El gran David Hockney, el artista contemporáneo que mejor ha retratado la belleza y el hedonismo asociado a las piscinas, dijo sobre estas: “No puedo describir el agua con palabras. Es tan esquiva”. Esa cualidad escurridiza, capaz de reflejar a la vez las emociones cristalinas y las turbias, no se les ha escapado a los creadores cinematográficos, fascinados por un locus asociado al buen vivir, al calor y a la sensualidad.
Las piscinas son un espacio privado, que disfrutan las clases pudientes y que, en el séptimo arte, han dado origen a un buen puñado de dramas y filmes de suspense. Todos, en mayor o menos medida, funcionan como retratos de la decadencia emocional de sus protagonistas, que contrasta con las aguas de color turquesa del espacio en que se enmarcan tales tribulaciones. Si bien es cierto que en el género de terror las piscinas también han hecho fortuna, se han convertido por derecho propio en el mejor escenario de los psicodramas eróticos y de los filmes de conflictos de clase. Un objeto de deseo estival, en pocas palabras, que canaliza deseos y envidias.
El ejemplo más meridiano de esa explosiva combinación de emociones caldeadas al borde del agua es La piscina, el clásico de Jacques Deray de 1969 que unió en la gran pantalla a Alain Delon y Romy Schneider cuando ya habían dejado de ser pareja. El morbo estaba asegurado, máxime cuando interpretaban a Jean-Paul y Marianne, una pareja cuyos cimientos se tambalean al recibir la visita inesperada del anterior amante de ella, Harry, junto a su hija Penélope (Jane Birkin). La tensión ya existente, alimentada por la presencia del inesperado invitado, deriva en una fatal tragedia con unos estremecedores ecos en la vida real. Durante el rodaje de La piscina, Delon se vio envuelto en un escándalo al fallecer en extrañas circunstancias uno de sus guardaespaldas, Stevan Marković, en un misterio que llegó a implicar al mismísimo presidente de la República francesa, Georges Pompidou.
Aunque el filme de Deray no contiene escenas en la piscina tan elevadas de temperatura como, por ejemplo, la más famosa secuencia de Juegos salvajes (1998), de John McNaughton –un explosivo triángulo sexual a ras del agua protagonizado por Neve Campbell, Denise Richards y Matt Dillon–, ha marcado el canon del thriller estival como pocas otras cintas, originando otras dos películas que comparten similar punto de partida. En Swimming Pool (2003), François Ozon se apropia del tema del filme de Deray para homenajearlo a su manera, transformando los celos de la pareja en celos entre dos mujeres de diferente edad, estatus y aspiraciones. Sarah (Charlotte Rampling) es una escritora de novelas policíacas cuyo editor –y también amante–, le propone pasar unos días en su villa con piscina. Pero la llegada de Julie (Ludivine Sagnier), la hija del editor, perturba el retiro literario de la protagonista. Primero se hacen amigas y luego se enfrentan en un sensual juego de observación y deseo en el que la ficción y la realidad van difuminándose con el calor de los días. La piscina, por supuesto, no ayudará a que bajen los humores, porque si es un lugar que despierta la curiosidad, ya que Sarah se siente misteriosa y magnéticamente atraída por la piscina aunque no se bañe en ella, es también el escenario en el que Julie despliega una sensualidad que aterra y fascina a la protagonista.
Cegados por el sol (2015) también es un remake de La piscina, en el que Luca Guadagnino apenas se aleja del relato marcado por Deray. Eso sí, el italiano traslada la acción de la Riviera francesa a la soleada isla siciliana de Pantelleria para actualizar la historia de Jean-Paul y Marianne en clave de rock and roll, ya que ella, encarnada por Tilda Swinton, es una estrella que se está recuperando de una operación de garganta. Su pareja, Paul, interpretado por el belga Matthias Schoenaerts, sufrirá para no caer en las redes de una Penélope con el rostro de Dakota Johnson, mientras que al brabucón y malogrado Harry le da vida Ralph Fiennes. Quizá lo más remarcable de la versión de Guadagnino es la exaltación del verano que propone, capitalizado por esa piscina alrededor de la cual orbitan los personajes. Si en el filme de Deray la piscina marca los ritmos de los días, en la cinta de Gudagnino es sinónimo de audacia, vigor, energía y total libertad. También de lo contrario. De ahí que, cuando el relato cambia las tornas, el contraste emocional que refleja deja al espectador congelado.
A Guadagnino el período estival le sienta más que bien creativamente –como demostró en la romántica y premiadísima Call Me By Your Name (2018)–, y casi del mismo modo a la argentina Lucrecia Martel el agua le inspira películas que rozan la maestría. Ya en La ciénaga (2001), su ópera prima, dejó claro que pocos elementos dan tanto juego metafórico como una piscina, más aún si el agua que contiene está sucia, casi putrefacta. Protagonizada por Mercedes Morán, Juan Cruz Bordeu y Graciela Borges, en La ciénaga se nos cuenta el enfrentamiento soterrado de dos familias, una de origen urbano y la otra rural, cuando tienen que convivir unos días en la finca de la matriarca tras sufrir esta un accidente doméstico que le ha dejado postrada. El gran logro de Martel es lograr transmitir plásticamente, mediante un buen número de correspondencias visuales y auditivas, el espesor y el agobio que pesa sobre la relación entre ambas familias, además del clima amenazante de una tragedia que finalmente acabará teniendo lugar.
La fluidez o el estancamiento acuático es característico en el cine de Martel. Todas sus películas están regadas de agua; un elemento de fuertes connotaciones metafóricas que varían según el relato. En La niña santa (2004), la historia de una adolecente que vive en el hotel que regenta su madre y que, tras un episodio místico-sexual, se ve en la misión de salvar ante Dios al hombre que la ha acosado, Martel retoma el elemento de la piscina. Aquí, no obstante, su función alude a la idea de purificación, de regreso a la armonía toda vez que el conflicto parece haber llegado a su fin.
Decía el filósofo Heráclito que ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos, y podríamos señalar sin equivocarnos que John Cheever hizo uso de esa sentencia para su magnífico relato El nadador, publicado en las páginas de The New Yorker en 1964 y adaptado por Frank Perry en 1968 con el musculoso Burt Lancaster como inmejorable protagonista. Aparte del pensador presocrático, El nadador bebe asimismo de otro titán helénico, Homero, cuya Odisea se ve renovada en esta historia sobre un hombre que quiere regresar a casa nadando por todas las piscinas del suburbio burgués en el que reside.
Como Ulises, Ned Merrill, un ejecutivo de publicidad maduro a quien conocemos solo en bañador, ha de volver al hogar, aunque para ello deba aventurarse en las aguas de sus vecinos. A este trayecto acuático atravesando Bullet Park, el protagonista le da el nombre de su esposa –“Fíjate, piscina a piscina, a lo largo de todo el condado, se forma un río que me lleva directo a casa. Lo llamaré el río Lucinda, el nombre de mi mujer”–, aunque a Ned no le importe dejarse querer por una suerte de Calipso suburbial, una rubia adolescente que había sido niñera de su hijo, entre otras seductoras tentaciones. Así, pese a las nobles intenciones, el recorrido hacía Ítaca pasará pronto a asemejarse a un infierno dantesco, regado en gin-tonic y agravios hacia su persona. ¿Cuál será el destino real de este antihéroe que, braceo a braceo, es incapaz de ver más allá del reflejo de su persona que le devuelve el agua de las piscinas en las que se lanza? Contaba Cheever que, originalmente, El nadador nació de su interés en reformular el mito de Narciso, el joven enamorado de su propio reflejo. En el imaginario colectivo y, sobre todo gracias a la película, lo recordamos por Lancaster nadando contra el paso del tiempo y la fugacidad de la vida, tratando de esquivar ese invierno que, irremediablemente, sigue al esplendor del verano.