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Peter Kaldheim, el último beatnik

El pasado octubre, el escritor Peter Kaldheim murió por sorpresa en Barcelona. Que lo hiciera sobre un escenario mientras interpretaba un monólogo sobre su vida y la mierda añade a su biografía un desenlace a la altura de su intensa trayectoria.

A finales del verano, Kaldheim se había puesto en contacto con Cáñamo para publicar en sus páginas el relato El infierno sobre ruedas, a lo que accedimos con la condición de poder de paso entrevistarlo y subsanar así no haber dicho nada en el momento de la publicación en España de sus memorias El viento idiota (2020). No dio tiempo a la entrevista, así que en su lugar publicamos su obituario, el monólogo Hablando mierda en Barcelona y el relato que nos envió de cuando vendía marihuana en el Nueva York de finales de los setenta y principios de los ochenta.

Habíamos quedado esos días para hacer la entrevista. El escritor neoyorquino Peter Kaldheim venía de visita a Barcelona y sería el momento de preguntarle qué fue de su vida, cómo sobrellevaba sus setenta y cuatro años “el último beatnik”, tal y como lo apodaban con justicia poética sus amigos de la ciudad condal. Concretamos con la fotógrafa Paulina Flores una cita la mañana del jueves 26 de octubre para retratarlo y en cuanto tuviera un hueco haríamos la entrevista. Al día siguiente tenía programado subirse al escenario del Club Cronopios, una pequeña sala del Raval, donde interpretaría un monólogo para “hablar mierda”. Pete hablaba un español muy deficiente, pero su amigo Esteban Feune de Colombi le había ayudado para la ocasión traduciendo el texto que debía interpretar sobre las tablas.

El jueves Paulina Flores llegó a su cita con Pete diez minutos antes: “Lo encontré en la puerta del hotel listo para empezar, con su bastón y su mochila. Le pedí si podíamos entrar un momento al lobi del hotel porque necesitaba alguna foto en interior, pero insistió en ir al Bar Masia porque era el bar donde iba Roberto Bolaño cuando vivió en Barcelona. Sabía muchos detalles de la vida de Bolaño en la ciudad gracias al libro de Álex Chico. Le encantaba Bolaño, hablamos sobre Los detectives salvajes, sobre Juan Rulfo y Pedro Páramo. Paramos en la plaza Viçenc Martorell para hacer un par de fotos, le costaba un poco caminar, así que intentaba que se moviera lo menos posible. Ahí me contó sobre el monólogo de la noche siguiente, incluso me recitó unas cuantas líneas y solté una carcajada. Me confesó que había estado practicando mucho su español. ‘Lo haces genial’, le contesté”.

Pete y Paulina entraron en la librería La Central y subieron a la terraza para hacer las fotos con su libro, El viento idiota, su único libro publicado. Pete solía hacer bromas sobre su condición de autor de un solo libro y de escritor debutante a la tierna edad de setenta años. 

Peter Kaldheim, el último beatnik

Pete con sus memorias en la terraza de La Central.

El viento idiota cuenta su aventura de casi tres años recorriendo Estados Unidos, hasta que finalmente pudo asentarse y reconducir su vida. Estas memorias son sin duda un diario de desintoxicación radical, así como una apasionante incursión en los márgenes del lumpen americano.

Licenciado en Literatura Inglesa por la universidad de Dartmouth, Kaldheim comenzó su carrera como editor en Nueva York, su ciudad natal, en los setenta. En esa época llegó incluso a escribir artículos para la revista High Times, pero su adicción a las drogas y al alcohol, y los trapicheos con los que trataba de costearse sus desorbitados consumos, acabaron llevándole a cumplir condena por tráfico de estupefacientes en la prisión de Rikers Island.

Al salir de la cárcel, regresó a sus correrías como camello de poca monta y se entregó a una farra sin fin que terminó la noche del lunes 26 de enero de 1987, cuando, durante una gran nevada, tuvo que huir como pudo de Nueva York para salvar la vida. Un mafioso le había fiado una partida de cocaína que, en lugar de vender, se había pulido esnifando sin parar e invitando a unos y a otros. Esos años de caótico descontrol los describiría en sus memorias como un vendaval que lo llevó a la indigencia:

“Pero ¿cuál era exactamente mi situación? Para empezar, diré que tenía treinta y siete años, que estaba en el paro y arruinado. De hecho, podía ser considerado un indigente. Mi vida se había convertido en algo de lo que no podía presumir. Me limitaba a intentar sobrevivir y no podía culpar a nadie de mi situación más que a mí mismo y a mis cómplices: el alcohol, la cocaína, y una prolongada racha de lo que mi antiguo profesor de filosofía griega había denominado akrasia: una fisura en la fuerza de voluntad que te lleva a actuar justo en contra de lo que dicta el sentido común. Si la filosofía griega no es lo tuyo, te diré que Bob Dylan también habló de ello. Lo denominó “el viento idiota” (idiot wind). Así es como yo lo denomino. Durante una docena de años estuvo soplando en mi vida sin descanso. En ese tiempo, el viento idiota se llevó prácticamente todo lo que me importaba. Mi matrimonio. Mi carrera. El respeto de mis familiares y amigos. Incluso un techo bajo el cual dormir por las noches. Todas esas cosas desaparecieron de mi vida. El viento idiota se las llevó.”

Peter Kaldheim, el último beatnik

Siempre tocado por una gorra, Kaldheim era conocido en Nueva York como Pete The Hat. Siempre on the road, su camiseta de Jack Kerouac da fe de su espíritu beat.

“Durante una docena de años el viento idiota se llevó prácticamente todo lo que me importaba. Mi matrimonio. Mi carrera. El respeto de mis familiares y amigos. Incluso un techo bajo el cual dormir por las noches. Todas esas cosas desaparecieron de mi vida. El viento idiota se las llevó”

Sin un duro y con la ciudad paralizada por la nieve consiguió escapar de Nueva York. El viento idiota cuenta esta aventura de casi tres años recorriendo Estados Unidos hasta que finalmente pudo asentarse y reconducir su vida. Las primeras tres semanas, las más on the road, ocupan el grueso de estas memorias y son sin duda un diario de desintoxicación radical, así como una apasionante incursión en los márgenes del lumpen americano: comedores de beneficencia, viajes en autoestop o en trenes de carga, noches bajo puentes, tipos peligrosos al acecho, pies ensangrentados por botas de una talla menor, etcétera. Y entre todas las penurias, resplandece la bondad del ser humano y la constatación de que Jack Kerouac tenía razón cuando hablaba de la práctica de la amabilidad.

Ya a principios de los años noventa consiguió encarrilar su vida empleándose como cocinero en el parque de Yellowstone. Más tarde volvió a Nueva York, donde siguió trabajando en el ramo de la hostelería hasta que pudo jubilarse. Es entonces cuando retoma el cuaderno de notas de aquel viaje y compone, treinta años después, El viento idiota (2019), su debut literario. El libro fue traducido al francés, al italiano y al español, y de él dijo el escritor Don DeLillo que se trataba de una “sólida obra cuya lectura proporciona placer de principio a fin”. Juan Trejo, su traductor al español y el encargado de dar la funesta noticia de su muerte en La Vanguardia, recordaba la buena recepción que tuvo El viento idiota en 2020, cuando Temas de Hoy lo publicó en España: “Las memorias de Peter Kaldheim –se dijo entonces en La Vanguardia– son una oda a la empatía entre aquellos que vagan perdidos y una celebración de las segundas oportunidades. El debut literario de un talento oculto por más de tres décadas”.

Peter Kaldheim, el último beatnik

Pete con Ángel Tejerín en su librería On The Road. Sobre estas líneas, retratado en compañía de sus amigos de Barcelona, Marc Caellas y Esteban Feune de Colombi.

De esa época de nomadeo y miseria por la América profunda, Pete se trajo bien aprendida la práctica de la amabilidad. Pocas personas he conocido tan amables y encantadoras como él. Sus amigos de Barcelona –entre ellos Marc Caellas, que fue quien me lo presentó, o Victoria Barrueco, que lo acompañó hasta el final– lo atestiguan, así como Paulina Flores, la fotógrafa, que apenas compartió con él un par de horas en el Bar Masia, sin saber que, al día siguiente, sobre el escenario del Club Cronopios, mientras interpretaba su monólogo sobre la mierda, Pete caería fulminado por un infarto. 

Tenía 74 años. Desde hacía poco vivía en Santa Fe, Nuevo México, disfrutando de su condición de autor de culto y escribiendo un segundo libro, que deja sin terminar.

 

Hablando mierda en Barcelona. 

Peter Kaldheim, el último beatnik
Por Peter Kaldheim

Buenas noches a todos. Permítanme comenzar confesando que estoy lejos de hablar español con fluidez, así que perdónenme si ofendo vuestros oídos con alguna mala pronunciación.

Me llamo Pete Kaldheim y soy el autor de El viento idiota, el libro de memorias que la editorial Temas de Hoy publicó en Barcelona hace tres años. Soy originario de Brooklyn, Nueva York, y hace poco me mudé a Santa Fe, Nuevo México. Ahora que me he presentado, me gustaría dedicarle unos minutos a algo que todos conocemos “íntimamente”. Y ese algo es… ¡suspenso!… la mierda.

Sí, oyeron bien. He venido al Club Cronopios para “hablar mierda”, traducción literal de la expresión inglesa talk shit. Lo cual puede parecerles un tema peculiar para un monólogo, pero no es tan extraño aquí, en Barcelona. Después de todo, ¿no es esta la ciudad que vende más estatuillas del Caganer que cualquier otro lugar del planeta? Bien. Como dicen los abogados, “abandono mi caso”.

Durante mi primera visita a Barcelona allá por 2020, aquellas estatuillas de granjeros catalanes en cuclillas con las nalgas colgando me desconcertaban cada vez que veía una en el escaparate de una tienda de souvenirs. Sin embargo, cuando finalmente los investigué en internet y me enteré de que representan la tradición popular de los granjeros que cagan en sus campos para atraer la buena suerte durante la cosecha, todos esos hombrecitos con el culo al aire cobraron sentido para mí. Se podría decir que yo estaba familiarizado con el proceso. Porque hacia finales de los 70 y principios de los 80, con mucha ayuda de la cocaína y el alcohol, me cagué en mi propia vida.

Me liberé de mis adicciones en el invierno de 1987, cuando salí a la carretera como Jack Kerouac e hice autostop por Estados Unidos, desde Manhattan hasta Portland, con la esperanza de comenzar de nuevo en la costa oeste. Tres décadas después, mis aventuras en la ruta durante ese viaje de dieciocho días por el continente me inspiraron a escribir El viento idiota, el libro que me convirtió en un “autor debutante” a la improbable edad de 70 años. Por supuesto, nunca sospeché que cagarme en mi propia vida algún día me traería suerte. Sin embargo, cuando mi sueño de la infancia de convertirme en un autor publicado finalmente se hizo realidad en 2019, sentí que había sido bendecido con la “cosecha” de mi vida. Entonces, tal vez esos granjeros catalanes supersticiosos estén en lo cierto, aunque, mientras digo esto, puedo escuchar la voz ronca de mi padre burlándose de mí desde el Gran Más Allá.

Peter Kaldheim, el último beatnik

Mi papá era obrero en una fábrica y un pragmático empedernido que no toleraba las ilusiones. Cuando mis hermanos y yo éramos niños, rápidamente aprendimos que era un error decir “yo deseo” en su presencia porque siempre nos condenaba con la misma respuesta: “Deseo en una mano y mierda en la otra; mira qué mano se llena primero”, decía.

La primera vez que mi padre nos tumbó con esa expresión, me sorprendió que hubiera usado la palabra mierda, porque rara vez pronunciaba una palabrota frente a sus hijos. Debo admitir que transmitió su punto de vista de tal manera, que lo volvió memorable. Lo cual me enseñó una lección que aproveché años más tarde, cuando la primera etapa de mi gira publicitaria de El viento idiota me trajo a Madrid.

En mi segundo día en la capital pasé nueve horas encerrado en una sala de reuniones del sótano del Hotel de las Letras, dando entrevistas a un desfile de once periodistas. Mientras me interrogaba uno tras otro, seguía esperando que me hicieran la pregunta que había imaginado inevitable: “Entonces, ¿qué opina del presidente Trump?”. De hecho, estaba tan seguro de que me preguntarían eso, que había ensayado mi respuesta en el avión. No fue hasta bien entrada la tarde que una joven del diario ABC finalmente mencionó a Trump.

Cuando Nieves, mi intérprete, tradujo la pregunta de la periodista al inglés, mi rostro se iluminó con una gran sonrisa y, por primera vez en todo el día, entregué mi respuesta en español: “¡Ese pendejo es un saco lleno de mierda!”. Como esperaba, la respuesta tomó completamente por sorpresa a Nieves y a la periodista, y mientras ambas se reían a carcajadas, yo me reí con ellas. Porque sabía que acababa de pronunciar una frase que tardarían en olvidar. Desafortunadamente, mi broma no apareció en el artículo que el periódico publicó a la mañana siguiente. No me sorprendió. Tuve el presentimiento de que los editores de ABC lo censurarían. Aún así, a pesar de que la mierda que había tirado no había llegado al techo, me alegré de haber reunido el valor para lanzarla cuando tuve la oportunidad.

Durante mi breve visita a Madrid, aprendí otro uso de la palabra mierda cuando mi publicista de Temas de Hoy, Elena Blanco, me invitó a cenar con dos de sus amigos, un actor y un director de teatro que estaban en la ciudad para ensayar una obra que tenían previsto estrenar el siguiente fin de semana. Al salir del restaurante, les deseé a ambos buena suerte con su espectáculo usando la expresión en inglés break a leg. Ellos asintieron con agradecimiento y me dijeron que en español la expresión equivalente era “¡mucha mierda!”, lo cual no tenía ningún sentido para mí, hasta que me explicaron que se remonta a los días en que, en España, la gente llegaba a la puerta del teatro en carruajes tirados por caballos, y se podía estimar la magnitud de la audiencia que se presentaba para una función al verificar la cantidad de mierda de caballo que había en la calle. Cuanta más mierda, ¡mejor!

Al principio, me sorprendió que una expresión como “mucha mierda” hubiera sobrevivido a la era de los carruajes y todavía se usara para desearles suerte a los actores. Sin embargo, cuando lo pensé después, me di cuenta de que algunas palabras son simplemente atemporales. Y “mierda” es definitivamente una de esas palabras que nunca pasarán de moda. Al menos, no hasta que el terrible futuro predicho en este viejo proverbio brasileño llegue a suceder: “Cuando la mierda se vuelva valiosa, los pobres nacerán sin culo”.

Es un proverbio que al novelista Henry Miller le gustaba citar, pero no comparto su entusiasmo por él. Claro, es una forma pegadiza de decir que los ricos siempre explotarán a los pobres, pero hay una falla en su lógica: una suposición falsa que no puedo pasar por alto. Porque soy alguien que cree, como sin duda ya lo habrán notado, que la mierda siempre ha sido valiosa, sin importar lo que digan los brasileños.

Ah, ¿y adivinen qué? La última vez que revisé, mi trasero todavía tenía un agujero. Hablando de culos, creo que ya es hora de que saque el mío de este escenario. Pero al salir, permítanme compartir con ustedes una última cita relacionada con la mierda de mi cascarrabias favorito de la Generación Beat, Charles Bukowski, quien una vez dijo: “Para un escritor lo peor es conocer a otro escritor, y mucho peor que eso, conocer a varios escritores. Como moscas en la misma mierda”.

Se trata de una cita descarada para lanzar en una sala llena de escritores, lo sé. Pero quisiera suavizar el golpe al admitir que esa es, probablemente, la única cita de Bukowski con la que he estado en desacuerdo. Desde mi punto de vista, los escritores pasan tanto tiempo confinados, en solitario, que fácilmente puedes volverte loco si no sales de tu celda de vez en cuando y te diriges a un lugar donde puedas pasar un buen rato zumbando alrededor de la mierda comunal con otros de tu especie.

Entonces, ¡gracias a ustedes, y al Club Cronopios, por hacer que esta mosca visitante se sienta bienvenida esta noche! La próxima vez que mi sombrero y yo hagamos un viaje a Barcelona, nos aseguraremos de volver por aquí…

El infierno sobre ruedas

Peter Kaldheim, el último beatnik
Por Peter Kaldheim Traducción de Juan Trejo

Nota del autor: Esta historia brotó de nuevo en mi memoria tras toparme recientemente con el libro Hell on Wheels, que contiene las instantáneas que tomó el fotógrafo suizo Willy Spiller en el metro de Nueva York en los años setenta.

A finales de septiembre de 1976, recién divorciado e instalado en una habitación de alquiler en el cruce de la calle 86 con la avenida West End, una tarde entre semana, cerca de la hora punta, monté en el metro en el Upper West Side con la intención de ir a Greenwich Village. Llevaba una mochila del ejército colgada del hombro y, como de costumbre, una gorra de tweed en lo alto de mi cabeza. 

En la mochila de color caqui acarreaba ocho bolsitas de una onza de mota mexicana que pensaba venderle a los fumetas de algunos de los bares que solía frecuentar en el West Village. Así que entré en el metro en la estación de la calle 86 y me acomodé en el único asiento libre del primer vagón. Cuando el convoy se puso en marcha, me di cuenta de que a una joven que estaba sentada al otro lado del pasillo la estaba acosando un tipo mayor y desaliñado que no dejaba de dar tragos de una botella de cerveza que llevaba metida en una bolsa marrón. Se acercaba en exceso a la cara de la chica con la intención de entablar una conversación que ella, a todas luces, no deseaba. 

Aquella pobre chica (debía de tener unos 18 o 19 años) hizo todo lo que pudo para ignorar al tipo, pero el muy capullo era persistente. Cuando el metro llegó a la siguiente parada, la persona que estaba sentada a mi lado se bajó, dejando el asiento vacío. Llamé la atención de la chica y di una palmadita en el asiento que había quedado vacío a mi lado. Ella captó mis intenciones, se levantó, cruzó el pasillo y se sentó a mi lado tras decir “Gracias” con un susurro. 

No tardé en comprobar que había cabreado a aquel capullo con mi pequeño gesto caballeroso, porque empezó a mirarme fijamente desde el otro lado del pasillo y a mascullar algo entre dientes. Le mantuve la mirada para hacerle saber que no me intimidaba y me preparé para lo que pudiera suceder. Pero lo que hizo a continuación me pilló completamente por sorpresa. Se puso en pie y, en lugar de enfrentarse a mí como yo había supuesto que haría, se dirigió dando tumbos a la parte delantera del vagón y aporreó la puerta del cubículo del conductor al tiempo que gritaba: “¡Hay un tipo en este vagón que tiene una bomba en la mochila! ¡Dice que nos va a hacer volar por los aires!”. 

Cuando el maquinista entreabrió la puerta para ver qué sucedía, varios pasajeros gritaron: “¡No le hagas caso! Está loco. No hay ninguna bomba”. Pero aquel tarado gritó con más fuerza: “¡Se equivocan! ¡Es ese tipo, el que está ahí! ¡El de la gorra gris y la mochila!”. 

Confundido por aquellas contradictoras afirmaciones, el conductor del metro hizo lo que mejor saben hacer los empleados municipales: seguir el protocolo establecido. En este caso, significaba llamar a la policía de tránsito para informar de una amenaza de bomba en el tren, tanto si la amenaza era real como si no lo era.

Lo siguiente que oímos fue la voz del conductor por los altavoces: “Atención a todos los pasajeros. Este tren queda fuera de servicio. Por favor, bájense de los vagones en la siguiente parada, Columbus Circle, y esperen en el andén el siguiente convoy disponible”. 

Minutos más tarde, cuando el tren se detuvo en la estación de Columbus Circle, miré por las ventanillas y vi a un grupo de policías uniformados que se abrían paso a codazos hasta el borde del andén. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que lo tendría bien jodido si uno de ellos me agarraba y me pedía que abriese mi mochila llena de marihuana. ¡Mierda!

Por suerte, era hora punta y el andén estaba abarrotado de pasajeros, y se llenó incluso un poco más cuando salimos todos los que estábamos en ese convoy. Gracias a la confusión generada y a la aglomeración de gente, me las apañé para esquivar a la policía. Pero mientras me escabullía entre la multitud, oí al loco gritar a mi espalda: “¡Se escapa! ¡El tipo de la gorra gris! ¡Lleva una bomba!”.

Como podréis imaginar, me quité la gorra de la cabeza con mayor rapidez de la que se llega a decir: “¿Quién? ¿Yo?”. Encorvé los hombros para pasar desapercibido entre la gente y eché a correr en dirección a la salida más cercana. Seguí corriendo incluso después de subir las escaleras y salir a la luz del día. A toda prisa recorrí otras tres o cuatro manzanas, con la intención de asegurarme de que estaba a salvo. Aun así, mi corazón no recuperó su ritmo normal hasta llegar a Times Square, donde supuse que volver a montar en el metro ya no entrañaría problema alguno. 

Llegué a la calle Christopher sin más incidentes, justo a tiempo para pillar por los pelos la Hora Feliz en el Lion's Head. Os aseguro que mientras me tomaba mi primer trago de whisky, acompañado de una cerveza, no había esa noche en aquel bar nadie más feliz que yo.

Ok, amigos, eso es todo en el episodio de esta noche de “El infierno sobre ruedas”. Gracias por sintonizar…

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #312

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