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Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

Eve-Babitz la auténtica L.A. Woman en Hollywood, poco antes del accidente (1997). Fotos: The Huntington Library, Art Museum and Botanical Gardens y Paul Harris. 

Esta escritora “murió” (públicamente hablando) a causa de una droga legal, pero ha llegado a nuestros días gracias a –entre otras cosas– experimentar con drogas prohibidas como los ácidos, los porros, las setas, la cocaína, el speed, además de fármacos como el Percodan, el Demerol, la codeína, el Fioranol, el Mogodon o, especialmente, el Quaalude (marca bajo la que se comercializó la metacualona en Estados Unidos) y narrarnos lo sentido por escrito con la misma naturalidad con que describió los adulterados atardeceres angelinos, las exuberantes jacarandas, las buganvilias color melocotón y las bahías lapislázuli de Emerald Bay, la crema de espinacas con nuez moscada de Musso’s o el cuerpo desnudo de un amante.

Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

Eve Babitz en un fotomatón.

No me alargaré demasiado contando la historia de Synanon porque: a) esta revista ya le dedicó un artículo hace algunos años (ver Cáñamo #281), b) HBO le ha dedicado hace poco una miniserie documental (ver The Synanon Fix), y c) la verdad, tampoco tuvo demasiada importancia para la escritora de quien sí me he propuesto hablarles. Simplemente apuntar, para quien no lo conozca, que Synanon fue un programa de rehabilitación de heroinómanos fundado en 1958 por Chuck Dederich, un carismático miembro de AA, tras servir de cobaya en los experimentos con LSD del proyecto MK Ultra en la Universidad de California. A partir de 1967, fijada la residencia del grupo en un antiguo gran hotel a orillas de la playa de Santa Mónica, los exadictos mutaron progresivamente en una secta de hippies “peligrosos y violentos” a la que acudían para desintoxicarse los famosos de Hollywood (Leonard Nimoy, Charlton Heston, Jane Fonda, Ray Bradbury…) y los músicos de jazz (Joe Pass grabó allí su disco de debut Sounds of Synanon), amén de algún que otro director en ciernes buscando extras que lucieran la cabeza rapada en sus películas (George Lucas). Pues bien. En “Heroína”, uno de los relatos autoficcionados que componen Días lentos, malas compañías. El mundo, la carne y L.A., el segundo libro de Eve Babitz (Los Ángeles, California, 1943-2021), publicado originalmente en 1977 y que la editorial Colectivo Bruxista acaba de rescatar, traducir y envolver para regalo a las actuales generaciones hispanolectoras, la autora mantiene el siguiente diálogo con una músico y actriz, amiga suya, que convenció a los “duros observadores” de Synanon de que era yonqui para que la dejaran entrar en el culto (cuando en realidad nunca se había acercado a una aguja):

“–¿Cómo es que querías ir allí en primer lugar? –le pregunté. Ahora vive en el valle, está casada y cursa estudios nocturnos–. Quiero decir, tuviste que darles tu coche, por el amor de dios.

–Siempre me ha gustado la playa –me dijo–. Y nunca tuve un padre.

–Oh –le dije.

–Allí se estaba bien hasta que el director decidió que, como iba a dejar de fumar cigarrillos, todos teníamos que dejar de hacerlo.

Como había dejado de fumar, sabía a qué se refería. A menos que uno esté en el estado de ánimo adecuado, es imposible. Fumar ha sido tan glamuroso durante tanto tiempo, todas esas cerillas, esas pausas, el pintalabios en las puntas... el propio humo enroscándose como si nada en los momentos más angustiosos. Pero, por otra parte, fumar, aunque glamuroso, nunca ha sido tan glamuroso como la heroína, y morir a causa de los cigarrillos no tiene la cualidad de trágico ocaso que la sobredosis confiere a la muerte. La heroína es el célebre exceso romántico de nuestro tiempo.”

Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

Eve Babitz con 16 años y, a la derecha, en la década de 1970.

“Una vez conocí a alguien que decía que ‘su droga preferida era cualquier cosa que tuvieras’, y yo también era más o menos así.”

Lo cierto es que Babitz, pese a lo arriba transcrito, nunca dejó el tabaco mucho tiempo. Y ya sabemos de las funestas consecuencias de encadenar un pitillo tras otro, como un taxista chino, gracias a los espeluznantes mensajes e imágenes de los paquetes de tabaco. Fumar puede matar, vale, sí, nos ha quedado claro. Y la fama también, aunque no suela venir acompañada de notas de advertencia. Eve Babitz no llegó nunca a ser una gran celebridad, pero tuvo ocasión de arrimar lo suficiente su nariz de fumadora (y esnifadora) al éxito como para determinar que este apesta a “tela quemada y gardenias rancias”. Lo dejó escrito en el mismo libro. Dos décadas después de redactar su nota olfativa de la fama, esta se volvería trágicamente premonitoria. En 1997, ya asentada en el universo literario norteamericano más allá de su rol de it girl californiana, Babitz sufrió en sus carnes los dañinos efectos del tabaquismo de una forma nunca vista en las fotos y avisos de las cajetillas: tras encenderse un cigarrillo mientras conducía, se le cayó la cerilla sobre su falda de flores, prendiéndola hasta derretir las medias de nylon que llevaba debajo. “Tela quemada y gardenias rancias”, ¿recuerdan?… El lamentable accidente causó a la célebre escritora quemaduras de tercer grado potencialmente mortales en la mitad de su cuerpo. Y “morir a causa de los cigarrillos no tiene la cualidad de trágico ocaso que la sobredosis confiere a la muerte”. Logró recuperarse, pero, tras salir del hospital, la cronista que mejor había retratado la bulliciosa vida social de Los Ángeles dejó de acudir a las fiestas y actos sociales que, junto a una larga nómina de romances, habían servido de abono a su literatura, volviéndose arisca, conservadora y negándose a conceder entrevistas. Eso sí, la indómita Eve Babitz siguió fumando impenitentemente, claro, y consiguió disfrutar de la vida muchos años más (murió a los 78 a causa de una enfermedad hereditaria), los suficientes como para llegar a leer en Vanity Fair, en el 2014, un extenso y merecido reportaje dedicado a su obra, figura y legado que trajo consigo el “revival Babitz” gracias al cual la generación zoomer se pirra hoy por esta gran escritora, diseñadora de portadas de discos, fotógrafa y musa tangencial de la contracultura de los 60 y 70 (no fue una hippie, los hippies le parecían demasiado pobres y ordinarios para su gusto; y odiaba las religiones orientales), expresando su amor por ella con el gesto del corazón coreano en TikTok e Instagram. ¿Y a quién no se le cae la baba con la Babitz?

Me tomé dos Quaaludes, la droga favorita de Shawn. Son la única sustancia que he tomado que podría estar a la altura de su reputación como afrodisíaco. Shawn los llama curanderos. Me subieron tan rápido como se fue la lluvia.

Los Quaaludes, tomados con circunspección (que suele ser el problema, porque en el momento en que la gente descubre que, por dios, esto es un afrodisíaco que de verdad funciona, empieza a engullirlos al por mayor. Y los Quaaludes invierten tu peristalsis y acabas ahogándote en tu propio vómito como Jimi Hendrix porque relajan demasiado tu cuerpo y no quieres estar tan relajado...), eh, los Quaaludes, tomados con circunspección, son maravillosos para esas agradables y perezosas tardes de domingo, o incluso, si te tomas sólo un cuarto de uno, para una noche en la ciudad. Acabarás bailando y pasándolo de maravilla de una forma muy relajada, tan relajada que te olvidarás de beber, y a la mañana siguiente te despertarás y habrás perdido un par de kilos y habrás hecho algo de ejercicio.

Días lentos, malas compañías

L.A. Women y It girls del Eixample

Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

La escritora fotografiada por su hermana en 1974. 

Hace unas semanas tuvo lugar la presentación de Días lentos, malas compañías en la librería +Bernat de Barcelona, un refugio para la mejor literatura independiente sito en las partes nobles de la ciudad. Si uno esperaba encontrarse allí haciendo cola a chicas de atuendo boho-chic a lo Kate Hudson en Casi famosos, o a encarnaciones actuales del estereotipo de la L.A. Woman al estilo de Lana del Rey, nada más lejos. Estas llegarán algo más tarde, pero, a media hora del acto, las únicas it girls que guardan silla son dos octogenarias de esta parte del Eixample que probablemente hicieron gala de su “eso” especial en Bocaccio en los tiempos en que Babitz hizo lo propio en el hotel Chateau Marmont. Y allí me encuentro con Ane Guerra, periodista, guionista, novelista, podcastera, it girl y autora de la traducción del libro. Esta tarde, junto a Alejandro Alvarfer, el editor, hablarán sobre Babitz y su obra a quien quiera acercarse a escucharlos.

Una vez declaró descaradamente ante el Comité del Senado sobre el LSD, cuando Bobby Kennedy le preguntó a cuánta gente conocía que fumara marihuana: “todo el mundo menos mi abuela. Ella flipa sola.”

“Fue un personaje medianamente conocido en los Estados Unidos; en el resto del planeta fue una total desconocida”, me cuenta Ane. “Pertenecía a algo que podríamos llamar ‘aristocracia americana’: su familia era como esos aristócratas ingleses algo excéntricos que tienen una langosta de mascota, ese tipo de peña, ¿sabes? Su padre era un músico clásico judío que tocaba haciendo bandas sonoras para la 20th Century Fox. Su madre era escultora, descendiente de franceses cajunes de Nueva Orleans. También era ahijada de Ígor Stravinski, y su familia alternaba con gente como Picasso, Chaplin o Greta Garbo… Fue lo que ahora llamaríamos una niña bien posicionada, una socialité, pero no necesariamente una pija: su familia no tenía mucha pasta, era más una cuestión de educación y actitud. Y desde pequeña quiso escribir y dedicarse al arte, de manera que fue retratando su vida dentro de esa escena de Los Ángeles, y de California en general, con pequeñas incursiones a Nueva York y San Francisco, pero siempre regresando a su ciudad, porque el resto del mundo le parecía hostil. Y allí siguió escribiendo, malviviendo en algunas épocas (en los años 80 sufrió muchas adicciones y tuvo que pedir ayuda). Tras el accidente su fama decayó hasta que en el 2014 rescataron su perfil para Vanity Fair, y es allí cuando reflotó su figura”.

Mi primer contacto con el LSD fue en el instituto cuando preparé un trabajo de cierta profundidad sobre la locura para la clase de Ciencias y leí sobre la existencia de una droga... Fui a investigar a la Biblioteca de Medicina de la UCLA y averigüé que eso estaría en la sección «Psicofarmacología», pero en 1961 solo tenían dos libros sobre el tema y ambos ininteligibles. Leí Las puertas de la percepción de Huxley pese a que ya entonces opinaba que percepción era un término demasiado crudo para aplicárselo a cualquier cosa que aconteciera durante el día y siempre había pensado que Huxley era otro de esos ingleses que se volvían locos buscando La Respuesta o, en todo caso, se lo tomaban demasiado en serio. Sin embargo, su forma de describir los colores me cautivó. Yo quería ver los colores así. Adoro los colores. Adoro el rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el azul y el púrpura y el magenta y el chartreuse y el rosa neón y el marrón y el turquesa y el cereza. Sentí celos porque parecía que él los veía mejor.

Traté desesperadamente de conseguir mescalina. La envidia permanece latente.

La única persona que conocía que estaba en situación de poder conseguir LSD era un estudiante de medicina al que conocí con 17 años. Pero estaba chalado y no quise arriesgarme. «Vaaaaaa, sé buena...», me suplicaba cuando me negaba a subirme detrás en la moto con él. La única vez que había «sido buena» y me había montado, se había puesto a 160 por la autopista y a mí en la situación de tener que rogarle a Dios, y resultó que Dios era Graham sentado en un trono de cartón con un botellín de Rainier Ale en el regazo. No me gustó un pelo y nunca se lo conté a Graham.

El estudiante de medicina me habló del Romilar, una pastilla para la tos compuesta de morfina sintética. Si te tomabas 20, dejabas de estar sujeto a las leyes de la gravedad. Enseguida las retiraron del mercado y se lo pensaron mejor cuando los mandamases descubrieron que «Romilar-har-har» era solo una forma legal de colocarse y que no había manera de comprarlo alrededor de la UCLA y la USC porque los estudiantes engullían una pastilla tras otra. Pero no lo hacían por los colores, solo por la gravedad.

Yo quería colores y sabía que el ácido los proporcionaba.

El otro Hollywood

Se había gastado el anticipo de su libro en coca y se había jodido la nariz. Me llamó y me rogó que fuera a verla. No podía creer lo que vi. No había un centímetro de suelo que no estuviera cubierto de Kleenex ensangrentados.

Babitz debutó escribiendo para Rolling Stone gracias a Joan Didion, pero su debut libresco fue El otro Hollywood, unas memorias (escritas en 1974, con 30 años) que Random House tradujo en 2018 colocando así la primera piedra para exportar a nuestro país el citado ‘revival’ de su carrera. Quien quiera conocer algunos detalles de su agitada juventud encontrará allí a la chica que se hizo popular por posar como su madre la trajo al mundo jugando al ajedrez con el pintor de Desnudo bajando una escalera, Marcel Duchamp, o como la joven cuyos cabellos arden (otra funesta premonición) en la portada de “L.A. Woman”, la canción que le dedicó Jim Morrison. O la muchacha que presentó a Frank Zappa y Salvador Dalí. O la protegida de Joan Didion y John Gregory Dunne o la novia del artista pop Ed Ruscha y los actores Harrison Ford y Steve Martin. O la diseñadora de portadas de los Byrds y Buffalo Springfield e integrante de la troupe de Andy Warhol. O la que fue presentada a un Beatle como “la mejor chica de América”. También a la joven que se pone hasta las trancas de cocaína junto a un músico de rock en una suite del Chateau Marmont, la que afirma que “los taquitos son mucho mejor que la heroína, solo que nadie los conoce y todo el mundo habla de la heroína”, la que fuma DMT en la azotea del Chelsea y la que una vez declaró descaradamente ante el Comité del Senado sobre el LSD, cuando Bobby Kennedy le preguntó a cuánta gente conocía que fumara marihuana: “Todo el mundo menos mi abuela. Ella flipa sola”. Y todo eso antes de convertirse en escritora, ojo.

Entrevistas raras con autoras sobrias

Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

La autora en una imagen incluida en la edición original de Eve’s Hollywood (1974). A la derecha, Babitz en Hollywood Boulevard (1997).

Su amigo Paul Ruscha, hermano de Ed Ruscha, contó una vez que Babitz “se había gastado el anticipo de su libro en coca y se había jodido la nariz. Me llamó y me rogó que fuera a verla. No podía creer lo que vi. No había un centímetro de suelo que no estuviera cubierto de Kleenex ensangrentados. Los gatos corrían como locos”. Tras el incidente, la escritora dejó de consumir, de la noche a la mañana, en mayo del 82.

“Una vez conocí a alguien que decía que ‘su droga preferida era cualquier cosa que tuvieras’, y yo también era más o menos así. […] Cada persona tiene sus propias razones para dejar una adicción. Es difícil decir cuál es, excepto que sabes en tus huesos que si no paras en el momento en que lo decides, nunca lo harás”, dijo ella en una conversación (por correo electrónico y sin permitir que los periodistas le vieran la cara) titulada Una rara entrevista con Eve Babitz, la autora que lleva mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda, publicada en 2018, cuatro años después de que Vanity Fair escribiera el mencionado perfil de la hasta el momento olvidada cronista de Los Ángeles, cuando en Estados Unidos ya se habían reeditado cuatro de sus libros a remolque de ello (los dos primeros, ya traducidos al español, además de Sex and Rage: Advice to Young Ladies Eager for a Good Time; a Novel, de 1979 y L.A. Woman, de 1982) y acababa de reimprimirse un quinto: Black Swans: Stories, de 1993. En esta colección de relatos, la última de este tipo que escribió, la angelina retoma el relato de sus impúdicos escarceos con hombres famosos y sus salvajes crónicas del Hollywood dorado, su ingenio seco, su prolífico consumo de drogas (alcohol, speed, LSD, setas, mescalina, cocaína, Percodan y Demerol “para divertirse”, codeína y Fioranol “para los calambres”, Quaaludes y Mogodons “cuando estaban disponibles”), pero en este libro las historias de Babitz se tornan más serias, incluso tristes. Sus amigos íntimos se han ido yendo con el tiempo, uno tras otro, a causa del sida, el abuso de substancias legales o ilegales y, sobretodo, las terribles consecuencias de la fama.

Babitz desnuda con el autor de Desnudo bajando una escalera, Marcel Duchamp.

Babitz desnuda con el autor de Desnudo bajando una escalera, Marcel Duchamp.

Eve Babitz, la autora que no pasó mucho tiempo sobria y vuelve a estar de moda

La hoja de contactos completa de la sesión fotográfica que hizo Julian Wasser el 12 de octubre de 1963, en el Pasadena Art Museum de California (actual Norton Simon Museum), que acogía la primera retrospectiva del artista francés.

Babitz habla de la amistad femenina como una forma de evitar caer en la adicción a la heroína, ¡imagínate el poder que le da!

Volvamos a los días lentos y las malas compañías del libro que acaba de llegar a los estantes del país. Sigue Ane Guerra: “Yo creo que supo utilizar y sacarle partido a aquello por lo que era más conocida en aquella época: su físico y sus excesos. Era muy lista y lo usó a su favor. Es el mundo quien no le ha hecho justicia… Fue una persona con muchas capas, y en este libro se nota un montón: comienzas a leer a Eve Babitz de una manera y acabas leyéndola de otra, como si la hubieran pasado por una batidora, y sales de ahí que no sabes qué ha pasado. Y piensas: esto no es lo que yo me esperaba, una novelita sobre el underground de L.A. Pues no. Es muchísimo más profundo, se te agarra a las tripas. Históricamente, si una escritora habla de forma directa de su vida y sus experiencias es como si tuviera menos valor literario, cuando todo el mundo habla de las cosas que ha vivido aunque sea de forma indirecta. Ella no hizo una crítica feroz como, por ejemplo, Joan Didion en la misma época, sino que retrató su entorno con sarcasmo y humor. Y el humor es algo que nos ha sido negado a las mujeres para ser tomadas en serio”.

La presentación va a empezar ya (a las dos señoras del Eixample se les han sumado decenas de it girls e it boys de toda clase, edad y condición), este artículo se acerca a su fin y todavía no les he explicado de qué trata Días lentos, malas compañías y por qué considero que deben ustedes comprarlo (deberían hacerse con todos sus libros, pero El otro Hollywood está agotado). Tal vez lo estoy postergando porque, aunque he venido con los deberes hechos, sigo sin tenerlo claro. Diría que habla de la vida más que de la muerte, y de lo humano más que de lo divino. O de cuando todo ello converge. Y encima con un estilo narrativo juguetón que enmascara el texto como un libro de amor (pide perdón por ello desde el principio) en el cual va dejando pistas ocultas a un supuesto amor imposible y poco aficionado a la lectura; aunque al voltear la última página uno se queda con la seguridad de que el único verdadero amor iletrado, fugaz e inasible que tuvo esta mujer fue la ciudad de Los Ángeles. En una reseña, la novelista Deborah Shapiro calificó la voz de Babitz de “segura de sí misma pero simpática, descarada y voluptuosa, pero con la dosis justa de ironía”, y añadió: “Leer a West (y a Fante y a Chandler y a Cain y similares) me hizo querer ir a Los Ángeles. Babitz me hace sentir como si estuviera allí”. Tiene razón. Y a pesar de su inigualable capacidad para sumergir a los lectores en la California de los años 60 y 70, sus libros pasaron casi desapercibidos tras su publicación. No ha sido hasta los últimos años, como ya hemos dicho y repetido, que su obra ha sido redescubierta por las comunidades literarias nativas de Internet.

Portadas de El otro Hollywood, traducido por Cruz Rodríguez Juiz (Literatura Random House, 2018), y de Días lentos, malas compañías, traducido por Ane Guerra (Colectivo Bruxista, 2024). Dos libros de memorias que la autora definió como “novelas confesionales”.

Portadas de El otro Hollywood, traducido por Cruz Rodríguez Juiz (Literatura Random House, 2018), y de Días lentos, malas compañías, traducido por Ane Guerra (Colectivo Bruxista, 2024). Dos libros de memorias que la autora definió como “novelas confesionales”.

“Creo que Babitz tiene muchísimo que ver con la escritura de hoy en día”, resuelve Ane Guerra mientras nos encaminamos hacia el espacio donde el selecto público aguarda la presentación. “Sin pretenderlo, ha sido la precursora de muchas mujeres que viven los personajes femeninos y la feminidad de forma extensísima y amplia. Ninguno de sus personajes es un cliché, trata a todo el mundo con ternura. Sus personajes femeninos son caleidoscópicos, tienen muchísimas aristas: nadie se comporta como te imaginas que va a comportarse. Eso la hace precursora de toda una generación actual de mujeres que escriben y construyen sus personajes desde su propia visión y su propia experiencia. También creo que Eve Babitz empezó a relatar una sociedad que hoy estamos viviendo a la octava potencia: la superficialidad, lo efímero, el individualismo, el hedonismo cada vez más cínico… Supo ver más allá de ese gran estudio cinematográfico hollywoodiano en el que se han convertido todas las ciudades. Era una tía muy guay, joder. Y además hacía una cosa muy chula –y muy rara de leer, porque hay muy pocos referentes– que es hablar de la amistad entre mujeres. Adoraba a sus amigas. De hecho, habla de la amistad femenina como una forma de evitar caer en la adicción a la heroína, ¡imagínate el poder que le da! Ese es uno de los grandes motivos por los que la gente de hoy puede apreciar a Babitz. Podemos reivindicarla desde el pasárselo bien: ella se lo pasaba bien y no lo escondía. No juzgaba a nadie, y menos a sí misma. Leyéndola te das cuenta de cuánto aprecia cada cosa que esté haciendo, como una especie de mindfulness de las cosas: si está bebiendo está bebiendo, si está mirando un árbol está mirando un árbol… y si se está drogando se está drogando. Fue de las primeras mujeres en escribir de las drogas con semejante naturalidad, y no sólo en su época. Para ella eran una parte más de la experiencia de vida, que utilizaba un poco a su antojo y con las que hacía que la realidad brillase un poco más. Pero de la misma manera en que se extasiaba fumando o tomando Qualuudes, se sentía igual de emocionada cuando veía llover o un atardecer o un árbol en flor. Mi sensación es que para ella las drogas eran una especie de barniz que le pone a una realidad que de por sí ya era colorida y casi lisérgica. Podía quedarse maravillada con todo durante horas… Esa conexión tan bestia con su entorno quizá sea otro motivo que la conecta con las generaciones de hoy, porque es algo que echamos en falta”.

Pero llamé al timbre y James salió a recibirme a medio terminar lo que estaba haciendo en la mesilla del café, que era picar cocaína pura de unos viales sellados procedentes de Alemania. No bien me había sentado, cegada por la timidez, cuando dijo: «Tápate un agujero de la nariz y aspira fuerte un poco de esto».

La cocaína llegó con Jack Hunter el verano anterior.

Solo cabe decir tres cosas de la cocaína. Una, nunca es suficiente. Dos, nunca será tan buena como la primera vez. Tres, los dos datos precedentes constituyen una tragedia de tal alcance que no puede experimentarse a menos que hayas tomado cocaína. El coste radica en saber que alguien está divirtiéndose en el monte Olimpo sin ti y que deberías intentar no salir de allí. El cerebro se te encharcará alrededor de los senos y morirás.

–¿Ya estás? –preguntó, gran anfitrión.

–El caso es que... –empecé a decir, evaporada la timidez como una lágrima al sol– todo en ti me recuerda a F. Scott Fitzgerald.

Cómo podía haberle mentado la literatura a una estrella del rock sin mayor preámbulo constituía uno de los misterios más obvios de la cocaína.

–Sí –dijo–, es mi escritor favorito. De hecho, justo el otro día terminé el relato que más me gusta de él: «Un diamante tan grande como el Ritz».

–¿Por qué ese?

Estábamos de pie; se nos había olvidado sentarnos. La cocaína había iluminado tanto el mundo que nos quedamos plantados en mitad de las aventuras soñadas que yo había ido alimentando y que ahora se volvían realidad.

James se disponía a revelarme por qué aquel era su cuento favorito.

 

El otro Hollywood

Otro recuerdo fue la vez que iba a intentar convencer a Janis Joplin para que me dejara hacer la portada de uno de sus discos. Un amigo común iba a presentarnos. Fuimos al estudio de grabación, entramos en la sala de paneles del productor y el sonido era tan fuerte que todo mi cuerpo se retorció de dolor. El productor se había quedado tan sordo que tenía que estar así de alta para que la oyera. Janis Joplin estaba dormida en el suelo.

–¿Cómo puede estar dormida? –grité.

–¿Qué? –preguntó el productor.

Dos días después, el amigo común volvió a intentarlo y esta vez fuimos al Landmark Motor Hotel16. Era de día. Entramos en la zona de baño del patio y allí, en la piscina, con una tez blanca grisácea propia de una lavandera irlandesa y vestida con un bañador negro de una pieza, estaba Janis Joplin, flotando. El azul de la piscina parpadeaba a su alrededor.

–¿Está muerta? –murmuré. Tenía miedo.

–Ya volveremos –dijo mi amigo mientras retrocedíamos.

Una semana después, murió. Y la gente se preguntaba cómo había podido hacerse algo tan estúpido cuando lo tenía todo.

Las mujeres están preparadas para sufrir por amor; está escrito en sus partidas de nacimiento. Las mujeres no están preparadas para tenerlo «todo», no un «todo» que se refiera al éxito. […] De modo que cuando «todo» llega, una no tiene nada. Sobre todo si eres mujer y estás esperando a un príncipe. Janis Joplin siempre se preguntaba cuándo llegaría su príncipe, y la espera era tan aburrida que compró el sosiego total del lago liso, blanco, claro y sonriente de la heroína. Una famosa amiga de los famosos.

Días lentos, malas compañías

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #324

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