En la segunda mitad de los años cuarenta, la popularidad de los cómics en Estados Unidos alcanzó cotas insospechadas; se vendían cien millones de tebeos semanalmente. Has leído bien: cien millones. El cómic se había convertido en el medio de entretenimiento de masas por excelencia. Los adultos que no los consumían empezaron a percibir su crecimiento exponencial como una amenaza, un enemigo interno, casi a la altura del comunismo, que amenazaba los valores americanos de toda la vida y sembraba el pánico. Así fue como los cómics se volvieron sospechosos y empezaron a ser controlados con el pretexto de la fatal influencia que ejercían sobre los jóvenes lectores.
Del mismo modo que en la década anterior Harry J. Anslinger había llevado a cabo su furibunda campaña contra la marihuana, plagada de desinformación, verdades a medias y mentiras completas, poniendo todos sus esfuerzos en que fuera percibida como un problema nacional, Fredric Wertham comienza su cruzada contra los cómics, utilizando-plagiando el argumentario antidroga de Anslinger: los cómics son una peligrosa adicción, un vicio dañino que hay que desterrar porque destruye la sociedad. Clases humildes y hogares desestructurados “coincidían” también en el caldo de cultivo para ambas adicciones: drogas y tebeos. El único punto discordante era que los guardianes de la moral, según estuvieran al cargo de una u otra cosa, reclamaban para “su problema” ser el principal motor de la incitación a la violencia y al crimen.
La alarma que se consiguió desatar en torno a la perniciosa influencia de los cómics llevó a votaciones para prohibirlos en varias ciudades, a quemas públicas de tebeos, a la intervención del Senado y a la imposición de un código de autorregulación que acabó con numerosas cabeceras, arruinó editoriales y dejó al cómic debilitadísimo y reducido a un descafeinado universo superheroico.
Entre los terribles enemigos con los que había que acabar en esta cruzada estaban los llamados crime comics, considerados como de los más dañinos. Tebeos policiacos que, a pesar de presentar principalmente el discurso oficial (el crimen sale caro, la policía no es tonta y el culpable cumple condena) y seguir los preceptos de Anslinger en lo tocante al consumo y tráfico de marihuana –demencia, asesinatos, violencia, toxicidad extrema y lacra social–, no dejaban de ser vistos por Wertham como pésimas influencias para la juventud. Para este paladín del decoro, solo el hecho de que se tratara el tema de las drogas ya era una forma de relativizarlo y una invitación para las mentes más endebles y susceptibles. De cualquier manera, insistía, como buen adalid del capitalismo, que lo verdaderamente pernicioso de los cómics que trataban el tema de la marihuana era que despertaban la tentación de participar en tan lucrativo negocio.
Dentro de esa categoría de cómics oficialistas antimarihuana considerados como perniciosos “por mostrar métodos y detalles que podían animar a la imitación”, estarían las páginas que vienen a continuación, Los cigarrillos de Satán, obra de dos influyentes autores de la época, Mort Meskin y Jerry Robinson, este último creador de uno de los villanos más populares del mundo del cómic, el Joker. Publicadas originalmente en 1949 (Wanted Comics #18), hasta ahora nunca habían sido traducidas al castellano ni publicadas en España. Y aunque a día de hoy resultan entre cómicas y grotescas, estas páginas son una excelente muestra de hasta qué punto había calado el discurso amarillista de Anslinger, y también del tipo de cómics que Wertham señalaba como un peligro que estaba minando la cultura americana. Para mear y no echar gota.