No me alargaré demasiado contando la historia de Synanon porque: a) esta revista ya le dedicó un artículo hace algunos años (ver Cáñamo #281), b) HBO le ha dedicado hace poco una miniserie documental (ver The Synanon Fix), y c) la verdad, tampoco tuvo demasiada importancia para la escritora de quien sí me he propuesto hablarles. Simplemente apuntar, para quien no lo conozca, que Synanon fue un programa de rehabilitación de heroinómanos fundado en 1958 por Chuck Dederich, un carismático miembro de AA, tras servir de cobaya en los experimentos con LSD del proyecto MK Ultra en la Universidad de California. A partir de 1967, fijada la residencia del grupo en un antiguo gran hotel a orillas de la playa de Santa Mónica, los exadictos mutaron progresivamente en una secta de hippies “peligrosos y violentos” a la que acudían para desintoxicarse los famosos de Hollywood (Leonard Nimoy, Charlton Heston, Jane Fonda, Ray Bradbury…) y los músicos de jazz (Joe Pass grabó allí su disco de debut Sounds of Synanon), amén de algún que otro director en ciernes buscando extras que lucieran la cabeza rapada en sus películas (George Lucas). Pues bien. En “Heroína”, uno de los relatos autoficcionados que componen Días lentos, malas compañías. El mundo, la carne y L.A., el segundo libro de Eve Babitz (Los Ángeles, California, 1943-2021), publicado originalmente en 1977 y que la editorial Colectivo Bruxista acaba de rescatar, traducir y envolver para regalo a las actuales generaciones hispanolectoras, la autora mantiene el siguiente diálogo con una músico y actriz, amiga suya, que convenció a los “duros observadores” de Synanon de que era yonqui para que la dejaran entrar en el culto (cuando en realidad nunca se había acercado a una aguja):
“–¿Cómo es que querías ir allí en primer lugar? –le pregunté. Ahora vive en el valle, está casada y cursa estudios nocturnos–. Quiero decir, tuviste que darles tu coche, por el amor de dios.
–Siempre me ha gustado la playa –me dijo–. Y nunca tuve un padre.
–Oh –le dije.
–Allí se estaba bien hasta que el director decidió que, como iba a dejar de fumar cigarrillos, todos teníamos que dejar de hacerlo.
Como había dejado de fumar, sabía a qué se refería. A menos que uno esté en el estado de ánimo adecuado, es imposible. Fumar ha sido tan glamuroso durante tanto tiempo, todas esas cerillas, esas pausas, el pintalabios en las puntas... el propio humo enroscándose como si nada en los momentos más angustiosos. Pero, por otra parte, fumar, aunque glamuroso, nunca ha sido tan glamuroso como la heroína, y morir a causa de los cigarrillos no tiene la cualidad de trágico ocaso que la sobredosis confiere a la muerte. La heroína es el célebre exceso romántico de nuestro tiempo.”
“Una vez conocí a alguien que decía que ‘su droga preferida era cualquier cosa que tuvieras’, y yo también era más o menos así.”
Lo cierto es que Babitz, pese a lo arriba transcrito, nunca dejó el tabaco mucho tiempo. Y ya sabemos de las funestas consecuencias de encadenar un pitillo tras otro, como un taxista chino, gracias a los espeluznantes mensajes e imágenes de los paquetes de tabaco. Fumar puede matar, vale, sí, nos ha quedado claro. Y la fama también, aunque no suela venir acompañada de notas de advertencia. Eve Babitz no llegó nunca a ser una gran celebridad, pero tuvo ocasión de arrimar lo suficiente su nariz de fumadora (y esnifadora) al éxito como para determinar que este apesta a “tela quemada y gardenias rancias”. Lo dejó escrito en el mismo libro. Dos décadas después de redactar su nota olfativa de la fama, esta se volvería trágicamente premonitoria. En 1997, ya asentada en el universo literario norteamericano más allá de su rol de it girl californiana, Babitz sufrió en sus carnes los dañinos efectos del tabaquismo de una forma nunca vista en las fotos y avisos de las cajetillas: tras encenderse un cigarrillo mientras conducía, se le cayó la cerilla sobre su falda de flores, prendiéndola hasta derretir las medias de nylon que llevaba debajo. “Tela quemada y gardenias rancias”, ¿recuerdan?… El lamentable accidente causó a la célebre escritora quemaduras de tercer grado potencialmente mortales en la mitad de su cuerpo. Y “morir a causa de los cigarrillos no tiene la cualidad de trágico ocaso que la sobredosis confiere a la muerte”. Logró recuperarse, pero, tras salir del hospital, la cronista que mejor había retratado la bulliciosa vida social de Los Ángeles dejó de acudir a las fiestas y actos sociales que, junto a una larga nómina de romances, habían servido de abono a su literatura, volviéndose arisca, conservadora y negándose a conceder entrevistas. Eso sí, la indómita Eve Babitz siguió fumando impenitentemente, claro, y consiguió disfrutar de la vida muchos años más (murió a los 78 a causa de una enfermedad hereditaria), los suficientes como para llegar a leer en Vanity Fair, en el 2014, un extenso y merecido reportaje dedicado a su obra, figura y legado que trajo consigo el “revival Babitz” gracias al cual la generación zoomer se pirra hoy por esta gran escritora, diseñadora de portadas de discos, fotógrafa y musa tangencial de la contracultura de los 60 y 70 (no fue una hippie, los hippies le parecían demasiado pobres y ordinarios para su gusto; y odiaba las religiones orientales), expresando su amor por ella con el gesto del corazón coreano en TikTok e Instagram. ¿Y a quién no se le cae la baba con la Babitz?