Bien sabemos que la legalización del cannabis aportaría ingentes beneficios económicos. Más allá de la cuestión monetaria, una regulación sensata representaría beneficios de otra naturaleza: mejoraría la vida comunitaria, protegería los derechos humanos, salvaguardaría la salud pública, atacaría el lavado de capitales, mellaría las sinergias entre el narcotráfico y las entidades financieras, atenuaría la capacidad de acción de las bandas organizadas y casi desaparecería el estigma hacia los consumidores. Representa un trabajo ingente detallar y analizar los daños de la prohibición en todos los ámbitos, en todos los países y con todas las sustancias. Sería tan bestia el resultado final que los treinta y dos volúmenes de la Enciclopedia británica serían los necesarios para la introducción. A continuación deslindaremos someramente los costes de la prohibición, con especial atención al cannabis en España.
Daños a la salud pública
Relativo a la salud pública, destacamos tres costes de la prohibición. El primero, la prevención. El prohibicionismo, debido a su aversión a la ebriedad, demoniza cualquier contacto con las sustancias sometidas a fiscalización. Con la voluntad de evitar los consumos articula un conjunto de discursos tremendistas alejados de la realidad. Aseveraciones que dejan indefenso al consumidor neófito y lo expone a daños físicos y psicológicos. La propaganda prohibicionista, camuflada de prevención, abandona al consumidor a su suerte. Ofrecer una prevención digna de llevar este nombre nos ahorraría mitos asociados a la planta, consumos abusivos y miedos innecesarios.
El segundo, en el ámbito de la investigación: la prohibición impide investigar el cannabis sin moralina. Las falacias prohibicionistas orientan las decisiones de quienes resuelven en qué proyectos se destinan los recursos destinados a la investigación. En el caso del cannabis, debido a la gran influencia del NIDA, se han invertido millones de euros en investigar los daños de la marihuana. Clásicas son las investigaciones sobre la puerta de entrada, el fracaso escolar, la dupla cannabis y esquizofrenia, entre otros temas cuyo denominador común es la alarma. Pesquisas que solo buscan demostrar la perversidad del cannabis, a fin y efecto de soslayar cualquier propuesta de legalización. En cambio, los recursos destinados a indagar sobre las propiedades terapéuticas del cannabis son míseros.
El tercero: la prohibición posibilita la comercialización de cannabinoides sintéticos extremadamente peligrosos. Estos han tenido éxito donde la oferta de cannabis es limitada. En España, su presencia es menor que en países donde la prohibición es aún más cáustica. A lo largo de la historia, la ciencia no ha podido documentar ninguna muerte derivada del cannabis; en cambio, estos productos sintéticos han provocado decenas de muertes. Si el cannabis estuviese regulado, los cannabinoides sintéticos nunca hubiesen aparecido.
Atropello de los derechos humanos
El prohibicionismo ostenta, como marca de la casa, la vulneración de los derechos humanos. Este ha redoblado esfuerzos para conseguir el quimérico objetivo de un mundo sin drogas, aunque sea a costa de vulnerar los derechos humanos más básicos. La guerra contra la drogas es el máximo exponente del atropello de los derechos y las libertades individuales. La vulneración de derechos es más acentuada en los colectivos vulnerables, como las mujeres, las minorías étnicas o los jóvenes. En el caso de los consumidores de cannabis, la criminalización, los registros, las sanciones administrativas y las detenciones representan un atropello inadmisible a los derechos humanos. Los consumidores, por el simple hecho de emplear cannabis, han recibido una presión policial que en ningún caso ha modificado sus pautas de consumo. El control coercitivo solo contribuye a generar malestares, a pagar multas que arruinan el jornal del mes y a recibir humillaciones a la integridad moral cuando las fuerzas policiales practican registros en pro de la seguridad ciudadana.
Estigma y discriminación
La prohibición conceptualiza a los consumidores como personas con “algún defecto del carácter” que ponen en entredicho el bienestar colectivo. El estigma de consumidor justifica ponerlo bajo control y discriminarlo. El agravio es extremadamente más grave en mujeres; un ejemplo de los múltiples que podríamos encontrar: cualquier mujer embrazada que reconozca ante su médico su condición de fumadora verá cómo este activa los sistemas coercitivos de protección a la infancia. La mentalidad prohibicionista asume que una mujer consumidora no puede ser buena madre. El estigma hacia los consumidores también lo vislumbramos con las leyes de tránsito y la aplicación del drogotest. La normativa travesada por la moral prohibicionista establece que la mera presencia de metabolitos es motivo suficiente para impedir la conducción, con la consecuente multa de mil euros y la retirada de seis punto del carné. ¿Qué necesidad hay de castigar así a los consumidores? Solo el fervor prohibicionista más intransigente justifica este tipo de medidas represoras.
Y, cómo no, los medios de comunicación son los amplificadores del estigma y la discriminación. Los periodistas de los grandes medios, salvo honrosas excepciones, reproducen los estereotipos más grotescos y tronados sobre el consumidor de cannabis. En ocasiones parece que el espíritu de la propaganda racista de Anslinger traviese el relato de las noticias actuales. En definitiva, el coste humano de la prohibición ataca los principios éticos más básicos que deben regir la vida en sociedad.
Dispendio de fondos públicos
El control de la oferta implica que cada año el Estado gaste millones de euros en intentar impedir el tráfico de cannabis y la compraventa al detalle. Las evidencias históricas apuntan sin atisbo de duda que el control de la oferta es una lucha contra molinos de viento al más puro estilo quijotesco. Los recursos públicos destinados al control de la oferta se vilipendian en múltiples partidas presupuestarias: unidades especiales de lucha contra la droga, tecnología punta en puertos y aeropuertos, estructura operativa, sistema judicial, ministerio fiscal, cárceles, detenciones preventivas, patrullas de seguridad ciudadana, etc.
inero que en ningún caso consigue su objetivo de erradicar el consumo ni de mejorar la salud pública. Por ejemplo, mantener los condenados por drogas en las cárceles del Estado cuesta casi un millón de euros al día, unos trecientos cincuenta millones al año.
En relación con las sanciones administrativas, alguien podría apuntar que persiguen un afán recaudatorio. Si la intención fuese recaudar, la mejor estrategia sería no actuar. Bien, el Estado no recaudaría ni un euro, pero se ahorraría el monto destinado a interponer las denuncias y las sanciones administrativas. En el 2017 ingresó ciento tres millones de euros por vulnerar la Ley de Seguridad Ciudadana en materia de drogas. Para ingresar este capital, el Estado se gastó más de trescientos cincuenta millones. Otra vez más, la prohibición malgasta millones de euros, cuyo único resultado es el castigo a los consumidores.
El coste de oportunidad de la fiscalización representa otro daño económico. Los detenidos y los condenados a penas de prisión dejan de participar de la economía formal, con la consecuente pérdida de capitales. En julio del 2018, cuando España tenía 9.311 presos condenados por delitos contra la salud pública, el coste laboral medio por trabajador y mes era de 2.638,80 €. En caso de que todos los presos hubieran trabajado, y la media del coste laboral de los trabajadores presos coincidiese con la media del coste laboral, el mes de julio en la economía española dejaron de circular más de veinticinco millones de euros, es decir, este 2018 la cifra ascenderá hasta los casi trescientos millones. Este dato es solo de este año; imagínense cuál ha sido el coste de oportunidad de las últimas cuatro décadas por tener encarceladas a miles de personas.
Lavado de capitales
Relativo al lavado de capitales, la situación es lamentable. El mercado global de las drogas supera los cuatrocientos mil millones de dólares anuales en el mundo. Las mafias blanquean los beneficios derivados de este volumen de negocio. El blanqueo constituye el último eslabón de la cadena del narcotráfico, porque permite invertir en negocios legales grandes cantidades de capitales procedentes del narcotráfico. Las sumas son vertiginosas, por ejemplo: los cárteles mexicanos blanquearon 18.000 millones de dólares en el 2011 y los colombianos, 39.000. El blanqueo se realiza mediante una compleja red de empresas tapadera, aunque es recurrente, sino inevitable, la complicidad de los bancos y del sistema financiero, como en el caso HSBC. En el 2012 se intervino a HSBC por realizar transacciones desde México por un valor de seiscientos setenta mil millones de dólares procedentes del narcotráfico. La multa total ascendió a mil novecientos ridículos millones. Las autoridades desestimaron tomar ninguna acción penal contra los ejecutivos de HSBC porque “la escala de los activos, subsidiarios e inversiones del HSBC implicaría que el sistema financiero mundial podría desestabilizarse”. En pocas palabras: el banco era demasiado grande para ser procesado judicialmente. Es decir, carta blanca a los bancos para apoyar al narcotráfico.
Crimen organizado y violencia
La prohibición corroe los cimientos del estado social de derecho. Las políticas punitivas permiten la proliferación de las redes del narcotráfico, el control de los territorios y la violencia como herramienta para solventar controversias. Aunque en España la violencia derivada del tráfico de cannabis ha sido hasta el momento de poca intensidad, este último verano hemos observado diferentes episodios de violencia en la provincia de Granada. El poder del narcotráfico le permite fagocitar ciertos ámbitos del control de la oferta y poner a trabajar para ellos a algunos funcionarios del Estado. La corrupción policial es un coste terrible, que pone en entredicho la integridad de cualquier país democrático. Este tipo de corrupción, analizada sin el rigor suficiente, representará el tema de nuestro próximo artículo.