Dile al conductor del tuk-tuk que te recoja del Aeropuerto Internacional de Nom Pen que te lleve directo a comprar marihuana. No te preocupes porque no va a sorprenderle. Hazlo antes de hablar con nadie más, sin pasar por el hotel a dejar las maletas. Cambia moneda en el aeropuerto y vete con los billetes frescos a comprar maría, no es tan difícil, ni tiene más. Podría decirse que en pocas ciudades asiáticas es tan fácil conseguir maría como en Nom Pen. Resulta que Camboya se guarda un alegre as en la manga para que los mochileros venidos de medio mundo tengan el suministro asegurado. Pero será mejor no adelantarnos a los acontecimientos. Preguntémonos primero ese delicioso porqué, ¿por qué es tan fácil conseguir yerba en un país tan lejano y gobernado por el mismo lumbreras desde 1998?
Haría falta remontarse a los años 70. Entonces, a los hippies europeos se les metió entre ceja y ceja la idea de hacer una suerte de peregrinaje a la India, la meca del budismo y de la paz espiritual en un mundo y una época donde la paz estaba infravalorada. En aquella época, por cierto, Camboya era salpicada periódicamente por la guerra de Vietnam, bombardeos yanquis con los ojos vendados y los ocasionales genocidios organizados por Pol Pot (una mala bestia, mala de verdad). Además, como sabrá cualquiera que posea nociones básicas de geografía, este país del sudeste asiático no pillaba precisamente de camino a la India. Pero algo comenzó entonces. Un interés creciente desde Occidente por la filosofía asiática, el budismo y sus paisajes frescos, la atracción por lo lejano, lo exótico y húmedo, en fin, toda esa suerte de imágenes que vemos hoy en redes sociales y que despiertan a un Pepito Grillo susurrándonos en el tímpano: vete a Camboya. O a Tailandia, o a Laos. Pero vete a pasar calor y a comer grillos con palillos.
“En 2009 se determinó que el consumo de marihuana ‘ya no es un problema’ para la política nacional y la veda se abrió definitivamente”
En Occidente somos expertos a la hora de meter continentes enteros en un mismo saco (África es el mejor ejemplo) y, pese a que la ruta hippie original no cruzaba Camboya, en fin, Camboya está en Asia, ¿no? Y también tiene templos budistas, ¿me equivoco? Y hay caña de bambú. Camboya se convirtió así, gracias a una plastilina entre este progresismo y el capitalismo que solo las agencias de publicidad pueden moldear, en un objetivo anhelado para quienes buscan mirar más allá de los edificios grises de nuestras ciudades.
El símil entre ver más allá y fumarte un canuto es evidente, de manual, de primero de fumador. Y de esta manera, entre generalizaciones y sueños, comenzó la amigable historia entre Camboya y el cannabis. El clima húmedo y regado en las estaciones lluviosas hace además de este país uno propicio para el cultivo de ciertas variedades de cannabis de peor calidad a las que estamos acostumbrados en Europa, pero infinitamente más baratas. Todo lo malo viene irremediablemente acompañado de un precio más barato; algo bueno debería tener. Y que la marihuana se introdujese en Camboya en torno al siglo XVI para usos medicinales estableció una base fantástica para lo que he descrito en los párrafos previos.
Una pizza feliz
Ahora que sabemos el por qué, podremos adentrarnos en el cómo. Veamos: técnicamente, la marihuana es ilegal en Camboya, aunque las penas por posesión solo se aplican a efectos prácticos a sus nacionales. Es evidente que el Gobierno reconoce los selectos gustos de los turistas y hace años que se aprovecha de ellos para rellenar las arcas del Estado. En 2009 se determinó que el consumo de marihuana “ya no es un problema” para la política nacional y la veda se abrió definitivamente, hasta el punto en que uno de los platos típicos para los turistas en Camboya es desde entonces la Pizza Feliz (Happy Pizza), que, como es de suponer, trata de una pizza que venden en determinados locales y servida con un ingrediente que vuelve más felices a quienes la comen. Es pizza con marihuana, para quien no se haya enterado aún. Todo legal. Entonces puedes salir del aeropuerto, pedirle al conductor del tuk-tuk que te lleve a la trastienda de uno de estos restaurantes para reunirte con el cocinero y… listo. No tiene mucho más. Y si la policía te pilla con la bolsita y no quieres arriesgarte a comprobar si las penas de cárcel se aplican solo a los camboyanos, solo tendrás que decir que has comprado tan fantástico ingrediente para cocinarte tu propia pizza.
“Entrar en un templo centenario con una fumada razonable es, lejos de una falta de respeto, una herramienta que abre la ventana a la plena interpretación de la espiritualidad encerrada en el edificio”
Es así de fácil. El cocinero abre la nevera, saca una bolsita de plástico, te la da, le pagas y adiós muy buenas. A lo largo del país encontrarás a hombres de aspecto sombrío que te ofrezcan todo tipo de drogas, incluyendo maría, pero estos hombres pueden ser peligrosos y solo Dios sabe la calidad de lo que venden, mientras que la que se comercializa en las partes traseras de los restaurantes ha pasado un control de calidad culinario que no tiene precio cuando viajamos a lugares lejanos. Además, parece una tontería probar las vías ilegales cuando puedes acceder al producto mediante vías alegales.
Es tentador imaginar el Sudeste Asiático asociándolo con sus cárceles de película donde dicen que te meten y no vuelves a salir, horror, y esto sería cierto, o al menos en parte. Que te pillen con yerba en Tailandia o en Vietnam no es ninguna broma. Pero, otra vez, no caigamos en la odiosa manía de Occidente de meter los continentes en un mismo saco. Asia es extensa y variada. En Camboya no van a meterte en la cárcel por hacer algo tan inofensivo como fumarte un canuto, a no ser que hagas algo más (o que molestes a quien no debas), y eso es algo que te garantizo, palabra de honor. También es habitual que, viendo lo relajado que es el país en lo que respecta a las drogas, algún cabeza de chorlito piense que es una buena idea llevarse a casa un poco de yerba en la maleta. Destripe: no lo es. Y lo que es más: es una mala idea. Y si quieres saber por qué es una mala idea, te recomiendo ver la película de Sueños rotos para que se te pasen las ganas de hacer el canelo.
Dramas aparte, hay pocas cosas más relajantes que seguir las costumbres de las generaciones anteriores y fumarte un troncho en Camboya sin preocuparte del qué dirán o de dónde anda la policía para fastidiarte el plan. Solo haría falta conocer las esquinas adecuadas para aspirar la calada mágica y potenciar gracias a ella los efectos que pueda tener el viaje en nosotros.
Paseos por la capital
En la capital, Nom Pen, hay sitios de sobra para este juego. Mi zona favorita de la ciudad comprende las calles que llevan desde Wat Phnom hasta el Palacio Real. Se trata de nada más que un pellizco de ladrillos y de asfalto aromatizados por el suave rumor del río Mekong que acaricia nuestros pasos y embota nuestros pensamientos con imaginaciones de asombro y de humedad. En este reducido espacio encontraríamos el templo de Wat Phnom, la pagoda de la montaña, que fue construida en el siglo XIV y que reúne millones de oraciones depositadas en los márgenes de sus imágenes. El tacto de las ofrendas y los posos del incienso que se acumulan en el ambiente sirven como representación física de estas oraciones, porque las oraciones budistas no se limitan a las palabras, invisibles, inabarcables, sino a las volutas de humo y los puñados de arroz que pueden tocarse y olerse hasta mostrarnos de forma íntima la piedad de quien las pronuncia. Entrar en un templo centenario con una fumada razonable es, lejos de una falta de respeto, una herramienta que abre la ventana a la plena interpretación de la espiritualidad encerrada en el edificio y que nos resulta fundamental para comprender la cultura camboyana sin ser la nuestra.
Afuera, no demasiado lejos, murmulla (bulle, grita, jadea, patalea) el Mercado Viejo de la capital. Jengibre, repollos, calamares, pepinos, gambas, ancas de rana, hígados, berenjenas, cangrejos, solomillos, huevos, lima, limones, peces gato, cebollas, lomos de vaca, acelgas, merluzas, patos, patatas, anguilas, zanahorias, frutas y verduras y peces que no has visto nunca y que puede que no sean de este mundo, o quizás sí. Momentos donde el mundo real se asocia con la psicodelia para deleitarnos. Y prosigue el murmullo del Mekong que nos alienta.
“El tacto de las ofrendas y los posos del incienso que se acumulan en el ambiente sirven como representación física de estas oraciones, porque las oraciones budistas no se limitan a las palabras”
Pero hay más. La capital es solo un fragmento de lo que puede ofrecer Camboya. Al norte, la ciudad perdida (y reencontrada posteriormente) de Angkor Wat es uno de los mejores escenarios del planeta para fumarte un porro y perderte (y reencontrarte después). Ubicada junto a la ciudad de Siem Reap, esta ciudad sagrada cuya construcción se inició en el siglo IX es el último recuerdo que nos queda del Imperio Khmer. En este imperio que no conocías, a semejanza de los grandes faraones de Egipto, los gobernantes chuleaban su poder construyendo enormes templos en roca desnuda, cada cual más suntuoso, para que perdurase su recuerdo de poder y de gloria en los años venideros. Pero fue inútil. Los sueños de los hombres grandes también se vuelven pequeños cuando pasa el tiempo suficiente. Su poder lo devoró la selva, el tiempo enverdecido, aunque las tareas de mantenimiento realizadas en los últimos años han evitado que la erosión de los templos vaya a más. ¡Menuda suerte!
Cada templo es un laberinto. Cuidadosamente diseñados por sus arquitectos, hoy son ruinas, musgo, recuerdo, bloques de piedra desprendidos del techo que han creado estos laberintos, probablemente en un último intento de una magia antigua por confundir al turista y expulsarlo de su tierra. Zambúllete en estos laberintos mágicos en busca de la esquina.
Tantea en busca de la piscina Srah Srang, donde los reyes de Angkor se zambullían para meditar los problemas que aguijoneaban su vasto imperio. Tantea, palpa los árboles creciendo en la roca y alimentándose de ella, interroga a la corteza. Tantea en busca del Angkor Thom. Desaparece entre las enredaderas y las piedras quebradas. Porque un viaje a Camboya exige desprendernos de la piel que nos arrastra para dedicar uno o dos días a buscar las preguntas que ocultan estos templos. Prueba los huevos de pato fecundados que venden los puestos de comida de la zona, fideos tan picantes que te derriten la lengua (y enmudece) y deja pasar al elefante ocasional que cruza las carreteras de Angkor Wat como si este se tratara de la reencarnación imprevista de los grandes reyes del pasado.
Conocer Camboya de la manera correcta
Creo que hay dos formas de conocer Camboya. O bien compras una guía turística y contratas a un guía a través de una agencia de viajes para no perderte cada uno de los spots que hacen de este país una caramelito para los turistas… o puedes ir. Ir. Nada más. Dar paseos por las noches con las manos en los bolsillos y sacudirte de encima a las simpáticas prostitutas que se acercan a ti con un interés forzado. Subirte al primer tuk-tuk que se cruce en tu camino y ofrecerle al conductor 50.000 rieles (11 euros) para que te lleve a los tres primeros sitios que se le ocurran.
Lo de ofrecerle 50.000 rieles al conductor del tuk-tuk para que te haga de guía es una de las mejores ideas que puedes tener cuando viajas a Camboya. Así fue como conocí el pueblo flotante de Kampong Phluk.
“Vang Vieng es un pueblo sin ley donde el placer está garantizado: cocaína, marihuana y hachís, opio, LSD, setas, cristal, cócteles con cualquier sustancia… todo ello está disponible aquí a precio de bolsillo”
Camboya está moteado de pueblos flotantes y Kampong Phluk se lleva la palma. Es uno de los pueblos menos turísticos y permite una inserción en la cultura camboyana más profunda y original que esos parques temáticos culturales que no dejan de ser barrios comercializados para el disfrute de los turistas. En este pueblo encantado, como en una Venecia asiática, las casas están sostenidas sobre columnas de madera, unas columnas carcomidas por la espuma y los recuerdos que parecen tomar una profunda bocanada de aire antes de zambullirse en el agua durante la estación de lluvias. Entre estos hogares equilibristas murmullan las barcas de los locales con la pintura desconchada, que igual montan un mercado acuático donde tienes que llevar tu barca hacia la barca que vende lo que buscas o te llevan de paseo por un bosque cuyas raíces bucean, antes que pinchar la tierra.
A las afueras del pueblo flotan los edificios más curiosos. Flotan en lugar de anclarse a las vigas de madera. Son barcos-casa, casas flotantes, casas-barco que pueden superar los 150 metros cuadrados y que parecen sacados de una película del Studio Ghibli. Quienes habitan estas casas migratorias navegan de un lado a otro durante todo el año como nómadas acuáticos que desconfían de las aparentes seguridades que ofrece la tierra firme. Hoy puedes encontrarlos en determinadas coordenadas, mañana en otras, pasado desaparecen en la espesura del manglar. El agua es su tierra.
Fue en una de estas casas flotantes donde encontré el muchie perfecto, después de fumarme un porrito de paseo en barca con el conductor de tuk-tuk: cocodrilo a la plancha. Yo lo llamo pollo salvaje a la plancha para hacerme el gracioso, porque el cocodrilo tiene un fuerte sabor a pollo. Y cocinar un cocodrilo es igual que cocinar un pollo. En esta casa tenían a los reptiles encerrados al nivel del agua, enjaulados como con los pollos, los sacrificaban para comerlos, como a los pollos, los despellejaban y troceaban, como a los pollos, y luego los ponían en la plancha y se los comían, como se hace con los pollos. Es verdad que comer cocodrilo no es tan diferente a comer pollo, si omitimos que los cocodrilos te meriendan si te caes en su jaula. Es un munchie original y nutritivo. Perfecto para acompañar al clencho.
Escapada alternativa
Aunque Camboya tiene todos estos sitios y más para disfrutar de unas vacaciones, creo que, ya que nos hemos ido tan lejos, también podríamos complementar el viaje con una escapada a Laos. Hace falta cometer locuras. Romper los esquemas que dibujamos antes de salir de casa, enrollarlos y hacernos un porro con ellos. Cometer una locura desprogramada. Por eso hay que ir a Laos y pasar unas noches en Vang Vieng. Un lugar que considero el paraíso asiático de quienes fumamos cannabis.
Unos párrafos más arriba, hablaba de la Ruta Hippie y de los malabares que hacían las generaciones anteriores con el cuentakilómetros. Bien, pues Vang Vieng es la capital de los mochileros, uno de los últimos destinos de la Ruta Hippie que unía Londres con la India o el Sudeste Asiático. Vang Vieng, acurrucada entre las montañas, es un pedazo de cielo coloreado de verde y del gris de las nubes que se hinchan y estallan cada año. Pocos conocen este lugar creado para la fantasía. Es un oasis para los fumadores porque Vang Vieng es un pueblo sin ley (¿el viejo y salvaje oeste sudasiático?) donde el placer está garantizado: cocaína, marihuana y hachís, opio, LSD, setas, cristal, cócteles con cualquier sustancia… todo ello está disponible aquí a precio de bolsillo.
La dinámica es sencilla. Llegas, dejas los bártulos en el alojamiento, buscas un bar llamado Full Moon, te haces amigo del barman y solicitas con discreción el “menú especial”. Allí lo tienes todo. Incluso globos de helio para acompañar con las risas. Compras un cigarrillo de opio y otro de hachís, sales de vuelta a la calle, saludas al policía que se sienta en la acera para hacer el paripé y buscas uno de los tantos sitios que alquilan buggies para perderte por los caminos de tierra de la zona y fumarte en paz lo que tengas que fumarte. Si fumarte un porrito en Camboya tenía tintes culinarios, fumártelo en Vang Vieng, Laos, es sencilla y llanamente una forma de inserción cultural.
Solo es una pena que los turistas irresponsables estén poniendo en peligro este oasis. Las autoridades cada vez son más restrictivas en Vang Vieng porque hay mucho imbécil que viene a parar aquí. Demasiados estadounidenses, ingleses y alemanes vienen aquí para emborracharse y hacer el canelo y arrojarse al río por los acantilados para subir a las redes sociales el vídeo de cómo se la pegan. También los hay que insisten en practicar el tubbing, que trata de subirte en un donut hinchable y dejarte arrastrar por la corriente del río. Cuando hacen tubbing borrachos y drogados, algunos de estos máquinas se golpean contra las rocas y terminan por ahogarse. Hasta 27 turistas murieron en el año 2011, obligando al gobierno de Laos a tomar cartas en el asunto restringiendo la venta de sustancias en el pueblo.
Por tanto, y por mucho que nos pese, es posible que Vang Vieng sea en el futuro un pueblo con ley. Una catástrofe. Y me gustaría sacar una moraleja de esta historia de Vang Vieng que se aplica igualmente a las visitas a Camboya. Cuando aterrizamos en un país donde las leyes sobre el consumo de cannabis son más relajadas que las nuestras y aprovechamos esta oferta de libertad para hacer el imbécil y matarnos, o complicar la vida a las autoridades y a los locales, lo único que conseguimos es que se desarrollen nuevas políticas restrictivas que aniquilan los oasis de libertad que cada vez encontramos más difícilmente en nuestro mundo. No seamos ese tipo de aguafiestas. No seamos como el inglés que se arroja borracho por un acantilado o como el alemán que compra marihuana en un restaurante camboyano entrando por la puerta delantera. Seamos inteligentes y buenos fumetas. Cuidemos de la naturaleza pero también de nuestros paraísos de diversión.