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Elisa Victoria

Mi primer porro

Es primavera, pero como en Sevilla pasamos directamente del invierno al verano, llevo el culo sudado. El 2004 está siendo un año difícil de manejar. Hace solo unos meses era la pardilla del instituto y ahora que acabo de entrar en la universidad todos parecen sacarme ventaja en algún sentido.

Es primavera, pero como en Sevilla pasamos directamente del invierno al verano, llevo el culo sudado. El 2004 está siendo un año difícil de manejar. Hace solo unos meses era la pardilla del instituto y ahora que acabo de entrar en la universidad todos parecen sacarme ventaja en algún sentido. Las veces que me he emborrachado se cuentan con los dedos. Ni siquiera he probado un cigarro, pero me he venido a juntar con las niñas malas de la clase. Lo que pasa es que estas no son malas de verdad, se limitan a llevar trenzas de cuero pendiendo de los pelos y abogan por la anarquía y el libertinaje. Son altas, guapas, hedonistas e irresponsables. Aunque nadie lo diría por sus harapos, proceden de familias adineradas. Comparten una habitación en una residencia para señoritas, una especie de mansión impoluta en la que un montón de sirvientas con cara de póquer hacen de comer y lavan la ropa. Las dos tienen el mismo nombre. Una es morena y áspera. La otra, rubia y angelical.

Me siento como un bebé fofo y sietemesino tratando de seguir la conversación cuando la morena saca una china de hachís de un cajón y empieza a masajearla aplicándole calor. Su maestría y desparpajo me dejan boquiabierta. En la residencia no se puede fumar, pero les importa un carajo. Supongo que tienen razón. No quiero parecer nerviosa y hablo con el piloto automático, anticipándome al momento en que me ofrezcan el porro. Seguro que me lo pasan, no está bien visto que unos tengan la posibilidad de colocarse y otros no. Hay que invitarse.

–¿No hueles como a mierda? –pregunta la rubia esnifando a su alrededor.

–¡Otra vez con la peste a mierda!

–¿Qué pasa?

–Que lleva desde el domingo con lo de la peste.

–Es que ya no sé si lo sigo oliendo o no.

Yo tampoco estoy segura, la mezcla de perfumes orgánicos de la habitación me confunde. Me encojo de hombros. El canuto está listo antes de lo que pensaba. La morena se recuesta en la cama y lo enciende. “El que lo lía lo peta”. El tufo prohibido a patio de atrás resulta embriagador. Me da un poco de miedo, pero esta larga cobardía necesita ser eliminada de mi expediente. La rubia le da un par de caladas y me apunta con las pestañas rizadas descolgadas a media altura. Me tiende la mano. Su expresión es dulce y risueña. Me despojo de mi endeble coraza y pregunto con la voz temblorosa.

–¿Cómo lo hago?

Las dos sacuden los brazos en el aire restando importancia al asunto.

–Tú tranquila, que no pasa nada. Te lo pones en la boca, aspiras hacia dentro, aguantas un momento y echas el humo.

Me lo pienso unos segundos. Sacuden los brazos cada vez con más ímpetu, como tratando de barrerme una porción de cerebro mayor.

–¡Venga, tía, no te rayes!

Es verdad que quiero probarlo. Lo deseo casi tanto como no quedar de pava delante de estas ninfas pantanosas.

–Bueno, vale.

–¡Claro, tía!

–¡Dale!

Mientras me lo pensaba les ha subido y se muestran más cariñosas y simpáticas que antes. Sigo sus instrucciones. Aplauden. La primera calada es demasiado floja.

–¡Eso no cuenta, dale otra!

Mi primer porro - Elisa Victoria
Mi primer porro - Elisa Victoria
Mi primer porro - Elisa Victoria

En 2004 iba de fotógrafa y conservo estas pequeñas instantáneas del preciso día en que degusté mi primer porro.

La segunda vez aspiro con fuerza y aguanto el aire en el pecho. Admiro incrédula el humo que me sale por la boca. Me recuerda al vaho de las mañanas frías de colegio, pero este trae sabor a quemado y a sucio. Un denso desequilibrio se apodera de mí. Soy un conejillo de indias frente a ellas, un espectáculo gratuito. Ríen a carcajadas ante mi ascenso, y no sé qué hacer para aguantar el tipo. Apenas nos conocemos. Me siento sola y desubicada. También orgullosa de haberme adentrado en este territorio nuevo para valientes, de estar dispuesta a aprender sus caminos. No me apetece hablar y me acuesto sin decir nada. Cierro los ojos y analizo desde dentro cada uno de los doscientos kilos que parezco pesar. Escucho sus voces joviales pero no soy capaz de retener el significado de las palabras. Pierdo el hilo de lo que dicen sin preocupación. Es un alivio. En la cara interior de mis párpados, su diálogo dibuja líneas de colores que explican lo cansada que estoy de tropezar intentando seguirles el paso desde que empezó el curso. Se trata de una carrera innecesaria. No hay problema, los dibujos tienen tonalidades del pasado.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido ni si he llegado a dormirme. Los estados de vigilia se han sucedido de forma espesa y vertiginosa. Las miro. Siguen en el mismo sitio, celebrando que he abierto los ojos. También me lo estoy pasando bien, pero ellas viven de vacaciones y ahora yo tengo que afrontar el camino de vuelta a casa. Soy una niña seria. No entienden que me vaya. Le dije a mi madre que haría la comida y no puedo pensar en otra cosa. Me levanto y de repente estoy deslumbrada en la calle. No sé si me he despedido apropiadamente. ¿Qué hora es? ¿Seré capaz de cocinar?

En el autobús, rodeada de extraños oscilantes, me repito los pasos de la receta que tenía planeada como si fuera una tabla de multiplicar. Aprieto las llaves en el bolsillo durante kilómetros hasta el momento de meterlas en la cerradura, esperando que no se note lo ciega que vengo. Enfilo hacia la cocina y siento la travesura propia de un niño al que le regalan un juego de química sin haber aprendido apenas a andar. Me amenaza un leve desasosiego, pero el proceso es tan interesante que se me olvida. No puedo resistirlo y engullo una importante porción de ingredientes crudos a medida que los voy preparando. Hace diez años que las zanahorias no crujían con esta frescura. Cuando arrojo algo a la sartén se comporta de forma festiva, sofriéndose alegremente. Daría lo que fuera por unos Donettes.

A la mañana siguiente el cielo está precioso y llego a clase a mediodía. La rubia se acerca con sus andares y orejas de duende. Ha resuelto el misterio de la peste. Se le había quedado enganchada una mierda de perro dentro de la campana de los pantalones que siempre lleva arrastrando. Se ha dado cuenta por el camino y ha hecho lo que ha podido con un palo pero todavía le quedan restos marrones colgando de los jirones del bajo. Me los enseña, y cuando mueve el pie en el aire reconozco el sutil aroma a mierda vieja que ha acompañado su presencia durante los últimos días. Se me antoja repulsivo y amigable a la vez. Huele a diversión.

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