa, speed y cualquier droga que cualquier anciano pueda necesitar, requerir o disfrutar en el momento que le apetezca. Como algunos de nuestros amigos son médicos, no debemos preocuparnos por nuestra salud, estaremos bien atendidos; y como algunos otros son expertos en la Deep Web, nunca nos faltarán las drogas baratas, puras y a domicilio. Habría salas de baile con música electrónica apropiadas para bailar puestos de M para los nostálgicos del techno, otras con psytrance para los que les dan duro a los alucinógenos, salas más tranquilas y de muermo para los fumetas, timbas de póker con coca y whisky para los viciosillos y conciertos de punk donde bailar con speed para los extremoduros. Y, cuando muramos, tomaremos drogas que nos faciliten el tránsito y allí estaremos todos para acompañarnos.

La gestión de la muerte como deber ético social

Al igual que promover una muerte digna, plácida y amorosa, deber ser un deber ético para la sociedad, también debería serlo promover una apropiada gestión de la muerte, tanto en términos prácticos (sobre hospitales, ataúdes, espejos, tanatorios…) como espirituales: educando en ella desde la infancia. Los alucinógenos, como la psilocibina y la LSD, serán las herramientas que devolverá a las sociedades contemporáneas su compromiso con la gestión espiritual de la muerte.

En los años de 1950, el Dr. Erik Kast descubrió los efectos analgésicos de la LSD en enfermos con cáncer terminal y el Dr. Sydney Cohen sus posibilidades en terapia agónica, como se llamaba por entonces, que es lo que se llama hoy a la angustia existencial en personas que están en el final de su vida. Cohen fue el médico que estaba presente cuando Laura Huxley le administró a Aldous, su marido, a petición suya y en lo que fueron sus últimas palabras, dos dosis de LSD con las que hizo el tránsito. Hoy día se ha recuperado esta práctica.

En Suiza se han realizado ensayos clínicos utilizando LSD en enfermos terminales y hoy su práctica está autorizada por el gobierno. Y en Estados Unidos se han llevado a cabo numerosos ensayos clínicos con psilocibina, que ya está en fase 3 de desarrollo para tal uso y que en dos años como mucho estará disponible para uso clínico. Los alucinógenos disuelven la identidad, por lo que, tomados en contextos adecuados, inducen una desaparición consciente de la persona. Te matan mientras te ponen delante la evidencia de que tú no estás porque solo hay existencia plena. Quizás es solo una alucinación, efectivamente, pero la profundidad emocional que acompaña la experiencia puede transformar a la persona. La gestión espiritual de la muerte utilizando alucinógenos está a la vuelta de la esquina pues, y autorizada por la FDA norteamericana. Esta es la realidad que aportan los alucinógenos: realidad radical.

Lo siguiente deberá ser cumplir con la eutopía de La isla de Huxley: el uso de psiquedélicos en la psicoeducación de la muerte. No es necesario llegar a una fase terminal. Pronto espero que haya también lugares donde, en el contexto de seminarios en los que se discuta y se hable de la muerte desde diferentes disciplinas médicas, científicas y de tradiciones espirituales, haya experiencias prácticas con psiquedélicos. A todos nos va a tocar y conviene estar preparados. Una sociedad que se despreocupa de la gestión espiritual de la muerte es una sociedad irresponsable. La gestión de la enfermedad, de la muerte y del duelo de la crisis de la covid-19 habría sido muy distinta si en las sociedades contemporáneas estuvieran autorizadas las experiencias psiquedélicas bien cuidadas.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #272

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