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El gran negocio del cine: cuando Hollywood se narra a sí mismo

Seth Rogen y Evan Goldberg firman una de las series cómicas del momento, The Studio, en la que destripan la industria del cine a partir de uno de sus grandes dilemas: arte contra beneficios.

El actor y showrunner Seth Rogen encarna a Matt Remick, el protagonista de The Studio

Directores megalómanos, productores maquiavélicos, ejecutivos sin escrúpulos, actrices y actores triunfadores o fracasados, guionistas rencorosos, extras en busca de su oportunidad… Todo el mundo en Hollywood tiene algo que contar y no hay nada que le guste más a la industria del cine que narrarse a sí mismo, aunque sea mediante sátiras paródicas que disparan bromas y verdades a diestro y siniestro. 

La última de esta larga estirpe de producciones protagonizadas por Hollywood que ha causado sensación tanto dentro como fuera de la industria es The Studio, la serie de comedia de Seth Rogen y Evan Goldberg para Apple TV+ sobre los vaivenes de la ficticia Continental Studios, una productora con más de cien años de historia que, como todas las majors de la actual fábrica de sueños, ha acabado buscando ideas para futuros taquillazos en los éxitos más absurdos del capitalismo. Así las cosas, cuando Matt Remick (Seth Rogen), el protagonista de The Studio, sea ascendido al más alto cargo de Continental Studios se las verá con la cruda realidad y su amor por el cine tendrá que lidiar con la nueva superproducción del estudio, una película familiar con un refresco como protagonista. Mientras trata de ponerla en marcha, muy a su pesar, se cargará la que se supone que es la última película de Martin Scorsese, incordiará a Sarah Polley, se las verá con Zac Efron, Ron Howard o Charlize Theron y se dará cuenta de que, en verdad, él es solo el último de una serie de desastrosas piezas que han hecho de Hollywood el engranaje que es hoy en día.

Fantasmas del pasado

El actor y showrunner Seth Rogen encarna a Matt Remick, el protagonista de The Studio.

El actor y showrunner Seth Rogen encarna a Matt Remick, el protagonista de The Studio.

El algoritmo, la IA o el objetivo de gustar a todo el mundo en un siglo XXI cambiante y atomizado son las principales amenazas de la actual industria del cine, pero a mitad del siglo pasado Hollywood también se movía renqueante ante un futuro incierto. 

"The Studio apela al público más cinéfilo, capaz de reconocer citas o gestos cinematográficos en sus imágenes, pero la serie es también el retrato de una industria siempre al borde del abismo y de unos trabajadores en constante pánico"

Hacia 1950, la industria estaba inmersa en un cambio profundo. Primero, por la erradicación del código de censura Hays, precipitado por el auge de la televisión, que no estaba sometida a la censura. Segundo, por el fallo del Tribunal Supremo de Estados Unidos de 1948 contra los cinco grandes estudios, declarados culpables de haber violado las leyes antimonopolio; una sentencia que significó, de facto, el final del sistema del Hollywood dorado. Tercero, por las sombras de la “caza de brujas” del senador McCarthy, que inundaron Hollywood de una paranoia anticomunista que se cobró numerosas víctimas. 

Una época de tensiones y de hipocresías en la que el cine, curiosamente, se repliega sobre sí mismo y comienza a producir muchísimas cintas sobre lo que significa hacer películas. En todos los sentidos. Billy Wilder, por ejemplo, expuso las vergüenzas de Holllywod en El crepúsculo de los dioses (1950), un clásico imperecedero en el que un guionista (William Holden) –muerto, para más señas– narra con pelos y señales su caída al infierno junto a una diva caduca y grandilocuente (Gloria Swanson). Cantando bajo la lluvia (1952), de Stanley Donnen y Gene Kelly; Ha nacido una estrella (1954), de George Cuckor; La podadora (1955), de Robert Aldrich… El puñado de títulos sobre este subgénero son ya hoy obras incontestables, pero de todos estos cineastas obsesionados con la industria del cine y sus desmanes sin duda sobresale Vincente Minnelli.  Su díptico formado por Cautivos del mal (1952) y Dos semanas en otra ciudad (1962), ambas protagonizadas por Kirk Douglas, es probablemente una de las grandes piezas sobre los pocos escrúpulos de la industria del cine. 

El cine dentro del cine, muchas son la películas que tratan sobre lo que significa hacer películas.

El cine dentro del cine, muchas son la películas que tratan sobre lo que significa hacer películas.

Otro título inolvidable de la época que reflexionaba sobre la manera en que Hollywood devora a sus estrellas es La condesa descalza (Joseph L. Mankiewicz, 1954), con una Ava Gardner encarnando el glamour y la tragedia del cine. Al respecto, por cierto, también se reflexionó desde el cine europeo, y tanto Una vida privada (Louis Malle, 1962) como El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963) hicieron de Brigitte Bardot el ejemplo de la soledad de la estrella de cine.

En la década de los 70, la nostalgia por el cine del pasado ha dejado para la historia hermosas y divertidas películas como Nickelodeon (Peter Bogdanovich, 1976) o La última locura de Mel Brooks (Mel Brooks, 1976), así como relatos dolorosos y críticos como Como plaga de langosta (John Schlesinger, 1975) o El último magnate (Elia Kazan, 1976). En los 80, Woody Allen personificó esa idea de cinefilia nostálgica, que tan bien supo proyectar en clásicos como Recuerdos (1980) o La rosa púrpura del Cairo (1985); mientras la industria se enfrentaba a los primeros desafíos del cine digital, plasmados en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Robert Zemeckis, 1988), en la que la animación y la imagen ‘real’ dialogan gracias a la tecnología.

Las pesadillas del cambio de siglo

A los mandos de Continental Studio, una productora cinematográfica en crisis, Matt Remick tendrá que lidiar con artistas narcisistas, capos corporativos y sus propias inseguridades.

A los mandos de Continental Studio, una productora cinematográfica en crisis, Matt Remick tendrá que lidiar con artistas narcisistas, capos corporativos y sus propias inseguridades.

Si de una década bebe claramente la serie de Seth Rogen y Evan Goldberg es la década de los 90 del siglo pasado. En The Studio palpita con fuerza la influencia de El juego de Hollywood (1992), la sátira pasada de vueltas de Robert Altman en la que Tim Robbins interpreta a un paranoico ejecutivo que asesina a un guionista. No en vano el personaje de Bryan Cranston se llama Griffin Mill, como el protagonista de la cinta de Altman; y no en vano también The Studio se apoya en numerosas tomas largas, incluso en planos secuencia super virgueros, que parecen emular la celebradísima toma con la que comienza ese clásico noventero que critica a la industria.

En The Studio también hay algunos ecos de los extraños personajes que pueblan las películas de los hermanos Ethan y Joel Coen. A ellos les debemos las reflexiones contemporáneas sobre la industria más desasosegantes y divertidas de los últimos tiempos, Barton Fink (1994) y ¡Avé, César! (2015), y Rogen y Goldberg saben recoger ese testigo gracias al abundante plantel de colaboradores que se han prestado a aparecer en cameos tan acertados como brillantes. 

El gran negocio del cine: cuando Hollywood se narra a sí mismo

Así pues, los años 90 fueron una década al servicio de una cierta nostalgia en torno al pasado glorioso del cine, aunque desde posiciones más sombrías –Cazador blanco, corazón negro (1990), de Clint Eastwood; Ed Wood (1994), de Tim Burton; Boogie Nights (1997), Paul Thomas Anderson; o Dioses y monstruos (1998), Bill Condon, dan cuenta del giro–, pero el cambio de siglo vino acompañado de un giro absoluto al respecto. Comenzando por La sombra del vampiro (2000), en la que E. Elias Merhige se asoma a la leyenda negra del rodaje de Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) para hablar de la condición vampírica del cine, y concluyendo con Mulholland Drive (2001), con la que David Lynch inauguraba el siglo XXI realizando una peculiar versión de El crepúsculo de los dioses mediante uno de sus habituales relatos desdoblados y de pesadilla.

Cartas de amor y odio al cine

El gran negocio del cine: cuando Hollywood se narra a sí mismo

Como todas las cartas de amor y odio al cine, incluso como las heterogéneas Érase una vez… en Hollywood (Quentin Tarantino, 2019), Babylon (Damien Chazelle, 2022) y MaxXxine (Ti West, 2024), The Studio apela al público más cinéfilo, capaz de reconocer citas o gestos cinematográficos en sus imágenes, pero la serie es también el retrato de una industria siempre al borde del abismo y de unos trabajadores en constante pánico. 

“[Hollywood] realmente es una industria que nos encanta […] pero también es jodidamente frustrante y agravante. Constantemente ves a gente tomar decisiones que son confusas y contrarias a su propio amor por el cine”, contaba Seth Rogen sobre realidad y ficción en The Studio en unas jornadas organizadas por la revista Variety. En otra entrevista para GQ, el actor y showrunner ofrecía una reflexión más detallada sobre esta idea, que es clave también para entender lo bien que se conecta con la serie: “Es una industria intrínsecamente injusta. Puedes ser la persona con más talento del mundo y no conseguirlo nunca. Uno de los otros pilares de la serie es que ser alguien que dirige un estudio de cine es un trabajo difícil, y que lo más chungo de todo es que te pueden quitar de en medio en cualquier momento por cualquier cosa que hagas”.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #330

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