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Umbral y rosa

A quince años de su muerte, repasamos la trayectoria de Francisco Umbral y su vínculo con las drogas. Autor de más de ciento treinta títulos y treinta y cinco mil artículos, renovó el lenguaje y destazó los géneros, convirtiéndose en uno de los mejores creadores del castellano.

Una vida de novela

Hubo que esperar hasta el 2004 para saber que Francisco Umbral fue en realidad Francisco Alejandro Pérez Martínez. La biógrafa Anna Caballé descubrió el año y las circunstancias de su nacimiento. Hasta entonces, en las solapas de sus libros figuraba 1935, cuando en realidad vino al mundo en un hospicio madrileño el 11 de mayo de 1932. Umbral era hijo de Ana María Pérez Martínez (May, para la familia), quien mantuvo una aventura con un hombre casado que se desentendió de ella.

El padre de Ana María reaccionó con violencia y no quiso “saber nada del vergonzante tropiezo de May”, quien acompañada de su madre acudió a Madrid para evitar el escarnio del Valladolid provinciano. El pequeño Umbral fue criado por una nodriza hasta los cuatro años en Laguna de Duero, pueblo situado a seis kilómetros de Pucela, donde residía la familia. Desde allí, May pudo tutelar la crianza de su hijo hasta que junto a su madre “encontraron la forma de incorporarlo a la familia, aprovechando una visita de los primos madrileños”.

Los contactos del padre de Umbral (el diario El País reveló en el 2015 que compartía progenitor, Alejandro Urrutia, con el también poeta Leopoldo de Luis) posibilitaron que su madre encontrara trabajo en el Ayuntamiento de Valladolid, y también movió los hilos para que un adolescente Francisco Alejandro entrara de botones en una sucursal del Banco Hispanoamericano. En 1953, May muere de miocarditis como consecuencia de una tuberculosis larvada. Poco después, Umbral comienza a colaborar en El Norte de Castilla, donde le apadrina Miguel Delibes y, tras un breve pasó por León, llega a Madrid.

Las drogas de Umbral

Las drogas de Umbral

En Madrid, pronto se convierte en el columnista de referencia de la prensa del momento. Por su narrativa sociológica, cercana al periodismo de calle, desfilan turistas, pasotas, travestis, yonquis y prostitutas. Con giros del cheli, creó un estilo propio donde la presencia de las drogas (opio, morfina, heroína, cocaína, LSD, popper...) es habitual.

El escritor estimuló sus comienzos literarios “con el vino tinto de Valladolid”. Poco a poco se habituó al whisky mañanero, sin hacerle ascos a la cerveza, el vino, el ron, el champán, el vermut, la ginebra, el coñac, el brandy 103, el anís o el vodka, que desayunaba con zumo de naranja. En conversación con Eduardo Martínez Rico, cuenta que su novela Madrid 650 (1995) la escribió “lleno de whisky, de soledad y de felicidad, en unos meses, un invierno”. Reconocía: “Yo no tengo límite. Y ya si me tomo un whisky puede ser la hostia, puedo tirarme escribiendo toda la mañana”.

El escritor le confiesa a Rico que merodeó la alcoholemia: “Sí, estuve a punto porque ya no podía hacer cosas, no solo escribir (escribir, por supuesto), sin tomarme un whisky primero”. En su obra, eminentemente autobiográfica, el escritor nos cuenta sus correrías etílicas con Dámaso Alonso, Ignacio Aldecoa, José García Nieto y Manuel Alcántara. En su amplio abanico de libaciones tuvo predilección por el Johnnie Walker, Chivas, JB y Ballantine’s. En Los ángeles custodios (1981) cuenta como el resultado de aquellas ingestas las miccionaba “en una botella de coca-cola, antes de acostarme, según vieja costumbre”, que luego miraba a la luz de una lámpara.

El novelista escribió: “Tenía una colección larga en un estante de libros sin libros, una lírica botillería, unas cavas de orina, una bodeguería de meadas”. Su alcoholemia fue pareja a una indiferencia culinaria pasmosa. Según sus biógrafos, mezclaba “la coca-cola con el vaso de leche, las pastas de té con los cacahuetes, el chorizo con el whisky de malta, lo dulce con lo salado, el vaso alto con el cartón de tetrabrik”.

Umbral podía desayunar aguja de ternera con coca-cola, whisky y optalidones. Fumador ocasional, probó la marihuana, el hachís, las anfetaminas, el popper, y se habituó a los fármacos legales, que solía mezclar con alcohol: antiinflamatorios, antipiréticos, antibióticos, Pantomicina, Vivalen, Neoiloticina, Astenolit, Mucorex, Mexaferment, Mogadon, Protéctor, Dermocólon, Auxina, Efortil, Dalamón, Dormodor, Optalidón, Natisedina, Ansiocor, Valium, Nembutal, barbital, diazepam, Tranxilium, Leodin, Dexedrina, Viagra y otras drogas, tal y como se desprende de la lectura de su obra.

Whisky y Optalidón

Umbral y rosa Por Jonás Sánchez Pedrero
En Mortal y rosa (1975) relata la muerte de su hijo Pincho con seis años. El autor reveló que la escribió “sonámbulo, por las noches, con mucho Valium, a solas en casa”.

El escritor añadía medicamentos a sus libaciones para “ser más canalla”, escribir con mayor soltura y apaciguar sus miedos. Utilizaba los optalidones para que aparecieran los temas: “La inspiración es el Valium de anoche más el Optalidón de ahora”. En entrevista con Mario Mactas reconoce que se enganchó al diazepam por la vía facultativa.

Fue “en los sesenta, más o menos, por una recomendación médica con origen en la sinusitis. El Optalidón, también de una manera tópica, para los catarros en invierno, un coñac y dos optalidones y esas cosas. Para descubrir que el día que estaba peor era, sorprendentemente, el día que más y mejor producía. Me estaba curando el catarro y al mismo tiempo me estaba potenciando”; por lo que pasó a tomarlo de continuo para ganar en seguridad personal y creativa: “La inspiración existe. La inspiración de los románticos es una cosa que existe, pero entra por el culo. Me pongo un supositorio de Optalidón y todo el árbol de mi vida se va despertando, euforizando, transformando, y luego la copa del árbol, el ramaje de las ideas se vuelve verde y cambiante, rico y lleno de aves raras y frutos que a su vez cambian de especie y de existencia”.

En Madrid, tribu urbana (2000) afirma: “He tomado Valium, que es otro viejo compañero de toda la vida. Con la gata y un Valium soy un hombre completo”. Umbral lo consumió durante al menos cuarenta años. También frivolizó con Martínez Rico sobre el Dormodor: “Mi forma de suicidio serían las pastillas, si supiera cuáles y las tuviera. […] No es fácil, porque te ven ya la cara de suicida y no te las dan. Hombre, a mí me ha pasado pedir Dormodor de noche, en una farmacia, pero para dormir, porque lo tomo para dormir, siempre, y no me lo han dado. Porque dicen: ‘Este es el Umbral, a estas horas, tirado; este se toma la caja entera, y mañana a ver quién le dio el Dormodor”. A veces el fármaco no solo impulsa la creación sino que se convierte en tema literario: “Este es mi sacramento. Respetadlo. Ni satanismo ni profanación ni sacrilegio. Mera farmacología. […] Hay que llamar a la farmacia y pedir más Optalidón”.

Las drogas en su obra

Umbral y rosa Por Jonás Sánchez Pedrero
“Con la gata y un Valium soy un hombre completo”, dijo en una ocasión.

Quizá Francisco Umbral ha escrito la literatura que mejor ha reflejado la realidad de las drogas en este país. Para alguien tan dotado –“empecé sabiendo”, llegó a decir–, las drogas fueron el estímulo perfecto para convertirle en una “máquina de fabricar literatura”.

Su postura personal la dejó plasmada en un artículo en El País titulado “El español y la droga”, de obligada lectura: “Por una parte rechazamos en masa, las dos o tres generaciones posteriores a los cuarenta años, la drogadicción de los jóvenes, y por otra nos dopamos día y noche de café, coñac, aspirinas, whiskies sociales, somníferos y Valium con receta. Nuestro rechazo de la droga (o de su uso) es, pues, moral antes que higiénico. Generacional antes que moral”.

Como buen discípulo de Ramón Gómez de la Serna (véase Cáñamo, n.º 286), Umbral fue un gran aficionado a los medicamentos: “Tomo pastillas, muchas pastillas. Las pastillas son una cosa digna. No desmitifica tomar pastillas como desmitifica ponerse supositorios. Incluso hago alarde de mis pastillas, en las comidas con gente. No somos más que química y debemos creer en la química. ‘Debes creer en la química y en la lírica’, le decía yo en una carta abierta a una chica progre”.

En pleno 68 escribió a Miguel Delibes: “Lo que debería hacer, y cada vez lo pienso más, es irme a Ibiza a escribir ensayos importantes sobre la mierda metafísica y sin olor que es la vida y a tomar LSD”. Sobre la cuestión lisérgica, Umbral insistía en 1974: “Lo de la droga es ya un mercado común que entra y sale por todas partes y en el que participan sujetos de todas las nacionalidades, sin escrúpulos políticos hacia España. Para vendernos LSD no nos exigen que modifiquemos nuestras estructuras históricas, como para comprarnos naranjas”.

El whisky está presente en toda su producción. En El Giocondo (1970) tenemos ya un consumado bebedor de Chivas que alterna con una marquesa que se inyecta morfina. En sus más de treinta y cinco mil artículos, Umbral describe el hampa madrileña del último tercio del siglo xx. Los bajos fondos de la Gran Vía en Nada en el domingo (1988), las prostitución en Sinfonía borbónica (1987) y el chabolismo de heroína en Madrid 650.

La pérdida de su hijo en 1974, hecho que marcaría toda su vida, cuajó en una de las cimas del castellano: Mortal y rosa (1975). El autor reveló que la escribió “sonámbulo, por las noches, con mucho Valium, a solas en casa. […] Por el libro paso yo, desesperado o dormido de Valium y cansancio”.

Los amores diurnos fue escrita bajo los efectos de la farmacopea: “Soy el ser barbital y barbitúrico, la anfetamínica criatura que no se cansa nunca de mirar la hendidura infantil de las mujeres. […] Mi máquina escribe sola. Los ángeles, como el santo, me hacen el trabajo. Un ángel de barbitúricos, otro de anfetaminas. Un torrefacto ángel de cafeína”. En los relatos Una manera de morir y El suicida (1968), el escritor, consumidor de Nembutal, sublima los efectos del fármaco como ideal de finitud.

Historias de amor y Viagra

Umbral y rosa Por Jonás Sánchez Pedrero

La literatura de Umbral rezuma erotismo y sexualidad, que se concretan en Fábula del falo (1985) y Memorias eróticas (1992), entre otros. La revista Paris Match le propuso experimentar con la famosa pastilla azul en Historias de amor y Viagra (1998), donde sublimó el medicamento a categoría de género literario.

Afirmaba: “A mí, Viagra me ayudó a escribir, cuando lo usaba. Como ayudan el alcohol y las drogas”. La genialidad de su prosa le permite hacer sociología del asunto que le ocupa: “En mis contactos profesionales con Viagra he comprobado que la recepción negativa de los españoles al medicamento es la consecuencia de dos constantes: el tradicional rechazo nacional a las cosas de la ciencia, a las novedades, a eso que el pueblo llama ‘los frascos’, y el particular hermetismo de nuestros machirulos para tratar/no tratar intimidades sexuales”.

Sin embargo, el escritor ya se ayudaba de la química para mejorar su sexualidad (como explica en Los ángeles custodios), casi dos décadas antes de que saliera a la calle el famoso fármaco: “Tomo Pasuma, en cápsulas con colores de madera. Pasuma pone la cabeza a cien, convierte la inteligencia en una ballesta (luego, conviene tener flecha que disparar o habilidad para convertir la ballesta en un arma y tocar algo). Pasuma también convierte el sexo en una ballesta […] He tomado unas cosas alemanas que me trajeron en avión. Tonol. El Tonol levanta unas erecciones de caballo, pero puede ser que sin eyaculación. […] También me pongo alguna inyección, de vez en cuando, con su carga de hormonas masculinas”.

Además, tomaba otros excitantes: “El Horgón, según leo en el estuche (con signo masculino a la derecha), estimula la función androgénica, previene los trastornos del hombre maduro, nutre y tonifica el sistema nervioso, es bioenergético, defatigante y desintoxicante”.

El escritor consumía todas estas medicinas “para el miedo a fallar”. Provocador nato, en cuestiones sexuales se declaró “menorero”, le gustaban “las hijas de los amigos”, el fetichismo de “los kleenex y los Tampax”, y las muñecas. Literaturizó encuentros sexuales con una cabra en La noche en que violé a Alma Mahler (1988), y decía participar en orgías a las que le invitaban “constantemente”.

“Me los como a todos”

Umbral y rosa Por Jonás Sánchez Pedrero
Dandy y provocador, el personaje a menudo eclipsó el valor de su obra.

En el libro de conversaciones Vida, obra y pecados (2001), Umbral le sincera a Martínez Rico que tomaba benzodiacepinas para calmarse: “Es que un whisky o una ginebra, mezclados con Valium, me dan un marchón, una seguridad, un dominio, un poderío asombroso”.

Un visionado de las ceremonias de entrega de los premios Príncipe de Asturias o Cervantes muestra a un escritor de andar confuso: “Y es que yo, que tenía los naturales nervios, cuando me dijeron ‘venga, a escena’, tenía preparada una ginebra y un Valium 10; me lo metí, chas chas, y me lancé. Llegué al teatro, con una paz y un dominio..., el Campoamor lleno, ‘me los como a todos’, la reina ahí arriba, el príncipe, todo. ‘A estos me los devoro, esto es cosa mía’, pensé”.

La ingesta de fármacos y alcohol para ganar seguridad fue una constante en su vida. Martínez Rico explica que Umbral se presentó en la universidad como conferenciante, con “una botella de vino en una mano y una copa en la otra, y nos habló de Madrid 650, su novela más reciente”. En otra ocasión tildó a la diatriba “la conferencia de la petaca” por el whisky que llevó al acto, quizá la misma que le acompañó a la investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid.

La provocadora personalidad de Umbral –quién no recuerda el “vengo a hablar de mi libro”– ha soslayado a una de las obras más fecundas del castellano. Renovador del lenguaje y las fórmulas literarias, la prematura muerte de su hijo marcó su carácter. Su literatura atrapa a quien se acerca a ella sin prejuicios, como les ocurrió a Ortega y Arnaiz, que en el 2020 rodaron el documental Anatomía de un dandy, cuando se cumplían trece años de su muerte.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #298

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