Durante años, el mercado legal apostó por los clones por su supuesta eficiencia, ya que prometían uniformidad y un camino rápido al cogollo. Pero esa apuesta también amarra la operación a salas con plantas “madre”, trabajo extra cada semana y varias semanas de crecimiento antes de florar, que encarecen cada cosecha.
Kevin Kuethe, responsable de cultivo en Lume (Michigan), destaca que el espacio cuesta lo mismo, pero si una planta produce más, cada gramo termina saliendo más barato. Por eso, las semillas ya representan entre 30% y 40% de su producción y con ellas sostienen casi toda su operación de cultivo outdoor a gran escala.
El “nuevo” entusiasmo por las semillas es una apuesta tecnológica. Según indica el medio especializado cannabisindustryjournal.com, los breeders están incorporando herramientas de la agricultura industrial para predecir desempeño y producir líneas más uniformes, resistentes a plagas y moho, y con mayores rendimientos.
Esta incorporación desmonta el mito que las semillas son más lentas, menos uniforme, ya que los clones requieren cerca de dos semanas de enraizamiento y tres a cuatro de vegetativo; con semillas modernas, algunos cultivadores pueden pasar de siembra a floración en unas cuatro semanas manteniendo la misma ventana de floración.
El cambio no es llegar y sembrar. Muchos cultivos están armados para trabajar con clones, así que al pasar a semillas hay que ajustar luz, temperatura, riego y aprender a manejar plántulas, que son más delicadas al principio. Además, si una genética funciona, hay que asegurarse de poder conseguir esas semillas de forma constante.
El regreso de la semilla funciona como síntoma de maduración de la industria donde el sector del cannabis se intenta poner al día con décadas de ciencia agrícola que la prohibición bloqueó. Pero la promesa no es automática. En la práctica, la semilla estabilizada reduce dependencias del clon, pero obliga a repensar procesos, acuerdos de genética y, sobre todo, quién controla el conocimiento que define el futuro del cultivo.