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Pau Riba, el hombre extático

Pau Riba, el hombre extático
Instantáneas de una vida jipi, sobre el escenario y a pie de tierra. Portada de Taxista (1967), su primer single, y de Dioptría (1969) su obra maestra, la cumbre del rock y el folk catalán y español.

El domingo 6 de marzo de este aciago 2022 se nos murió el Pau Riba. Personaje contracultural de incalculable influencia, creador libérrimo e insobornable, drogota y músico pionero y asombroso y, además, paradigma absoluto del jipi con espíritu punk. Único en su género e irrepetible en sus variados términos, su legado sigue ahí, para el que quiera nutrirse de él. Esto no es más que un modesto, pero sentido, homenaje a un figura que, a fuerza de no encajar bien en ningún cajón, hizo siempre lo que le dio la gana.

Yo nunca conocí personalmente al Pau Riba, pero me da igual: hace décadas que era parte de mi familia, de mi círculo más íntimo. Para mi particular gusto, ese extraño y alucinante disco doble titulado Dioptría es la cumbre del rock y el folk catalán y español. Aunque suene a anatema, no lo es. Al miope creador de Dioptría estos días tétricos, todavía de cuerpo presente, le hacen panegíricos y obituarios a cual más rendido y encendido y le llueven los elogios post mortem desde todos los púlpitos de eso que antes llamábamos establishment. Burguesones y culturetas, decía el Pau, que nunca le tragaron, postrados ante su cadáver, ya inofensivo. Así pasa siempre en Cataluña y también en España, fíjense. Siempre la misma mierda falsurrona y catolicona de honrar a los muertos a los que jamás se respetó en vida. Como ha dicho Ramón de España en una de las pocas necrológicas dignas que se han leído, al Pau Riba “la Cataluña biempensante le consideró durante toda su vida un excéntrico y un hippy tronado, en el mejor de los casos, o un majadero que no estaba por lo que tenía que estar, en el peor”.

El Pau Riba nació por mero accidente en Palma de Mallorca el 7 de agosto de 1948, pero pasó toda su infancia en la Barcelona franquista, en el seno de una familia acomodada, culta, cristiana y catalanista. Ahí es nada. Sus abuelos, ya se sabe, eran, por un lado eminentes poetas laureados e integrados y, por el otro,  fundadores de un partido tan conservador, de Orden y confesional como Unió. Parte nuclear, por tanto, de esa cultura catalana conservada en alcanfor que él pretendía destruir, como le gritó al final de una célebre entrevista al pesao de Ángel Casas. Creador y destructor son las dos caras de la misma moneda. “Abomino de ellos”, decía el Pau con 18 años. Treinta después culminaría el viaje en el lado contrario: poniéndole música a los poemas de sus abuelos en el disco De Riba a Riba. Todos nos hacemos vells, Pau.

Pero es que el Pau llevaba el Rock en el alma (Roc, como decía él) y necesitaba sacarlo. Muy, muy jovencito, intentó que le admitieran en Els Setze Jutges (Los Dieciséis Jueces), el grupo de folkies catalanes guais que querían ser como Jacques Brel. Pasaron de él, lógico porque el Pau quería ser como Bob Dylan. Se integró en el Grup de Folk, tribu alternativa en la que se juntó con compinches y amigos como el Sisa, Ovidi Montllor, Jordi Batiste u Oriol Tramvia. Los serios jueces, con el fatuo Lluís Llach a la cabeza, hacían canción protesta para seminaristas, los del Grup querían expresarse sin complejos y, sobre todo, pasárselo de puta madre. Y eso hicieron. Estamos ya en 1967.

Con el Grup de Folk empezó Pau a hacer sus travesuras, la primera el dúo Pau i Jordi, con Jordi Pujol, pero no el Molt Honorable, otro Jordi Pujol, más alto, más guapo y con más pelo. Juntos grabaron un EP y un single. El efímero dúo se propuso, casi siempre desafinando, darle una vuelta al folk tradicional catalán desde el gamberrismo y el cachondeo. El humor fue siempre, siempre, una seña de identidad del polifacético Pau. Con Jordi también llegó a presentar en directo, en 1968, Joguines d’Època y Capses de Mistos, que 31 años después se editaría como un precioso disco.   

La efervescencia creativa del Pau es total y absoluta: “Contando yo… qué, ¿diecisiete, dieciocho años?, y encontrándome en lo más furioso de la adolescencia, había descubierto que además del pop y el rock estaba el folk y que, íntimamente ligada al folk, estaba la protest song o canción de protesta, y también había descubierto que, aunque no quisiera, mis formas de expresión tendían al surrealismo”. De ahí sale Taxista (1967), su primer y maravilloso single con tres canciones muy inspiradas, claro está, en un Bob Dylan justo en la cumbre de su talento tras editar Blonde on blonde (él se pillaba los discos en Francia, como buen niño bien, porque en la piel de toro todavía no se había editado nada de Dylan), aunque la portada es un claro homenaje a Phil Ochs. Con ese single de debut había ganado el Primer Festival Universitario de la Cançó. “Taxista, ja no et caldran telescopis / per entrar el regne dels Cels / ja no et caldran calidoscopis / per ser un fill de l'Univers, / ja no et caldran microscopis / per posar un peu a l'infern, / ni et caldran estetoscopis / per trobar l'amor etern. / Taxista: Sort! / Que tinguis sort” (‘Taxista, ya no necesitarás telescopios / para entrar el reino de los Cielos / ya no te harán falta caleidoscopios / para ser un hijo del Universo / ya no necesitarás microscopios / para poner un pie en el infierno, / ni te harán falta estetoscopios / para encontrar el amor eterno. / Taxista: ¡Suerte! / Que tengas suerte).

Paralelamente a sus canciones, sus poemas y a su afán de dar la nota, Pau estudia diseño en la Escola Massana. De su creatividad gráfica saldrán, también, las portadas de muchos de sus discos y de otros muchos artistas. Y, por supuesto, más discos, aquel jovencísimo Pau era un volcán de talento en plena erupción: “En mayo del 68 yo aún no había cumplido los veinte, pero ya llevaba en la espalda un saco de canciones de cosecha propia... y un primer EP en el mercado. No sé si hablar de precocidad, pero cierto es que mi principal vomitada ocurrió en plena adolescencia, y que, a aquellas alturas, las canciones me salían ya por las orejas”. Ahí están sus gloriosos dos singles siguientes, auténticos himnos: “Noia de porcellana” y ”Els morts de l’any 40” (1968) y “L’home estàtic” y ”S’ha mort l’estel del pol” (1969).

1969 es un año crucial para la carrera, si queremos llamarla así, de Pau Riba y, de paso, para el futuro del rock y el folk español. Está currando en la discográfica Concèntric y allí surge la posibilidad de hacer Dioptría. “Una dioptría es un término médico que indica hasta qué punto estamos cegatos y no vemos con claridad. El título quiere significar un ‘estáis ciegos, no os enteráis de nada’ en el sentido de: ‘Los tiempos están cambiando, pero vosotros seguís anclados al pasado”, recordaría con motivo de la reedición del seminal disco. Dioptría se concibió como un disco doble y salió como tal, con su carpeta gatefold para dos vinilos, aunque, primero, solo salió uno, el conocido como Dioptría 1, la última semana de 1969. Una locura, una maravilla, una joya. Un tesoro. Ocho canciones supremas grabadas en un cuatro pistas que se sabe uno de carrerilla: “Kithou”, “Rosa d’Abril”, “Noia de porcellana”, “Ars Erótica”, “Ja s’ha mort la besàvia”, “Helena, desengaya’t”, “Mareta bufona” y “Vosté”. Lo grabó acompañado por un grupazo, Om, en estado de gracia. Om eran, sobre todo, Toti Soler y Jordi Sabatés, que antes habían montado Los Justos y, luego, Pic-Nic (sí, sí, el de Jeanette). La libertad creativa, la absoluta inspiración de todos los músicos, el talento y la manera de cantar del Pau, así como sus letras prodigiosas en varios sentidos, centradas, en este primer Dioptría, en la mujer, hacen de este disco un clásico absoluto e inmortal. Por ponerle un pero, recordar cuantísimo se parece la guitarra de “Ars erótica” a la del “Plastic fantastic lover” de los Jefferson Airplane…

Bueno, corramos un tupido velo. Pau tiene más canciones para hacer el segundo disco de Dioptría, pero no las graba todas con Om. Y tras la grabación llega otro acontecimiento crucial en su vida: Pau se come su primer tripi. Era el verano de 1969 y el propio Pau lo contó en las páginas de Cáñamo (Especial Música y Drogas, 2004): “Fue en la playa de Migjorn, en Formentera –isla hasta la cual me desplacé con este preciso fin– y en el transcurso de una de aquellas famosas ‘fiestas de la luna llena’, en las que centenares de hippies de distintas razas, distintas partes del mundo y distinto extracto social compartían puchero lisérgico al más puro estilo Astérix”. Aquel primer viaje marcó profundamente al Pau y, también, marcaría su devenir: “Más allá de ser culpable de la psicodelia, el LSD-25 puso a toda una generación en estado de gracia, inspiró una luminosa utopía y estableció los únicos valores que no se van viendo afectados por la horrorosa gangrena del fin de una época”.

Aquel debut psiquedélico se trasladó casi inmediatamente a los microsurcos de un disco de vinilo. Un disco, de nuevo, asombroso: Miniatura, subtitulado como “El primer disco de los conquistadores de Venus. El planeta caliente”. Un EP colectivo de cuatro canciones de cuatro autores: el Cachas, Sisa, Albert Batiste y Pau, que interpreta la preciosa “Al matí Just a Trenc d'Alba”, inventándose la psicodelia hispana. Es la primera canción que ha escrito tras esa primera experiencia visionaria en Formentera. Y se nota. “Vols saber quan és que veig / d’entre una grisor espectral / una vaga lluïsor que s’encén amb suavitat / i mil núvols de colors / que es poden tocar amb les mans / mil efectes d’aigua i llum, mil tonalitats suaus / com un film de Hollywood?” (‘¿Quieres saber lo que veo / entre un gris espectral / un vago brillo que se enciende con suavidad / y mil nubes de colores / que se pueden tocar con las manos / mil efectos de agua y luz, mil tonalidades suaves / como una película de Hollywood?’). Miniatura, que incluye un chulísimo póster desplegable y varios recortables es, de nuevo, un imaginativo diseño de Pau Riba, quien, por cierto, se había casado ese mismo y fértil 1969 con Mercé Pastor, su primera mujer. Sus tres compañeros conquistadores de Venus crearon, acto seguido, otro grupo crucial en el folk y la psicodelia catalana: Música Dispersa.

Pero no nos dispersemos y volvamos a Dioptría. Aquella primera entrega del disco doble (que incluía un texto de Pau Riba atacando la cultura catalana, al que respondió su propio editor enmendándole la plana en plan paternalista, en un acto más allá del surrealismo) debía presentarse en 1970 en el Palau de la Música, pero no le conceden el permiso. Nunca le permitirían tocar en ese templo de la música catalana los que ahora derraman lágrimas de cocodrilo por su muerte. En fin. El Pau tiene en la cabeza el siguiente disco de Dioptría, el segundo, pero su perspectiva ha cambiado y decide pasar de Om y hacerlo con sus compinches de Música Dispersa, pero el Cachas pasa de todo y el Sisa se limita a meter unas palmas, así que se lo hará casi mano a mano con Albert Batiste. Si el primer Dioptría era rock, el segundo era hippie. Si el primer Dioptría era Bob Dylan, el segundo era la Incredible String Band, esa luminosa comuna hippie escocesa, creadores del Acid Folk. Créanme si les digo, sin embargo, que el segundo Dioptría está absolutamente a la altura del primero, pese al cambio de sonido. Seis canciones ya convertidas en otros tantos himnos: “Cançó 7ª en colors”, una versión campestre y sublime de “L’home estàtic”, “Simfonía nº 1 (D’una nit, d’un matí de nadal)”, Simfonía nº 2 (D’uns déus, d’uns homes)”, “Simfonía nº 3 (D’un temps, d’uns botons)” y una nueva lectura más jipiosa de “Taxista”. En esta segunda entrega, las letras, como siempre poéticas y tiernas pero llenas de mala hostia, están dedicadas al hombre y el Pau prosigue con su vitriolo contra la familia y el “sistema”. El disco se hizo en una torre cerca del Tibidabo que Pau había alquilado y en la que vivieron en una especie de comuna libérrima Pau, Mercé y unos cuantos amigos itinerantes. En algún artículo de prensa de la época llegó a ser conocida como “la casa de la familia Manson catalana” (¡cuñaaaaao!).

A finales del 70, y aprovechando el Estado de Excepción decretado por el Proceso de Burgos, el dueño de la torre llamó a la policía y precintaron la comuna. Era el momento de huir. “Cogimos nuestras cosas más preciadas de la Torre del Tibidabo y nos piramos de Barcelona. Era enero de 1971. Nos fuimos a Formentera, alquilamos una casa tradicional que no tenía ni luz, y allí estuvimos viviendo cuatro años. Mis dos primeros hijos nacieron allí, sin nada, a pelo. Los parieron en mis manos, vamos”. En Formentera vive el Pau hasta el tuétano lo que dicta su nueva conciencia, un poco harto del rol de ser “el que la monta” que tenía en Barcelona. Allí, en La Mola, con los hermanos Soler, Toti y su hermano Martí, y con Xavier Riva, el Pau grabará otro disco extraordinario, Jo, la Donya y el Gripau (1971), gracias a su buen amigo Joaquim Jordá, el grandísimo cineasta francotirador, que le consiguió un magnetófono portátil profesional Nagra, como los que se usaban en el cine, dado que el poste de la luz más cercano a su casa estaba a dos kilómetros. El resultado es un disco precioso, fresco, instintivo y natural, grabado en directo. Como dejó dicho Jesús Sanz, erudito crítico musical, uno de los mejores conocedores de la obra de Pau, en su magistral artículo "Irritancia y Ensoñación. Primeras Horas de Pau Riba y Sisa” (Mondo Brutto 30, 2003; el artículo puede encontrarse online): “Envuelto en una preciosa portada dibujada por el propio Pau Riba, en la que puede verse un sol que suministra vida derretida y varias abejas disfrutando de ella, holgazaneando tan ricamente, el disco es otro hito estratosférico del escritor de canciones con más talento y más desaprovechado de Cataluña y España”. Pues eso, la cumbre del jipismo ibérico.

Pero tras cuatro años de vida isleña y rural, bien sazonada de hachís y LSD, la aventura de Formentera tocaba a su fin y eso que le había dado hasta para componer dos óperas, que yo sepa aún inéditas. “Hasta el paraíso acaba por aburrir. Formentera fue una gran experiencia hasta que la vida y el desamor nos separaron y la novedad ejerció su imperio y su atracción. Después del paraíso, quería experimentar el heavy metal y eso no cuadraba con Formentera. O eso creía yo”, diría, años después, el Pau. Mercé se fue con otro y Pau buscó nuevos horizontes. A Mercé le gustaba la heroína y Pau también había empezado a flirtear con el caballo desde que se fueron a Formentera, “se sabía que era peligroso, lo que no se sabía es que era un camino de difícil salida”. Salir, salió, pero en el 77 contrae una hepatitis, común en la época, supongo que por compartir jeringuillas, y se retira una temporada a Cadaqués para desintoxicarse. Antes, en el 75, vio la luz un nuevo disco, Electròccid àccid alquimístic xoc, barroco y recargado, algo jazzota, ni de lejos tan troglodita como él hubiera querido, que incluye otra de sus canciones más celebradas, “Es far llarg esperar”, que la mayoría conoció en la versión de María del Mar Bonet. Poco después salió “Licors”, una canción que ya tenía escrita de los años de éxtasis creativo, la historia de un tío al que detienen y meten en el hospital creyendo que es toxicómano, pero todos los análisis son negativos y, finalmente, el Pau le dice: “És el que passa / per mamar massa / pren xocolata / que és el millor. / És el que passa / que no t’enteres / pren xocolata / i deixa el licor”. (‘Es lo que pasa / por beber demasiado / toma chocolate / y deja el licor. / Es lo que pasa / que no te enteras / toma chocolate / que es lo mejor’).

Con los 80 acabaron los mejores años del Pau. La llegada de la Nueva Ola madrileña y los nuevos ritmos arrumbaron el concepto cantautor y el Pau se sintió desfasado, fuera de cacho. Él, que había sido tan precoz, pareció hacerse viejo antes de tiempo. Siguió, como siempre, polifacético, poliédrico e hipercreativo haciendo un poco de todo: comisariados, libros, intervenciones en televisión y cine y, sobre todo, actuaciones. El Pau, fiel a sus principios, no cotizó nunca, tenía que seguir tocando, como Dylan, hasta el final. Siempre a su bola, siempre distinto, siempre heterodoxo, siempre tan Pau. Ya en el nuevo siglo, instalado en su casa baja en Tiana, en el Maresme barcelonés, junto a su última mujer, Memi March, Pau supervisó las reediciones de Dioptría y de Jo, la Donya y el Gripau. También el documental que, sobre aquellos años, hizo Isaki Lacuesta a partir de las películas en Super 8 que había grabado Joaquim Jordá en Formentera. Su último disco, con la Orchestra Fileruche, fue Ataraxia, en 2019, que quedará como la postrera muestra de su talento superlativo.

2021 fue un año bastante duro, aunque el diagnóstico, por errores o mala suerte, tardó en llegar. Como dijo su amigo Jaume Sisa han sido meses de mucho sufrimiento. A principios de diciembre, Pau Riba anuncia públicamente que tiene un cáncer de páncreas que no se puede operar. La suerte está echada, pero lo afronta, como siempre, con humor, con ganas de hacer lo máximo posible antes de irse, siempre pensando en nuevos proyectos.

Su velatorio fue una fiesta de confeti, baile y canciones, con el Pau de cuerpo presente en una caja de madera sin tratar.
Su velatorio fue una fiesta de confeti, baile y canciones, con el Pau de cuerpo presente en una caja de madera sin tratar.

El Pau se fue en una sencilla caja de madera clara, sin trabajar. Sobre ella, su guitarra en su funda blanca, bastantes flores y el confeti que lanzaba la gente. Su gente. Le despidieron con una buena fiesta en el Tanatorio de San Gervasi, en Barcelona. Allí estaban todos, menos Memi, demasiado hecha polvo. Estaban los cinco hijos que tuvo el Pau con cuatro mujeres distintas. Estaban el Sisa, Oriol Tramvia y Enric Casasses y un montón de amigos y familiares más que abarrotaban un sitio, por lo general, tan lúgubre. Se cantaron canciones, se bailó, se hizo la conga, hubo risas y un ambiente totalmente festivo. Sus hijos Caïm y Ángel cantaron con emocionante alegría “Noia de porcellana”. Apenas hubo distancia de seguridad y medidas de protección contra ese virus maldito que se nos ha olvidado de repente, ensombrecido por el espectro siniestro de la guerra. Un funeral de chiste, “había menos mascarillas que en el funeral de Pau Riba”, para que se vieran las sonrisas. Yo creo que al Pau le habría molado.

¡Salud!

Mi primer tripi. Por Pau Riba

Mi primer Tripi. Pau Riba

Existe por supuesto una relación especial entre música y drogas –o entre droga y músicas, entre drogas y cualquier cosa– que además de obvia es poliédrica: afecta en distintos frentes y a distintos niveles de la vivencia musical. Por su forma de actuar, esas drogas proscritas dividen la contra en dos grandes zonas o grupos: el de las duras, que al pene-trar en niveles más físicos ayudan a templar el hierro amargo con el que toca defender esa patria marginal, y el de las blandas, que al introducirse directamente en el cerebro, permi-ten visualizar y bautizar sus características, escanear sus accidentes y sacarle la patente como realidad proscrita pero propia. En otras palabras, legitimarla como contra y como otra: otra música, otro toque, otra intención, otra estética, otro fin… En todos los campos en casa, en el estudio, en los escenarios, en los camerinos…– las drogas proscritas han puesto sus huevos y han impuesto una pauta de rudeza, contestación, experimentalismo, creatividad y rechazo; rechazo a la recontra para protegerlos: rechazando frontalmente al sistema rechazante, que pasará de rechazar a ser rechazado, a ritmo de cha-cha-cha.

Las ilegales, con independencia de su dureza y de su forma específica de afectar y engan-char, llevan ya bastantes ratos empujando a los músicos y a las músicas hacia los terrenos vírgenes de esa realidad distinta y marginal que ha ido, y sigue, penetrando en la otra de la forma contraria a como la penetra el polvo –con ruido, con los vatios a tope–, pero ninguna de ellas lo ha hecho de forma tan radical y espec-tacular como el ácido, ese extracto lisérgico dietilamidado del rojo cornezuelo del centeno que, oxidándolos con oxígenos de otros mun-dos, corroe los cimientos de una realidad que se dio por cierta de forma prematura, mucho antes de siquiera haber tanteado una sola de entre las infinitas esferas de lo desconocido o haber comprobado cuál es el margen de pro-babilidad que deja lo improbable. ¿Se trata de otra u otras realidades, o es la misma realidad percibida con potenciales distintos? Qué más da. La realidad es infinita y absoluta, mientras que el espacio es finito y relativo (sobre todo el de aquella realidad única, cerrada y temerosa de Dios, que nos vio crecer sin mostrar su es-palda y que hoy por hoy aparece totalmente colapsado, lleno a reventar), y de lo que aquí se trata es, en cualquier caso, de otro espacio, de más espacio: un parche de ampliación. Un espacio distinto y liberador que se abre y se define gracias a la droga y que, en gran medi-da, debe su existencia y su colonización a su condición de ilegalidad. Todas las drogas ile-gales participan, de algún modo u otro de ese don, pero ninguna como el LSD, que incluso ha dado nombre a todo un movimiento musical: La SicoDelia. La música, el rock sicodélico.

Pau Tripa

Mi primera experiencia con esa inigualable sustancia sintética, mi primer tripi, vaya, fue durante el verano de 1969 en la playa de Migjorn, en Formentera –isla hasta la cual me desplacé con este preciso fin simplemente porque el ruido y el sensacionalismo con que la prensa y las revistas malhablaban del fenó-meno abrieron mi apetito–, y en el transcurso de una de aquellas famosas “fiestas de la luna llena”, en las que centenares de hippies de distintas razas, distintas partes del mundo y distinto extracto social compartían puchero li-sérgico al más puro estilo Astérix. Primero fue-ron las risas, la sorpresa mayúscula, el placer incomprensible e inconmensurable, luego las risitas paranoicas, el no puede ser, no me creo ni a mí mismo, el no controlo, después vinieron los esqueletos corroídos por hormigas y los enormes cangrejos subiendo por la playa y blandiendo sus grandes pinzas amenazantes, impresionante, pero tranquilo, tío, que tú ya sabes: las hormigas son granos de arena y los cangrejos son las olas del mar al romper, sí: olas que se vuelven rojas al acangrejarse, ¿y qué…? Pero lo grande, lo portentoso, lo tras-cendental, vino cuando me dio por agarrar la guitarra.

El mástil, perfecto, enorme, parecía una au-topista de seis carriles vista en perspectiva, seis carriles musicales trasteados con total precisión. Las cuerdas, amarradas a lo lejos en el clavijero, llegaban completamente rectas y templadas hasta mi altura para proseguir luego por el lado opuesto hasta el puente, y se notaban tensas, anhelantes; vibrando de ex-pectación y manteniendo bien amordazado y en silencio el sonido, ya vivo, que forcejeaba en su interior, esperando tan sólo que un dedo las pisase y otro las pulsase para zafarse del encierro y saltar al aire. Lo hice. Puse un dedo y di un ligero toque. La cuerda afortunada pegó un trallazo descomunal y quedó zum-bando cual ala de abeja al tiempo que emana-ba una nota larga y restallante, amplia, pletórica, consistente; una nota que salió des-pedida a toda velocidad hasta que chocó con una montaña a varios kilómetros y volvió hasta mí, hasta la fuente de la que aún seguía ema-nando, sin que mi oído le perdiera el rastro ni por un instante.

Quedé embelesado. El sonido era algo físico que viajaba por el espacio a considerable velocidad, algo que yo podía notar y seguir sin problema, rastrear, incluso cabalgar para viajar con él e ir lejos. Ataqué un acorde. Estalló una armonía intachable que cubrió todo el paisaje y me produjo una cálida, profunda en conmoción, casi diría–. Fue un acorde simple y sin embargo dejó vibrando toda la cúpula ce-leste e hizo que, sin dejar su condición de in-visible, la música se volviera corpórea, luminosa, coloreada, y quedara suspendida en el espacio durante una eternidad. Probable-mente la guitarra no estaba muy afinada, pero lo asonante, lo consonante y lo disonante eran la misma cosa, distintas posturas de lo armó-nico. Entusiasmado, probé con la voz. ¡Juá, tío! Su potencia era muy superior a la de las cuerdas. Podía sentir cómo el aire expelido por mis pulmones estaba siendo modificado en mi garganta y cómo su sonido llegaba sin desfa-llecer hasta la otra punta de la isla. Cómo con-quistaba la atmósfera, cómo salía al espacio exterior, cómo viajaba hasta los confines uni-versales. Me sentía eufórico, omnipotente. De-jé correr los dedos, desbloqueé la garganta y una maravillosa música desconocida fluyó sin titubeos y sin esfuerzo. Podía calcular los tiempos, las distancias, los tonos, las intensi-dades, precisar el alcance y la trayectoria del grito con toda exactitud y sin miedo a equivo-carme (¿equivocación? ¿y eso qué es?), mis dedos se movían con tranquilidad y elegancia, como si todo transcurriera a cámara lenta y entre nota y nota tuviese tiempo de echar la siesta y luego desperezarme. El mundo entero empezó a centrifugar y a desfigurarse a medi-da que esa música iba descargando las sime-trías múltiples de sus sonidos, destilando los arabescos geométricos de su armonía, super poniendo sus propias imágenes danzantes, su propia respiración, su propio ritmo. ¿Era yo, era mi música, lo que oía, veía, vivía, o era tan sólo música cósmica, un chorro de aquello que co-nocemos como música de las esferas que sim-plemente pasaba, se materializaba, a través de mí, así yo fuera un aparato de radio, una flor parabólica, una antena de material cárnico hi-persensible y capaz de captar-amplificar las ondas más sutiles y remotas. Fuera lo que fuese, me encontraba inmerso en una borra-chera de grandes sensaciones, una orgía de placeres ilimitados.

¿Cómo no iban a afectar, las drogas en ge-neral, las ilegales en particular, y ésta de forma muy especial, al ser y al devenir de la música contemporánea? Más allá de ser culpable de la sicodelia, el LSD-25 puso a toda una gene-ración en estado de gracia, inspiró una lumi-nosa utopía y estableció los únicos valores que no se van viendo afectados por la horro-rosa gangrena del fin de una era.

*Originalmente publicado en el “Especial Música y Drogas”, Cáñamo (2004)

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #292

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