El año pasado por estas fechas me encontraba en una situación económica lamentable –y no precisamente por problemas con las drogas ni otros supuestos vicios–, por lo que tuve desesperadamente que activar todos mis contactos para conseguir ganar algo de dinero extra antes de caer en un abismo irrecuperable. Estando con unos colegas por Lavapiés, en una de mis frecuentes visitas a Madrid, nos cruzamos casualmente con el director de esta revista y terminamos todos en un bar, donde le pedí el favor de concederme una serie de doce artículos mensuales para Cáñamo, cosa a la que muy amablemente accedió y por lo que me siento en inmensa deuda con él, más alta de lo que he cobrado por artículo, pues, cuando se está en una situación así, el precio del dinero es el mismo, pero su valor se multiplica. Bien, han pasado doce meses y esta es, por tanto, la última entrega de mi serie; he superado mis apuros económicos y es el momento de decir no adiós –llevo ya incontables años escribiendo con más o menos asiduidad en esta revista y espero poder seguir haciéndolo en el fututo–, pero sí un hasta luego. Y, sobre todo, es el momento de mostrar mi agradecimiento a todo el equipo de Cáñamo por haber puesto su parte para ayudarme a salir de ese apuro. Mis agradecimientos desde aquí también a Susan de la Fundación Canna y a Cannabis Magazine, porque también hicieron lo propio cuando se lo pedí.
Hackear a Dios
En este último artículo tenía la intención de hacer un resumen de todo lo contado en estos doce meses y una valoración final, pero Fidel –el director de Cáñamo– me llamó para pedirme que cerrara la serie dando mi opinión sobre el futuro de las drogas. Claro, así, de entrada, la reacción inmediata habría sido negarme a hacer futurología, pero la cosa es que no le dije que no. Nunca se sabe lo que puede ocurrir de un mes a otro, y más en estos tiempos de incertidumbre, así que lo dejé estar hasta el momento que tocara ponerse a escribir. Momento que ya, indefectiblemente, ha llegado. Y, efectivamente, han pasado muchas cosas. Al menos dos que a mí me resulten relevantes y pertinaces.
La primera es que el Nobel de Química 2020 se lo han dado a dos mujeres, Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, por haber creado la técnica CRISPR, conocida popularmente como “las tijeras genéticas”. El CRISPR es un procesador de textos genético: permite, con una sencillez inusitada, copiar y pegar material genético de un organismo a otro, con todo lo que ello supone en el avance del tratamiento de enfermedades, pero también, como toda cruz que tiene una cara, de realizar un sinfín de perversidades. ¿Qué tiene esto que ver con las drogas? ¿Se acuerdan de Alexander Shulgin, del PiHKAL y del TiHKAL? Estos libros abrieron las puertas a que muchos aficionados a la química, sin excesivos conocimientos técnicos, pudieran diseñar drogas de síntesis y probarlas en ellos mismos, para alarma de los agentes antidroga. En los noventa surgieron comunidades de químicos aficionados, químicos de sótanos y de garajes –como se refería a ellos Jonathan Ott–, que, partiendo de las recetas de Shulgin, creaban sus propias drogas, de efectos y consecuencias desconocidas, y autoensayaban con ellas. Un fenómeno parecido está ocurriendo ahora con la tecnología CRISPR: comunidades de biohackers (así se autodenominan) están modificando genéticamente sus cuerpos para supuestamente mejorar sus capacidades en lo que se ha llegado a llamar “biología de garaje”. Y es que la tecnología CRISPR es barata, por setenta euros puedes comprar un kit donde todo el mundo sabe y empezar a jugar. Los propios químicos de garaje desarrollan sus propios kits que venden por internet a precios asequibles para cualquiera, y ya en las plataformas digitales de moda puedes ver series sobre el tema. Los biohackers de garaje están incluso creando sus propias vacunas anti-COVID caseras, y la FDA norteamericana no sabe qué hacer con esta patata caliente. La versión del Génesis de las generaciones futuras no será la que a nosotros nos inculcaron en las clases de religión de la escuela pública de nuestra niñez. Dios ha sido hackeado.
Diálogo
El segundo hecho que me hizo decidirme a hablar sobre el futuro de las drogas –incitado, repito, en mi descargo, por la propuesta del director de esta revista– fue un hecho que nos acaeció recientemente en ICEERS, donde trabajo. El año pasado publicamos una de nuestras investigaciones sobre ayahuasca en una revista científica y, como ICEERS es una fundación de utilidad pública, este año decidimos invertir algo de dinero en transformar los resultados de esa investigación en un informe para la comunidad y las distintas administraciones que pudieran estar interesadas. El estudio consistió en escoger indicadores de salud pública que los gobiernos utilizan para conocer el estado de salud de su población y aplicárselos a usuarios más o menos regulares de ayahuasca. Si la lógica era que las drogas están prohibidas, y sus prácticas asociadas castigadas administrativa y penalmente, por suponer daños para la salud pública, ¿por qué nunca se ha evaluado el impacto del uso regular de las drogas utilizando indicadores de salud pública?
Así fue que iniciamos una serie de estudios en los que seleccionamos los más importantes de esos indicadores y empezamos a trasladárselos en forma de cuestionario a usuarios de diferentes drogas. Comenzamos por la ayahuasca y ahora estamos haciendo lo propio con usuarios de cannabis. Con los resultados, aparte de publicarlos en una revisa científica, elaboramos –como digo– un informe para darlo a conocer a la comunidad, que presentamos en el Departamento de Salud de la Generalitat de Catalunya, y que estaba previsto presentarlo también en el Museo de Antropología de Madrid durante el mes de octubre. Pero algo se cruzó en el camino. Un tal Emilio Molina Cazorla –con cargo de vicepresidente de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas– envió una carta a sendas instituciones acusándolas de blanquear el negocio en torno de la ayahuasca si permitían la celebración del evento. Una tercera presentación se hizo en el Ateneo de Málaga, adonde no tenemos constancia de que llegaran cartas del susodicho. La Generalitat no cedió a las presiones, pero sí el Museo de Antropología, motivo que hizo que la presentación de Madrid pasara a modo en línea.
La clásica caza de brujas inquisitorial se repite en la post-postmodernidad, esta vez vestida de renovado cientificismo (la sotana se diferencia a veces de la bata solo por el color). El tal Molina no es científico, nunca ha publicado un solo artículo científico, nunca ha hecho una investigación científica, pero se permite vicepresidir una asociación contra las pseudociencias. O sea, un pseudocientífico. En un manifiesto recién publicado por dicha asociación, refieren que las pseudoterapias matan cada año en España a entre mil doscientas y mil cuatrocientas personas, y piden persecuciones penales para quienes las practican. Es inevitable entrar en una guerra de cifras, aunque mi intención no es bélica, solo ilustrativa (en seguida diré cuál es mi intención): en el 2019, el Defensor del Paciente contabilizó más de setecientas cincuenta muertes por negligencias médicas, y de los aproximadamente tres mil tratamientos médicos que se conocen, apenas la mitad cuenta con evidencias basadas en estudios clínicos que los respalden. En otro artículo de esta serie he analizado precisamente cómo la psiquiatría biológica es, pura y llanamente, una pseudociencia, aparte de que los medicamentos son la tercera causa de muerte en el mundo. Me desagrada la confrontación, pero es que a veces no queda otra, sobre todo si van a hacer daño. Pero, de nuevo, ¿qué tiene que ver esta batallita personal con el futuro de las drogas?
Pues que, como también he explicado en otros artículos de esta serie, hay inversiones multimillonarias dedicadas a transformar los alucinógenos clásicos como la LSD, la psilocibina y la DMT en medicamentos psiquiátricos, incluso para el tratamiento del dolor crónico, y que desde el marco del Derecho a la Ciencia –un derecho humano recogido en la Carta de los Derechos Humanos– se están reformando las políticas de drogas no solo con relación a los usos médicos y científicos, sino también con relación al uso personal. Los movimientos de Decriminalize Nature son una expresión de ello: ya hay ciudades y estados norteamericanos donde se ha descriminalizado el uso de plantas psicoactivas y países como Canadá permiten su uso médico –por ejemplo, los honguitos para la angustia existencial en enfermos terminales–. Y, claro, esto rompe la cabeza a los que se autodenominan escépticos –como los antipseudoterapistas– y consideran que la única aproximación al autocuidado pasa por terapias biomédicas sometidas a la prueba del ensayo clínico a doble ciego.
De repente, por poner el ejemplo de la ayahuasca, nos encontramos con un fenómeno que consiste en que una planta exótica amazónica, con alto poder alucinógeno, de la que es imposible conocer la composición ni las dosis, que la administra gente sin conocimientos médicos ni necesariamente académicos, se populariza en nuestras sociedades, no con fines recreativos, sino de autocuidado. Y la solución que ofrecen los de siempre es la persecución penal.
Pero, ante retos complejos, solo se pueden dar soluciones complejas. La solución fácil es la criminalización, que ya sabemos, en el caso de las drogas, qué mundo de locura, violencia, mentiras, manipulaciones, chantajes, corruptelas y demás perversidades ha creado. Un efecto secundario de la globalización es la complejidad, y solo soluciones complejas permitirán transformar los efectos secundarios de una práctica cultural en beneficios sociales. Necesitamos sociedades abiertas, plurales, dialogantes y democráticas, donde no haya neoinquisidores ni salvapatrias. Por eso médicos, psiquiatras, psicólogos y demás personal dedicado a la salud no van a tener otra que convivir con chamanes y curanderos de diversa índole, compartir sistemas de conocimiento y entenderse.
La arrogancia escéptica espanta al ciudadano medio y le aleja del sistema, terminando por alimentar el fenómeno que quieren reprimir. A muchos no nos gusta que se engañe a la gente ni se juegue con sus esperanzas y debilidades por estar enfermos. Pero en vez de persecución se deberían ofrecer espacios de encuentro y diálogo. No queda otra. Incluso al señor Molina, si lee esto, le tiendo mi mano para dialogar, no para repartir hostias.
Regulación
Por acabar: el comercio de las drogas se va a regular. Ya hay cierta regulación con relación a la hoja de coca (que se considera un estupefaciente de acuerdo con los convenios, en el mismo plano que el cannabis): debido a las migraciones andinas, se permite hasta cierta cantidad de entrada en España, aunque no esté reconocida legalmente. Pronto se regulará el cannabis. Ya no meten a nadie en la cárcel por ayahuasca y otras plantas psicoactivas que contienen compuestos activos controlados, porque ninguna de esas plantas lo está. Pronto se comercializarán con fines médicos la psilocibina y la MDMA, lo cual atraerá más todavía la atención del público general hacia drogas que siempre han estado ahí y que reclamarán poder usarlas sin necesidad de ir al médico. Así que habrá opciones para todos: unos seguirán yendo al psiquiatra, otras irán a las iglesias enteogénicas, los de más allá a las casas de retiro de viajes psiconáuticos y las de más acá se lo montarán en casa. Aceptémoslo. Es el futuro mediato. No se puede estar persiguiendo penalmente a la gente todo el rato. Y, además, las drogas cada vez interesan menos. Digamos que su uso se irá dirigiendo al terreno de la autoexploración y el autocuidado. A los jóvenes ahora lo que les chuta son las nuevas tecnologías y, a los más curiosos, cosas como el CRISPR y otras flipadas de científicos.
La democratización del conocimiento ha creado un mundo fuera del laboratorio que, como ocurrió en diferentes momentos de la historia, primero con la medicina popular y después con las drogas, para muchos creará monstruos y para otros será fuente de creatividad, conocimiento y progreso cognitivo. En cualquier caso, que exista uno sin lo otro es una mera ilusión. Y el futuro es más excitante que nunca antes en toda la historia de la humanidad. Disfruten de su llegada y hasta pronto.