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Cultura / Viajes

Un porro a la sombra de Putin

Un porro a la sombra de Putin
El puerto de Odesa, una puerta al Mar Negro.

Nuestro corresponsal vivió el comienzo de la guerra en Ucrania durante un viaje por el Este que empezó en Moldavia, prosiguió por Transnistria y terminó en Kiev bajo los primeros estallidos de la invasión rusa. Un año después del inicio de la guerra de Putin, revive aquellos días mostrando a los lectores las dificultades para encontrar yerba en una zona de guerra. Al hielo se suma el fuego; al invierno, un verano temprano. Conviene no olvidar que Ucrania no sólo es un país en guerra, sino también una tierra surcada por la alegría de vivir que en ocasiones concede el humo delicioso de nuestra amiga. Un mundo que, aunque ahora permanezca oculto bajo la imagen de los escombros, pronto volverá a ser un destino preferido para los aventureros marihuaneros.

Existe la droga en la guerra, no cabe duda. Evidentemente que es difícil de encontrar, sobre todo cuando hablamos de un país que no cultiva cannabis, como lo es Ucrania, pero basta con conocer a los individuos más adictos de la zona para rascar unas pocas caladas que nos despabilen. Más fácil sería encontrar yerba en los conflictos africanos y americanos, donde, en parte, los guerrilleros de uno u otro bando financian sus múltiples causas con los beneficios de nuestra amiga. Pero se puede encontrar droga en la guerra. Anfetas, coca, yerba, lo que puedas, eso mientras conozcas al tipo adecuado.

Son las dos de la mañana en Kiev. Un marroquí se enciende un canuto con los dedos temblorosos junto a la puerta de su hotel y resopla tras aspirar la primera calada. “Joder, colega”, murmura en un español marcado, “esto es justo lo que necesitaba”. Suena la alarma antiaérea pero el sujeto tiene claras sus prioridades, que no son correr, ponerse a cubierto, chillar histérico, en fin, salvar su vida del peligro que sobrevuela la histórica ciudad. Su prioridad ahora es terminarse el verde que, lentamente, estabiliza sus manos tras varios días cargados de tensión y sin encontrar material para fumar. Si le cae un pepinazo mientras se termina la chusta, que sea así su final. Son las dos de la mañana en Kiev. Las sirenas se escuchan casi al azar, intercaladas con las explosiones que hacen eco a las afueras de la ciudad. Suena un estallido, aúlla la sirena; aúlla la sirena, suena un estallido. No existe el orden en Kiev a finales de febrero de 2022, aunque este marroquí ya tiene hechas las maletas para salir a la frontera polaca en cuanto amanezca.

Pero mejor será volver atrás. Antes de las sirenas y de los estallidos. Retroceder en el tiempo y en el espacio y abandonar el suelo ucraniano en una madrugada de febrero, para aterrizar en territorio moldavo durante una gélida tarde de diciembre.

Un porro en el país del vino

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Cuando visites Moldavia y Ucrania, no te olvides de que la policía puede tomarse las cosas muy en serio por aquí (retrato en el Museo Nacional de Historia de Moldavia, en Chisinau).

“El consumo de marihuana en Moldavia es ilegal, pero, y este un gran pero, no está criminalizado desde que cambiaron la ley en 2008”

Moldavia. Un diminuto país partido por la mitad (encontrándose Moldavia propiamente dicha al oeste; y al este la Región Jurídica-Independiente de Transnistria, una movida de la que se hablará más adelante). Es vecino de Ucrania y el consumo de marihuana no es precisamente habitual. Será por el frío, pero aquí prefieren beber alcohol. Es más, y según los datos ofrecidos en 2020 por la OMS, Moldavia es el país donde se consume más alcohol per cápita, tanto, que cada persona consume anualmente 18.1 litros de alcohol (frente a los 12.7 de España). Y el alcohol preferido de los moldavos, contra todo pronóstico, es el vino. Les encanta el vino. Están muy orgullosos de sus viñas y del vino que producen, aunque las vides se pelan de frío durante la mitad helada del año.

La predilección de los moldavos por el vino implica dos consecuencias sine que non para los fumadores de yerba: primero, que es dificilísima de encontrar. Y segundo, que nadie sospecharía jamás que te acabas de enchufar un leño entre pecho y espalda, lo cual otorga cierta cobertura para moverte con tranquilidad cuando tienes los ojos rojos.

El consumo de marihuana en Moldavia es ilegal, pero, y este un gran pero, no está criminalizado desde que cambiaron la ley en 2008. En teoría, si te pescan con el porro en la mano deberían imponerte una pequeña multa y mandarte para casa sin mayores complicaciones. En teoría. En la práctica no es tan sencillo. Porque en los países del Este tampoco se andan con chiquitas a la hora de tratar con un turista travieso. Pertenecen a Europa, sin duda, pero forman parte de una Europa diferente a la que conocemos en Berlín, Londres y París. Aquí hace más frío. Los paisajes son más desoladores. La moral es más estricta. Se bebe más en casa que en las terrazas. No poseen la filosofía mediterránea que tanto alboroto causa en los países del sur, sino una de hielo y de árboles sin hojas.

Un porro a la sombra de Putin
Un fragmento mínimo de la colección de vinos de Milestii Mici.

Es fundamental conocer en la medida de lo posible a la sociedad en la que vamos a fumar, más allá de sus leyes, porque si bien en España pueden ver a uno fumándose un porro y no decir nada a los maderos que merodean por los alrededores, en Moldavia es más fácil que se chiven, así de llano. Y un extranjero que viene a Moldavia a consumir yerba suele tocarles los melocotones a la policía local, que no dudará en hacer todo lo que esté en su mano para meterte a ti, extranjero, en una aterradora cárcel postsoviética de la que probablemente tenga que sacarte el embajador tras mucho papeleo.

Ojito. Mejor andarse con ojito. Esto lo saben bien los camellos de Chisinau (capital de Moldavia) porque la forma de comprar es absolutamente diferente a la del oeste europeo. Primero habría que preguntar por referencias a quien tenga pinta de consumir… pero no, preguntar no; rogar, hacerle la pelota, invitarle a beber, hacerse su amigo, ganarse su confianza y casi que hacerse padrino de su hija para que nos dé el contacto necesario. Y el camello no se trataría de un simpático joven que se reúne contigo en un parque público o en su casa: hablamos de profesionales de la venta de marihuana. Fantasmas en la niebla. Una vez les escribimos por Telegram (olvídate del WhatsApp en Moldavia) para concertar una cita, nos dirán que de cita nada, que para citas que te vayas con tu novio, y puede que incluso te dejen de contestar entonces por temor a que seas un policía. En su lugar, si siguen hablándote, primero te pedirán que pagues el material con Bitcoin. Sí, has oído bien. Con Bitcoin. O Dogecoin, o puede que Litecoin, todo será en función de lo que prefiera el camello ese día.

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Vinos, vinos, vinos en Moldavia.

Es una jugada arriesgada y los timos están a la orden del día. Puede que hagas el pago como un pardillo y que nunca vuelvas a recibir respuesta del camello. Es un riesgo que depende de cada uno correrlo o no. Las ocasiones en que el tipo es legal, esperará a que le envíes el link que confirme la transferencia y te mandará a continuación una ubicación junto a varias fotografías del producto y del lugar donde está escondido. Esto es algo así como una búsqueda del tesoro. Pides un taxi que te lleve a la ubicación acordada y buscas como un poseso detrás de los bancos y en los huecos de las alcantarillas, hasta que encuentras una bolsita negra y corres de vuelta a tu refugio. El riesgo es brutal, porque también puede ser que todo esto se trate de una elaborada emboscada de las autoridades. Hace falta tener los ovarios bien puestos para comprar yerba en Moldavia, así te lo digo, aunque merece la pena si todo sale bien. Primero, por la extravagante experiencia que supone; segundo, porque es poco probable que nadie nos moleste, una vez empecemos a fumar.

La calidad de la yerba en Moldavia es de un seis sobre diez, de un siete sobre diez si te toca la lotería marihuanera, pero joder, menudo subidón es esto de pagar la mercancía con bitcoin y olfatear las esquinas del parque con los perros de las viejecitas.

Spots para fumar en Moldavia hay para dar y regalar, pero mi recomendación serían los túneles de Milestii Mici. La que fue una mina de piedra caliza se trata hoy de un enorme laberinto de 200 kilómetros de túneles que se cruzan entre sí y que se han convertido en la bodega de vino más grande del mundo. Te llevan con un trenecito al corazón de la montaña y luego te enseñan las colecciones privadas de vino de unos ricachones asiáticos, así como el resto de los dos millones de botellas que se guardan aquí. Es increíble, casi exagerado. No bromeaba cuando dije cuánto les gusta el vino a los moldavos. Al final de la visita te ponen un plato con viandas y te permiten hacer una cata de vinos mientras cuatro tipos tocan instrumentos populares, cantan y golpean el suelo con los pies. Y tú puedes disfrutar de todo esto perdiéndote en los túneles con un high del carajo y pimplando de la botella como un campeón, al modo moldavo. Es un planazo.

Un porro con Lenin

Un porro a la sombra de Putin
La estatua de Lenin vigila el Parlamento de Transnistria.

“Transnistria es como un parque temático de Lenin, una cosa rara del copón y que mola a rabiar”

La otra mitad de Moldavia, Transnistria, eso es otro cantar. Esta región jurídico independiente (que cuenta con frontera propia respecto al resto de Moldavia, ejército propio, moneda propia, matrículas de vehículos propias, etc.) tiene estrechos vínculos con Rusia y se trata en la actualidad del único lugar de Europa donde pueden encontrarse símbolos comunistas casi en cada esquina. La hoz y el martillo decoran monumentos, billetes y matrículas. Es como un parque temático de Lenin, una cosa rara del copón y que mola a rabiar, aunque trae de cabeza a los líderes internacionales porque temen que Putin quiera hacer un corredor por el sur de Ucrania y que vaya desde el Dombás hasta Transnistria. De hecho, la estatua de Lenin se eleva como un gigante de hierro frente al “parlamento” de Transnistria, mientras los murales con su afilado rostro motean aquí y allá los edificios del lugar. Hablamos de un sitio donde los monumentos son tanques T-34 soviéticos y donde los carteles de la calle animan a los ciudadanos a enrolarse en el ejército ruso. Es una movida. Lo dicho. Muy chulo y muy raro. Tan raro que, hasta hace poco, sus monedas eran de plástico.

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Encontrar yerba aquí equivale a encontrarla en la Rusia en los años 70. Olvídate del todo. Yo me puse a preguntar a los chavales que tenían más pinta de fumar, lo típico, y el que más se aproximó a encontrarme porros me llevó a un estanco con toda su buena intención, pobre muchacho. Cuando comprendió lo que buscaba, empalideció y se alejó sin volverme la espalda. Traumado. Patidifuso. Ojiplático. Así que lo mejor será llevarte la yerba desde Moldavia y tenerla bien escondida para cuando cruces la frontera.

Tengo serias dudas de que nadie que huela un porro en Transnistria sepa lo que es en realidad. Yo me fumé un porro en la terraza del único hotel decente de Tiráspol, su capital (el hotel se llamaba Rusia, no te lo pierdas), saludando a la estatua de Lenin y ofreciéndole caladas sin que nadie levantara una ceja. Ahora, supongo que si te pillan te has metido en un buen lío. A falta de una legislación clara sobre el consumo de cannabis en Transnistria, puede que te metan en la cárcel y que dos meses después venga un agente ruso a tu celda para anunciarte con una sonrisa que te rebajarán la pena si combates con el Grupo Wagner en Ucrania, y de repente te encuentras sujetando una AK-47 mientras dos disparos te desangran el pecho y te dices, joder, que mala pata, joder, que mala pata, y todo por fumarme un porro donde no debía.

Con ojito, ya se ha dicho. El Este de Europa es hoy un terreno muy complejo y quizás por eso sea tan excitante fumarse un porro aquí, con vistas privilegiadas a la fría desolación de los inviernos.

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Un T-34 soviético reconvertido en skate park, en Tiráspol, la capital de Transnistria.

Ucrania tenía, y tendrá, buena yerba

“Guárdate este artículo para cuando la guerra termine, o léelo cada vez que las imágenes de las masacres te insinúen que en Ucrania viven seres humanos indefensos”

Volvemos a Ucrania, aunque todavía no sea 24 de febrero. Lo más triste de Ucrania es que pronto (si no ya) serán tantas las imágenes que habremos visto de este país en proceso de destrucción, emitidas por el televisor y las redes sociales, que nuestros hijos y nosotros mismos no seremos capaz de ver Ucrania como algo que no sea una zona de guerra. Es triste. De lo peor que hay. Ha ocurrido con Afganistán, Iraq y Serbia. Es una pena. Toda la identidad de un país perece oculta tras sus escombros, y las luces que un día pudo haber tenido se olvidan antes de desaparecer del todo.

Pero Ucrania tiene luz, o la tenía; en todo caso, la tendrá de nuevo. Luz, fiesta, verdes que se fuman. Bares subterráneos donde puede escucharse música en directo, parrandas que duran hasta la tarde del día siguiente, ciudades cuya hermosura se desploma sobre los ojos de quien las visita y que te envuelven con su manto de ladrillo, como un enorme hogar. Las ancianas venden flores en las estaciones de metro a enamorados de cualquier edad, que compran ramilletes y los llevan rebosantes de alegría a sus parejas. Ucrania es, era y será así. Aunque las flores se marchiten y los edificios desaparezcan, seguirá así, siempre que guardemos las formas que la configuran en el recuerdo.

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Ciudadanos de Kiev protestan contra las presiones de Putin antes del inicio del conflicto.

Al contrario de lo que ocurría en Moldavia, encontrar yerba en Ucrania era y será tan sencillo como darte un paseo por la ciudad. Son tantos los artistas que patrullan sus aceras, tan visibles sus gestos de camaradería fumadora, que uno tardaba apenas diez minutos en encontrar a alguien con quien ir a pillar, antes de compartir el porro sentado en las escalinatas de algún monumento centenario.

Guárdate este artículo para cuando la guerra termine, o léelo cada vez que las imágenes de las masacres te insinúen que en Ucrania viven seres humanos indefensos y dolientes y acribillados, en lugar de seres humanos de verdad, familias de verdad, amigos de verdad, vidas de verdad que son capaces de ser tan felices como tú, si les dejan.

De hecho, la legalización del consumo de yerba en Ucrania iba por muy buen camino hasta que estalló el conflicto. El Parlamento legalizó en abril de 2021 el consumo de maría con fines medicinales, incluyendo en la nueva ley tanto sustancias con CBD como con THC. Su consumo con fines recreativos es ilegal pero puedo decir que yo me fumé varios leños paseando por las calles de algunas ciudades y nunca hubo nadie que me dijera nada. El precio del gramo era similar al de España, unos cinco euros, aunque siempre podía conseguirse maría de mejor calidad pagando uno o dos euros más en la moneda local. Y cultivar hasta diez plantas para el consumo propio sólo está penado con una pequeña multa.

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Un coche abandonado en una gasolinera al este de Ucrania, pocos días después del inicio del conflicto.

Odesa y Kiev, hechas para fumar

Dos ciudades fundamentales para el fumador en Ucrania: Odesa y Kiev.

Odesa es la ciudad más bonita de Ucrania. Tan bonita que el propio Putin apenas ha ordenado bombardearla. Ubicada a las orillas del Mar Negro, la que fuera la ciudad de los espías durante la Guerra Fría era en enero de 2022 una ciudad que podía competir en belleza y en historia con Barcelona o Estrasburgo. Y conseguir yerba era, ya se ha dicho, tan fácil como dar un paseo.

En mi caso bastó encontrarme con Vlad y Nikita, dos jóvenes músicos (Vlad tocaba el bajo y Nikita la batería), ansiosos por triunfar en el inmisericorde mundo del espectáculo. Precisamente se dirigían a comprar cuando les pregunté por el mejor sitio para hacerme con unos canutos, así que fuimos los tres juntos, muy contentos, conversando no de la cansina política sino de los grupos musicales favoritos de cada uno. Compramos, nos fumamos dos o tres cañas sentados en las escaleras del puerto. La noche siguiente me invitaron al Aroma Kava, un bar subterráneo próximo al Hotel Black Sea que tenía un ambientazo. Vlad y Nikita no eran los mejores músicos del mundo, pero qué carajo importaba eso. Éramos jóvenes y la guerra aún no había empezado. Las preocupaciones del futuro se encontraban firmemente agarradas al futuro y el presente lo constituía una noche de diversión, nada más.

Al día siguiente, constituido definitivamente el trío calavera, nos fumamos otros dos porros con el café del desayuno y fuimos de visita a los túneles de Odesa. Pero estos no eran túneles como los de Chisinau. Aquí no había botellas valoradas en decenas de miles de euros ni tipos tocando música popular. En los túneles de Odesa solo hay oscuridad. Se excavaron para sacar la piedra necesaria con que edificar la maravillosa ciudad y luego se olvidaron; hasta que, llegada la Segunda Guerra Mundial, fueron utilizados por algunos partisanos ucranianos para combatir al nazismo desde las entrañas de la tierra. En ese tiempo ocurrieron todo tipo de dramas, traiciones y asesinatos, animo al lector a buscar información sobre el tema porque da para varias horas de investigación. Y los túneles volvieron a olvidarse, hasta que la Guerra Fría llegó a un punto de no retorno y las autoridades soviéticas decidieron utilizar los túneles como refugio en caso de un ataque nuclear.

Un porro a la sombra de Putin
Mural urbano anunciando la mejor cerveza de Odesa.

La Guerra Fría terminó y los refugios habilitados se olvidaron. Se oxidaron las tuberías para recoger oxígeno del exterior, se pudrieron las bisagras de las puertas blindadas. Solo quedaron unos pececillos ciegos que algún listo trajo de México para dar vidilla a los charcos de las zonas más profundas del laberinto. Vlad comentaba que estos túneles volverían a la vida cuando empezara la guerra, si era necesario. Ni él ni Nikita dudaban que se organizaría algún tipo de resistencia en ellos, como hicieron los partisanos, aunque mejor organizados, y no dejaba de parecernos extraño imaginar cómo una de las atracciones turísticas más conocidas de su querida ciudad sería pronto un escenario de batalla.

“No dejaba de parecernos extraño imaginar cómo una de las atracciones turísticas más conocidas de su querida ciudad sería pronto un escenario de batalla”

Ciegos como los pececillos, imaginábamos cosas así con el corazón velado por la oscuridad de los túneles. No deja de ser extraño imaginar que los elementos de tu vida cotidiana tornan su utilidad para transformarse en el escenario de una pesadilla. ¿O no sería extraño para el lector que el bar de debajo de su casa se convierta en un almacén de cócteles Molotov?

Odesa, una perla. Podría haber pasado una semana fumando sin parar frente al mar, si no fuera porque tuve que ir a Kiev. El deber llamaba, y el 24 de febrero se acercaba a nuestras vidas.

Kiev: adolescentes que soñaban con ser influencers paseando sus aceras mientras sorbían batidos de café. Kiev: veteranos de otras guerras animando a los jóvenes a involucrarse en las manifestaciones periódicas contra las presiones de Rusia. Kiev: una capital como cualquier otra, sin sobresaltos a destacar, mañanas de lunes atascadas por el tráfico y viernes por la noche fabricados para desfasar. Una ciudad más.

Aquí fue más difícil conseguir, pero en ningún caso fue imposible. Conocí a Andriy dando un paseo por el parque y dediqué media hora a escuchar sus teorías sobre la próxima guerra. Él pensaba que nunca sucedería. Puesto hasta las cejas de psicodélicos, desarrollaba el discurso de que vivimos en Matrix y que nada de esto es real. Y que si lo fuera, lo mismo daría. Al ser interrogado sobre si estaría dispuesto a luchar por su país, se reía a carcajadas y contestaba que sí. No por patriotismo, no. Ni siquiera por odio a los rusos. Lucharía porque, de empezar una guerra, todo daría lo mismo. Un tipo curioso, Andriy. Pero pasaba yerba de buena calidad.

Ah, sí. La yerba en Ucrania era, y será, de buena calidad. No llega a la categoría de algunas plantas en España pero tampoco era como la yerba africana, que a veces hay que fumarse un paquete entero para notar algo. Suelen pasarla en bolsitas negras, con la misma presentación que en Moldavia, aunque sin tanto secretismo inútil.

El 24 de febrero me desperté a las diez de la mañana porque había pasado la noche anterior con Andriy y sus amigos, fumando y bebiendo vodka barato, y ya sabemos que cuando fumas duermes como un lirón. Cayeron las primeras bombas y yo ni me enteré, dormido como estaba. Un amigo de Mariupol me había escrito un mensaje a las tres y pico de la mañana para decirme que los rusos habían empezado el ataque a la ciudad costera, pero yo no quise avisar a mi medio. Aunque tenía entre mis manos la primicia del siglo, en ese momento me encontraba imbuido por la paz de la yerba y me dije que, antes de que estallara el Apocalipsis, era de buen gusto dejar que el mundo durmiera tranquilo unos minutos más. No me arrepiento de haberlo hecho así.

El resto es historia. Encontrar yerba en Ucrania a lo largo de los días siguientes se convirtió en una misión compleja y todo el mundo estaba a otra cosa. Ucrania, la Ucrania de verdad, comenzó a desaparecer a los ojos del mundo a raíz de los escombros, dando paso a una Ucrania diferente a la que fue y será. El último porro me lo fumé con el marroquí, tiritando de frío en la puerta del hotel y haciendo caso omiso a la sirena. Que le jodan a la sirena, dijimos. Putin puede destrozar un país y torcer el rumbo de la Historia, pero este porro nos lo íbamos a fumar sin prisas.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #303

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