Cuéntanos sobre tus orígenes.
Nací hace treinta años en Colombia, pero mi madre es francesa, así que tengo la doble nacionalidad, y después del colegio en Bogotá, me fui a estudiar a Francia. Tras dos años allí, tuve la posibilidad de hacer un año de intercambio en la India, pero me encantó y al final me quedé año y medio. Allí estudiaba en una universidad pública marxista, pero siempre tuve la inquietud de los derechos humanos. Así que, antes de regresar a Francia a hacer la maestría, me tomé un tiempo para ver si tiraba por los derechos humanos o la economía. Y pasé otro medio año en el Sureste Asiático, realizando prácticas en una organización de derechos humanos. Al final, escogí la maestría en economía. Me encanta la economía, aunque también me genera muchas resistencias. Quería entender mejor las diferentes teorías económicas para así poder analizar de manera más crítica los argumentos que se suelen usar de cada lado para justificar diferentes políticas públicas. Pero cuando formas parte de una minoría en un gremio, el margen de maniobra es limitado y las frustraciones son muy altas. Para mí ha sido un conflicto siempre presente: tratar de cambiar las cosas desde adentro sin dejarse tragar.
Economía y derechos humanos, buena mezcla para cambiar el mundo.
Sí, con estos dos grandes intereses intelectuales y viniendo de un país como Colombia, con un nivel de pobreza y desigualdad importante, me interesé por la economía del desarrollo para pensar en políticas públicas que contribuyan a reducir esa brecha. Fue la forma de conectar ambos intereses. Al acabar la maestría, tuve la posibilidad de hacer prácticas en la sede de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en París, trabajando en temas de migración y desarrollo. Y entonces llegó una oferta para trabajar en un proyecto de investigación en el Banco Mundial en Ghana. De nuevo, el dilema, pero acabé aceptando tras convencerme de que yo no estaría negociando créditos, sino haciendo trabajo de investigación sobre mujeres microemprendedoras. Fue un año muy interesante y de muchos aprendizajes, pero sentía y todavía siento que una gran parte de la investigación que se hace en la economía del desarrollo es bastante irrelevante. Se trata de experimentos a nivel muy local que tratan de entender por qué la gente toma las decisiones que toma. Por ejemplo, saber si cuando le pones un mosquitero se reduce la malaria. Son cuestiones interesantes, pero muy micro y, en el mejor de los casos, si descubres que funciona, la respuesta de política pública es regalar mosquiteras. Era frustrante, porque había mucha inversión de plata pero poco impacto en el desarrollo. Era justo el momento en el que mi país estaba a las puertas de aprobar el Acuerdo de Paz: se estaba dando un giro histórico en Colombia y yo, en Ghana mirando a lo micro. Así que renuncié y volví a Colombia. Pero antes tenía que viajar aprovechando la ocasión. Volví a la India a visitar a los amigos, luego volé a Irán y de allí con mochila hasta Hungría. Llegué a Francia y, desde allí, me fui a cumplir mi sueño de ir a Cuba, una isla que hice en bicicleta. Desde Cuba, ahora sí, llegué a Colombia diez años después de haberla dejado.
El Acuerdo de Paz
Recuerdo el primer plebiscito para el Acuerdo de Paz. Un día intenso y emocionante, pero con un final amargo.
Estaba en Ghana aún pero ya había renunciado diez días antes, porque estaba convencido de que se iba a aprobar. ¡Imagínate la decepción! Decidí regresar de todas formas y, afortunadamente, al final se aprobó.
Y llegaste a Colombia…
Y tuve la suerte de entrar a trabajar en el Departamento Nacional de Planeación, organismo gubernamental encargado de pensar las políticas públicas a medio y largo plazo, desarrollando la hoja de ruta para la implementación de los acuerdos de paz. Fue mi primera experiencia de trabajo en Colombia, en el sector público, y aprendí muchísimo. Me gustó el enfoque macro, aunque también tiene sus desventajas. Ya no pasas el tiempo charlando con la gente sino pensando, y el margen de maniobra es muy limitado, porque no dejas de ser una hormiga en el aparato.
¿Es en este momento cuando tienes tu primer contacto con el tema de las drogas?
Cuando eres colombiano, el tema de las drogas se lleva en la mochila desde niño. Pero a nivel laboral, sí, porque participé en las discusiones sobre la implementación del punto 4 del Acuerdo de Paz, sobre la solución al problema de las drogas. Las discusiones principalmente giraban en torno a la sustitución de cultivos ilícitos, que ya era bastante reformista, porque la alternativa es la aspersión aérea de glifosato o la erradicación forzada. Hablar de transitar hacia otros cultivos sin represión ni uso de la fuerza pública suponía un gran avance. Pero ya en aquel momento era evidente que no iba a funcionar por varias razones. La primera es que era muy costoso porque implicaba dar unos recursos a todas las familias para que invirtieran en otros cultivos. El coste era de unos diez mil euros por familia y había doscientas mil familias. Alrededor del tres por ciento del presupuesto del Gobierno colombiano. Y había mucha preocupación porque se generaron falsas expectativas en los campesinos, una comunidad que ya desconfía del Estado, y la política podía ser contraproducente, que en vez de integrarlos al mercado y a la sociedad, sumara aún más decepción y desconfianza. Y además había una preocupación legítima sobre la capacidad de la agencia del Gobierno encargada de implementar el programa. Transferir tantos recursos sin tener una ruta de hoja clara e invertir en áreas que escapan del control del Estado era muy arriesgado. Y entonces cambió el gobierno. El nuevo gobierno se comprometió a mantener los acuerdos con las familias campesinas del gobierno anterior, pero, como no había tanto dinero, optaron por limitar el número de familias beneficiadas. En cualquier caso, es llamativo que hayan mantenido el acuerdo y al mismo tiempo tengan el discurso de erradicación forzada. Por un lado, dicen a las familias que les darán un dinero para la sustitución y, por el otro, en las noticias afirman que van a asperjar con glifosato. Y, de hecho, ha ocurrido que se ha presentado el ejército a erradicar en las zonas de familias que habían firmado los acuerdos. Al final, incluso en la propuesta inicial, quienes trabajaron en ello sabían que conllevaba muchos problemas.
¿Cómo valoras la implementación de ese Acuerdo de Paz?
El acuerdo se aprobó, pero la legitimidad era pequeña. En retrospectiva, tal vez fue ese el pecado original. Es muy difícil implementar un acuerdo de paz cuando no hay consenso ni legitimidad. Se volvió un tema tan político que fue parte de la campaña presidencial. Y el discurso del nuevo gobierno, aunque continuó con muchos de los compromisos, no lo respalda públicamente y se opuso radicalmente a la Justicia Especial para la Paz (JEP), el tribunal creado para juzgar a las FARC, que es el corazón del acuerdo. Así que el acuerdo perdió mucha credibilidad. El fracaso también viene dado por la falta de recursos, presente ya desde el inicio, así que no había capacidad para cumplir con lo prometido.
¿Se hubiera podido hacer más?
Difícil. No se puede firmar un papel y cambiar la realidad del país ni el funcionamiento del estado de un día para otro. Era un papel importante, pero debía ser más claro en las expectativas, el tiempo que iba a tomar, la capacidad de cumplirlo y ser más cuidadosos en el mensaje, que venía a decir que Colombia sería un territorio libre de violencia. Algo imposible, porque las FARC es uno de los muchos grupos armados y, además, tenemos el narcotráfico. Podemos promover sustituir los cultivos, pero ¿qué hacer con el resto de grupos armados y con todos los incentivos que sigue habiendo para producir coca? Yo formé parte de ese proceso porque teníamos tanta ilusión que nos autoconvencimos de algo que deseábamos que ocurriera.
¿Seguiste trabajando con el nuevo gobierno?
No, el enfoque del gobierno era opuesto al mío y renuncié. No quería trabajar para este gobierno, pero me seguía interesando la política pública. Así que escribí a Iván Marulanda, un senador recién elegido con el que compartía enfoque, y para mí sorpresa, respondió al día siguiente. Poco después me contrató como su asesor económico. Ya de inicio me dejó caer que quería que trabajara en la política de drogas y, aunque no lo dijo explícitamente, era evidente que se refería a la regulación de la cocaína.
A finales de los ochenta, Iván Marulanda fundó el partido Nuevo Liberalismo junto a Juan Carlos Galán, que fue asesinado durante su candidatura a la presidencia. ¿Por qué lo asesinaron y cómo esto influyó en la postura de Marulanda?
Marulanda explica que se dieron cuenta de que los narcotraficantes se estaban infiltrando en la política y corrompiendo las instituciones, así que alzaron la voz para denunciar la situación y asesinaron a varios de sus compañeros porque “ellos tenían balas y nosotros palabras”. Cuenta que perdieron la guerra y, a raíz del asesinato de Galán, empezó a pensar en otras soluciones. Se exilió a Italia, donde se familiarizó con discursos más avanzados. Así que es una propuesta que ha ido gestando pero que no tuvo posibilidad de presentar hasta su llegada reciente al Senado. Estuvo implicado en la Constitución del 91, pero después nunca más volvió a ejercer cargos políticos hasta recientemente.
“Que lo loco se vuelva banal”
Desde fuera, Iván Marulanda parece bastante aislado en su propuesta de regulación de la cocaína.
Hay un consenso entre ciertos grupos del país de que la solución es la regulación, pero los políticos no se atreven a decirlo por varias razones. Una es porque creen que resulta muy loco y no sucederá. En el caso de políticos jóvenes y pragmáticos, creen que es un proyecto a largo plazo y que deben centrarse en proyectos de ley a corto plazo que tengan alguna posibilidad. Y la última razón es que, a pesar de estar de acuerdo, creen que es un suicidio político. Luego tenemos los que no están de acuerdo y se manifiestan coherentemente en contra. Pero Marulanda tiene setenta y cinco años y siempre ha sido libre y noble en sus opiniones sin responder a intereses. Y aunque muchas personas le recomendaron empezar por el cannabis y le advirtieron que sería una propuesta muy polémica, siguió adelante con el proyecto de ley. Para hacerse una idea, participó en la Constitución de 1991 y casi logra incluir el derecho al aborto, ¡hace treinta años! Cuando hoy en día sigue siendo una lucha en América Latina. Siempre ha tenido esta idea de apuntar alto en la política y apostar por cambios que tal vez no se van a lograr ahora, pero siembra la semilla para futuras generaciones.
Además de la inquietud personal del senador Iván Marulanda, ¿cuál es el contexto que propicia la propuesta?
El contexto está hace treinta años, la pregunta sería: ¿por qué ahora? Sin duda, un factor clave es Marulanda, el personaje adecuado en el momento adecuado. Otro factor, el Acuerdo de Paz, que abre una ventana de oportunidad para la propuesta. También influye el hecho de que Estados Unidos esté regulando el cannabis y sea más fácil rebelarse cuando es tan manifiesta la contradicción e hipocresía del asunto. Otro factor importante es el cambio de la sociedad: la gente más joven que nacimos con la nueva constitución estamos más abiertos a la discusión. Y, por último, el coste de tiempo y dinero de una política fracasada durante tantos años. Cualquier política pública que no ha funcionado después de cinco años se elimina o por lo menos se cuestiona, y quienes la promueven son responsables del desfalco público. Se invierten muchos recursos que van a la basura, ni siquiera sabemos cuánto porque la información no es pública, y aun sabiendo que no funciona, nadie es responsable. No sé si llamarlo corrupción, pero sí malversación de fondos públicos. Incluso cuando trabajaba allí, el Departamento de Planeación contrató una consultoría para realizar un análisis del coste de la política de drogas en el que solicitaron datos a diversos ministerios. El Ministerio de Defensa se negó a entregar los datos, a pesar de ser un estudio gubernamental. Pero también hay que tener en cuenta que, más allá del coste económico, hay un coste humano, ambiental, democrático y social. Tanto la izquierda como la derecha están de acuerdo en que el problema de Colombia es el narcotráfico, la diferencia radica en cómo solventarlo.
A finales del 2020, las expectativas de la propuesta no iban más allá de introducir el tema en la opinión pública y, sin embargo, en marzo fue aprobada en el primer debate del Senado y, además, con gran acogida.
Nos sorprendió que incluso los que eran más conservadores de la oposición terminaron apoyando el proyecto. Fue increíble saber que el proyecto se iba a debatir, pero aún más cuando vimos que se aprobó.
Y ahora, ¿cuáles son los próximos pasos?
El proyecto debe pasar cuatro debates. Pasó el primero, en la Comisión del Senado. Ahora toca pasar a la Plenaria del Senado y, si se aprueba, pasaría a la Cámara de Representantes. En la Plenaria del Senado se complica porque allí la oposición no es mayoría, pero, aun así, hay muchos senadores a favor. Si se llegase a discutir se podría aprobar posiblemente con cambios. De hecho, el proyecto presentado para la discusión en el segundo debate del Senado ya incorpora algunos cambios. Forman parte de cualquier proceso de negociación, no son cambios graves que afecten a la esencia. Ahora toca discutir el proyecto en la Plenaria, pero hay muchos otros a discutir y, teniendo en cuenta que está a punto de acabar la legislatura, lo vemos difícil a corto plazo. Además, vivimos un momento de mucha tensión social que no sé si puede ser positivo o no. La visión optimista es que, aunque la regulación de la coca no forme parte de las protestas ciudadanas, son una oportunidad tremenda para poner el tema sobre la mesa. Ya que estamos renegociando nuestro contrato social y pensando en lo imposible, pensemos en esto también. Puede ser el empujón que necesita para avanzar, pero la visión pesimista es que en esta situación el Congreso no tiene el tiempo ni la voluntad política para abordar un tema tan complejo porque, probablemente, podría ahondar las divisiones, lo cual no impide que ahora, cuando vuelve a empezar la legislatura, se pueda discutir. Contamos con la ventaja de que el ponente de este proyecto de ley es un senador que lleva mucho tiempo en el Congreso y tiene la posibilidad de lograr acuerdos que nosotros como oposición no tendríamos.
Siendo positivos, ¿podríamos disponer de una propuesta de regulación en la legislación colombiana en el plazo de un año?
Si hace seis meses me hubieras preguntado, te hubiera dicho que no se aprobaría en la comisión del Senado y ahora te diría que es muy difícil que se apruebe en la Plenaria del Senado. Pero me equivoqué entonces y espero equivocarme ahora. La propuesta inicial era ambiciosa porque no había perspectiva de que se aprobara. Ahora que hay oportunidad, quizá sea momento de reorientar la estrategia y reducir la ambición para lograr su aprobación antes. Por ejemplo, para Colombia es muy importante por lo menos regular el cultivo de coca, aunque se deje de lado la cocaína. Lo interesante es iniciar el debate y que la política logre “que lo loco se vuelva banal”. La sociedad lo está tomando en serio porque esto no es una propuesta de dos borrachos a las tres de la mañana: es una propuesta de ley que se discute en el Senado, presentada por un reputado senador.
La regulación de la cocaína, paso a paso
Repasemos la propuesta y las diferentes etapas. Respecto al cultivo, Perú y Bolivia ya cuentan con legislaciones que permiten cultivar la hoja de coca y la comercialización de productos no psicoactivos. ¿Qué propone Colombia y de qué manera se protege a las comunidades indígenas y a las familias agricultoras tradicionales?
Para elaborar la propuesta analizamos los casos de Perú y Bolivia e intentamos extraer lo mejor de cada uno. Lo que proponemos es que el cultivo esté permitido en las áreas en las que se cultiva actualmente como forma de proteger a las familias campesinas. Si se permite el cultivo a nivel nacional, corremos el riesgo que ocurra lo mismo que con cualquier nuevo mercado, se crean en áreas donde hay más oportunidades, cerca de las grandes ciudades. Queríamos proteger a quienes ya cultivaban por dos razones. Por un lado, por una política social de reducción de la pobreza es necesario crear nuevos mercados y nuevas oportunidades en zonas que han sido históricamente muy pobres. Por otro, por un tema de justicia social y de reparación con las zonas que más se han visto afectadas por el conflicto armado. Solo podrán cultivar las familias campesinas, pues no queremos que las grandes empresas les quiten la oportunidad. Esto no impide que se puedan organizar y crear empresas para beneficiarse de las economías de escala y las oportunidades de tener cultivos más grandes. Las comunidades indígenas mantienen su autonomía, independientemente de dónde estén, y pueden seguir cultivando bajo sus propias reglas por la relación ancestral que tienen con la hoja. El siguiente paso es la compra por parte del Estado de la hoja de coca. La principal diferencia con Perú y Bolivia es que, mientras que en estos se permite solo la compra de hoja para fines medicinales o alimentarios, en el caso de Colombia, se compraría para usos psicoactivos, principalmente para elaborar cocaína. La coca que se cultive para otros fines como medicinales y alimentarios no estaría sujeta a ningún control, y se podría cultivar toda la cantidad que se considerara necesaria.
Vamos entonces a la etapa de producción: ¿quién manipula y transforma la hoja de coca en cocaína?
Planteamos que sea el gobierno, una vez compra la hoja de coca, quien subcontrate a través de convocatorias públicas a empresas, universidades o laboratorios que tengan la capacidad para transformar la hoja de coca en cocaína, bajo el control del Estado de cantidades y precios.
¿Y la distribución y la comercialización?
Para el consumo recreativo de cocaína, el estado se encargaría de la distribución a centros con licencia para proveer el producto, podrían ser farmacias o nuevos establecimientos.
¿Qué papel juega el sector privado?
El valor diferencial de la propuesta de Colombia es la transformación de la coca, y nos surgió la duda de por qué dejar a las familias campesinas solamente con el cultivo y vetarlas de la parte más rentable. Valoramos que, tratándose de un producto tan delicado, especialmente por el contexto internacional, habría actores ilegales e interesados en exportar para suplir la demanda mundial. Si se permitiera la transformación en las zonas de cultivo, se perdería el control de la producción y, probablemente, se haría sin los requisitos mínimos de calidad y de estándares ambientales y sanitarios necesarios. Apostamos por centralizarlo en el Estado, y al ser este quien fija los precios, no es posible que el sector privado acapare el mercado porque cualquier diferencia entre el precio final de venta y el de producción se la queda el Estado. Unos beneficios que el Estado puede utilizar para invertir en estrategias de reducción de riesgos y daños o para programas de apoyo técnico y agropecuario a los campesinos. Además, dejar la regulación del precio en manos del Estado permite también fijar un precio que no sea demasiado bajo para fomentar el consumo ni demasiado alto para fomentar el mercado negro.
Las personas usuarias de cocaína deberán asistir a una cita médica y podrán acceder a través de farmacias, ¿no supone un abordaje medicalizado?
Algunas personas de la regulación critican este aspecto porque es como tratar el consumo como un problema de salud. Pero pasar directamente de un enfoque punitivo a uno de libre albedrío puede ser contraproducente. Quizá podamos ser más laxos con el cannabis, al tratarse de una sustancia menos dañina, y por el contexto global, donde ya existen experiencias de regulación. Pero no tenemos referentes con la cocaína y decidimos aceptar el consejo de Steve Rolles, de Transform Drug Policy, de que era mejor ser conservador de inicio e ir flexibilizando a medida que se avanza que un enfoque muy flexible con posibles efectos contraproducentes que acaben por restar credibilidad a la iniciativa.
¿Qué tipos de productos se regulan y qué tipos de regulación se proponen?
Se regulan tres tipos de productos. Para aquellos soft, no psicoactivos o de baja intensidad, la regulación sería la misma que existe hoy para productos como el café, el cacao y el té; una regulación muy laxa que exige cumplir unos mínimos requisitos fitosanitarios. Una segunda categoría serían los derivados psicoactivos, principalmente cocaína para uso recreativo; lo dejamos como “derivados” porque quizá pueda abarcar productos que todavía no existen u otros psicoactivos que no son cocaína. Por último, el bazuco o crack: sería un producto prohibido para la venta porque implica grandes riesgos para la salud, aunque su consumo no estaría penalizado ni perseguido. Ha sido un punto que ha despertado críticas; no es posible regular el acceso a este producto, sería como si el Estado regulara el alcohol metílico para consumo humano.
Supongo que el tema del registro en una base de datos de personas usuarias es también un tema que levanta pasiones.
Sí, fue de los temas más discutidos. La razón de ser de la base de datos es poder tener un control sobre la cantidad de cocaína que cada persona está consumiendo para justamente evitar y anticipar cualquier efecto adverso y daño en la salud. Para ello, necesitamos una base de datos que cumpla con todos los requisitos de confidencialidad, privacidad y anonimato. Entendemos que es un tema delicado, pero, de nuevo, preferimos este enfoque conservador por las razones expuestas.
La ley propone una dosis máxima de consumo semanal. ¿Qué dosis es y cómo se ha estipulado?
Para determinar la cantidad se realizaron entrevistas a personas expertas en el ámbito y fue un tema muy discutido sobre el que hubo mucha divergencia. En la propuesta inicial acabamos estimando la cantidad de un gramo semanal, aunque podían ser acumulativos; es decir, podías adquirir tu gramo semanal aunque no lo tomaras.
¿Cómo encaja la propuesta de regulación de la cocaína en el marco de fiscalización internacional?
Es un tema complicado y, sobre todo, de voluntad política, pero existen opciones legales para hacerlo. La primera son los acuerdos inter se, es decir, modificar las convenciones internacionales entre países que estén dispuestos a un cambio de enfoque. Por ejemplo, si un país de Europa está interesado en importar legalmente cocaína, el acuerdo entre ese país y Colombia permitiría hacerlo sin violar las convenciones. La segunda vía sería la que tomó Uruguay para regular el cannabis, dar prioridad al cumplimiento de las convenciones de derechos humanos. De esta manera, aunque incumplen la convención de drogas, disponen de argumentos legales para hacerlo. La tercera opción sería la que tomó Bolivia: retirarse de la convención y volver a incorporarse pero realizando las salvedades necesarias de manera que no incumplan el acuerdo. Y la última, la que hizo Canadá: incumplir los acuerdos de forma respetuosa, generando discusión en el marco de Naciones Unidas pero sin modificaciones.
Al igual que ocurre en estos momentos con Marruecos y la regulación de los cultivos de cannabis, surge la duda razonable de cómo se va a gestionar este mercado regulado en un contexto internacional donde no hay regulación.
Es el punto más delicado de la propuesta y creo que aquí debemos aprender de la lección del Acuerdo de Paz para evitar generar falsas expectativas. La regulación en Colombia no va a resolver todos los problemas y, mientras exista una demanda ilegal del producto, existirá una oferta ilegal, porque no es posible exportar legalmente un producto que es ilegal en el país de importación. Pero sí va a generar un espacio para que el Estado pueda competir legalmente con estos otros actores ilegales y que haya incentivos para que los países consumidores cambien su legislación para comprar de manera legal. Incentivos como la recaudación de impuestos, la mejora de la salud pública y ofrecer una opción de manera que se reduzcan los daños a la población, al medio ambiente, que no genere violencia, que cumpla con estándares fitosanitarios o que incluso sea un producto de comercio justo. Son incentivos para que las personas usuarias presionen a sus gobiernos y promuevan el cambio. Algunos países consumidores podrían estar interesados en regular el mercado de cocaína, pero dicen que no lo pueden hacer hasta que los países productores no regulen su producción. Al mismo tiempo, los países productores dicen que quisieran regular su producción pero no lo hacen porque los países consumidores no lo han hecho. Para romper con este círculo, alguien tiene que dar el primer paso, y Colombia cuenta con toda la legitimidad y argumentos para hacerlo.
Coca regulada, paz garantizada
¿Qué le faltó al proyecto?
Pensar en la transición entre mercado regulado e ilegal. El Estado como competidor del narcotráfico irá ganando espacio conforme haya más demanda legal. Pero es muy importante ofrecer alternativas a estas organizaciones ilegales. Si regulamos pero el Estado sigue combatiendo a estos grupos, probablemente siga persistiendo la violencia. Pero si el Estado les ofrece alternativas, tal vez sí. ¿Cuáles pueden ser las alternativas? De nuevo, el Acuerdo de Paz puede ser una referencia para generar mecanismos de justicia transicional que permita a estos grupos armados integrarse al mercado legal porque, al fin y al caso, tienen un conocimiento y una experticia que puede ser útil, pero necesitan oportunidades. La violencia surge porque son jóvenes que no han tenido oportunidades, y este nuevo mercado regulado podría ser la vía para integrarlos y ofrecerles alternativas. Es un tema fundamental pero muy polémico y que quedó fuera del proyecto.
Has tocado un aspecto clave: la oferta y la demanda. En los países consumidores es habitual escuchar “cada vez que te metes una raya, destrozas el Amazonas o financias el narcoestado”. ¿Qué opinas sobre esta afirmación?
Por mucho tiempo también consideré que había una cierta hipocresía en este tema, pero con el tiempo me di cuenta de que no son la cocaína ni el cultivo los que generan el problema, sino la guerra contra las drogas. Es cierto que el narcotráfico genera violencia y deforestación, pero la responsabilidad no es de las personas usuarias, sino de quienes toman las decisiones que decidieron crear un marco de prohibición que genera violencia, deforestación y daños a la salud. A diferencia de otros productos, no existen alternativas ni la posibilidad de boicotear el mercado. Si hablamos de ropa hecha en Bangladesh y la sociedad se une para no comprar ese producto, se produce un impacto en el mercado. Pero con la cocaína no es posible, porque no hay alternativas y, aunque los países consumidores decidan reducir el consumo, el impacto sería irrelevante y el narcotráfico seguiría teniendo el monopolio. El problema no es la sustancia ni quien consume, sino este discurso moralizador que sin querer queriendo termina favoreciendo el actual paradigma. Incluso personas a favor de la regulación mencionan estos argumentos sin caer en la cuenta de que los principales beneficiarios de este discurso son los que defienden el statu quo.
¿Qué riesgo tiene regular principalmente desde argumentos económicos?
Hay argumentos económicos de peso para regular las drogas, como ocurre con la migración. El problema es que la motivación y el fin en sí mismo son puramente económicos y si, por alguna razón, la migración o las drogas dejan de ser rentables para el Estado, se prohíben. Por eso es fundamental promover la regulación con un enfoque de derechos humanos y que se mantenga incluso cuando no sea rentable económicamente. Los argumentos económicos son importantes y pueden ser útiles para la causa, pero no deberían ser la motivación principal.
¿Algún feedback que te sorprendiera?
Cuando presentamos el proyecto, me llamó mucho la atención el mensaje de un policía a punto de retirarse. Sabía que existían policías antiprohibicionistas, pero no sabía que existiera este posicionamiento en la policía de Colombia. Obviamente existen, pero son voces muy ocultas. El tipo decía que llevaba toda su vida en la Dirección Antinarcóticos y había visto caer a muchos compañeros. Tenía la certeza de que la lucha no funcionaba y fue muy inspirador que dijera: “Ustedes escribieron el proyecto de ley que yo hubiera querido escribir”. Es una muestra de algo que poca gente piensa pero que es muy cierto, y es que una de las principales víctimas de la guerra contra las drogas son los policías. En Colombia no queda claro porque los grupos políticos que respaldan el enfoque actual también son aquellos que suelen tener bastante apoyo por parte de la policía. Creo que, si realmente hay interés en el bienestar de la policía, deberían reducir los riesgos a los que se exponen y enfocar sus acciones en actividades que sean más útiles para la sociedad y en las que ellos también se sientan más útiles. Debe ser muy frustrante dedicar toda tu vida a algo que sabes que no funciona, en términos de moral y de autoestima, pero también de una adecuada gestión de los recursos públicos.
¿Qué ha supuesto para ti esta experiencia?
Este proyecto ha sido como fusionar por fin mis dos pasiones, la economía y los derechos humanos. La regulación de la cocaína implica saber de economía, pero también plantearse por qué lo estamos haciendo y cómo lo vamos a hacer para preservar los derechos humanos. El proyecto de ley de coca es una propuesta pragmática de cómo regular para que sea económicamente sostenible pero también teniendo en cuenta aspectos de justicia social para las personas que han sido víctimas del conflicto y aquellas que han sido marginadas por parte del Estado y de la sociedad colombiana.
Recomiéndanos un libro sobre drogas.
Diccionario de drogas, de Zara Snapp.
¿Planes de futuro?
Estoy acabando la maestría de Políticas Públicas en Chicago. Así que regresaré a Colombia y espero poder viajar un tiempo. Sigo en la disyuntiva entre economía y derechos humanos y buscando más bien la opción de un proyecto de economía CON derechos humanos.
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