El 2 de octubre los colombianos rechazaron el acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno. Esa noche, muchos partidarios del sí en el referéndum marcharon en Bogotá hacia la plaza Bolívar gritando: “¡Pueblo campesino, la paz está contigo!”. Los campesinos son una fuerza social y política en Colombia, una clase clave en el conflicto, de ahí que dos de los cinco capítulos del frustrado acuerdo de paz fueran relativos a la agricultura.
En el noroeste de Colombia, cerca de la frontera con Panamá, Chocó es uno de los departamentos que ha estado más expuesto a la violencia de la guerra. Diez años atrás el programa gubernamental Guardabosques benefició a los campesinos de la zona, que decidieron dejar los cultivos de coca y sustituirlos por otros, como el del cacao, que hoy domina el paisaje de muchas áreas del Chocó. El fotógrafo italiano Nicolò Filippo Rosso y la periodista francesa Laurence Cornet, en un momento decisivo para la paz en Colombia, se adentran en Arquia, una pequeña comunidad indígena de la selva del Chocó para documentar la cosecha y las formas de vida en torno al cultivo del cacao.
Ilumina la noche la luna en cuarto creciente y un grito se impone al cántico como de videojuego de las ranas. Samuel, agricultor de treinta años de Arquia, en el departamento noroccidental del Chocó, en Colombia, estaba practicando la pesca submarina junto a su esposa, con un frontal luminoso ajustado a la cabeza. Como es tradicional en la región, buceaba a pulmón y trataba de capturar tantos peces como podía en cada inmersión: extraía del arpón los peces cazados, se los colocaba entre los dientes y, cuando conseguía unos pocos, los sacaba rápidamente a la superficie. Aquella vez, sin embargo, el pez gato espinoso que había atrapado se liberó de la fuerte mordida del pescador y terminó colándosele hasta la garganta, donde quedó atorado, sin poder seguir avanzando ni volver a salir.
Arquia es una pequeña comunidad indígena formada por unas setenta familias, a poco menos de diez kilómetros del pueblo más cercano, Unguía. Llegar a la aldea lleva unos treinta minutos en motocicleta y otros treinta a pie, entre lodazales. Sin embargo, hicieron falta tres horas y ocho hombres para trasladar a Samuel a un hospital, en unas parihuelas que terminarían convirtiéndose en su lecho de muerte. El espinoso cuerpo del pez que se rebullía en el interior del esófago, luchando también por sobrevivir, impedía respirar a Samuel, que murió camino de urgencias. Al día siguiente, otros diez hombres lo trasladaban en las mismas parihuelas al cementerio. El silencioso y colorido cortejo atravesó el río; el cuerpo inerte se balanceaba sobre el agua revuelta al ritmo de la corriente. En un recipiente hecho del fruto del totumo se quemó una mezcla de achiote y cacao.
El cacao es originario de las regiones tropicales de América central y del sur. Lo consumieron, por ejemplo, los primitivos mayas, que lo usaban para elaborar una bebida ritual consumida colectivamente durante las ceremonias matrimoniales. Además, las semillas secas servían como moneda de cambio. Más al sur, los nativos kuna de Arquia siguen empleando esas semillas del cacao para determinados rituales o como medicina: se queman para ahuyentar la migraña o se mascan para aliviar el dolor de garganta. No obstante, como la mayoría de los agricultores del Chocó, los kuna cultivan hoy el cacao casi exclusivamente para su venta. Los árboles, que de manera natural alcanzan entre siete y diez metros de altura, son cultivados para que no crezcan demasiado y en cada hectárea de tierra se planta un número determinado de árboles: exactamente 721.
Las familias guardabosques
Las matemáticas y la política entraron en el debate del cacao en Colombia hace unos diez años, cuando el gobierno puso en marcha un programa de apoyo financiero a los agricultores cacaoteros del Chocó con el fin de reducir la participación de los grupos armados en el narcotráfico. El llamado Programa de Familias Guardabosques apoyaba el desarrollo de cultivos alternativos y sostenibles en regiones con gran potencial para el cultivo de coca, la planta de la que se extrae la cocaína.
El Chocó es el departamento más verde y húmedo de Colombia, y por ello se convirtió en uno de los principales objetivos del programa. Sería sencillo fumigar una hectárea o dos de tierra, cultivar provisionalmente coca y recuperar las características selváticas del terreno, de no ser por el gigantesco negocio maderero ilegal que se desarrolla en las profundidades del bosque tropical. Paradójicamente, el Chocó es la región más pobre del país, dado que su densa masa boscosa ha sido escenario de un conflicto de alta intensidad de cinco décadas de duración. En el conocido como Tapón del Darién se interrumpe la carretera panamericana: ninguna empresa internacional se ha atrevido a entrar en la región. La virginidad de la selva quizá se vea amenazada por la paz, pero por ahora solo se atreven a cruzarla los inmigrantes más desesperados.
Plantar coca ofreció un importante sustento económico hasta el 2006 o el 2007, cuando se empezó a promover el cacao como producto sustitutivo de grandes perspectivas económicas
Durante años, obligados a elegir entre emigrar o resistir la violencia interminable entre guerrillas y paramilitares, los lugareños se han enfrentado a desplazamientos o a una penosa supervivencia basada en la agricultura de subsistencia. Muchos accedieron a plantar coca, cultivo que ofreció un importante sustento económico hasta el 2006 o el 2007, cuando se empezó a promover el cacao como producto sustitutivo de grandes perspectivas económicas. Todo ello antes de la sorprendente moda que al parecer se ha extendido por Europa y Estados Unidos el verano pasado: “La cocaína está pasada, digan hola al cacao. Los berlineses parecen haber adoptado el chocolate como nueva droga de moda y lo esnifan en fiestas de música electrónica a lo largo y ancho de la ciudad”, leíamos el pasado mes de agosto en un artículo publicado en la revista Dazed & Confused.
Del árbol a la mesa o a la discoteca
Los estudios científicos demuestran que, para que el cacao en crudo coloque tanto como la cocaína, habría que meterse una cantidad equivalente a varias decenas de kilogramos. O sea, que antes de causar ningún efecto nos provocaría una indigestión. De cualquier manera, muchas discotecas están ofreciendo la sustancia en formato líquido o en cápsulas, y afirman que ofrece un nuevo tipo de subidón al fiestero, pues incrementa la sensación de euforia y relaja la musculatura. En cualquier caso, Los “chocohólicos” ya existían antes de la llegada de estos nuevos adictos en potencia, y el cacao ha sido rentable desde el mismo momento en que nació el chocolate. Salvo por los periodos en que se dieron problemas importantes de suministro, a finales de la década de 1970 y de nuevo entre el 2009 y el 2011, el precio en dólares a largo plazo del cacao ha sido muy estable desde finales de la década de 1950: unos 2.500 la tonelada métrica.
Para obtener esa cantidad de cacao hay que seguir un largo proceso y armarse de paciencia. Los frutos, de unos veinte centímetros de longitud, crecen directamente del tronco o de las gruesas ramas del árbol y poseen un sólido pedúnculo que no es posible romper agitando el árbol, aun mecánicamente. Es necesario usar un machete o un cuchillo afilado, y disponer de un ojo bien entrenado, pues el fruto del cacao tiene la particularidad de desarrollarse a lo largo de siete meses y presenta heterogéneas etapas de madurez.
Para recolectar el fruto producido por un cacaotal de una hectárea hacen falta entre seis y diez personas, que en el Chocó suelen formar parte de una misma familia o comunidad. Machete en mano y cesta de mimbre a la espalda, los recolectores localizan y cortan una a una las coloridas y pesadas mazorcas. Cada variedad se distingue de las demás por un prosaico código numérico (51, 45, 41), así como por los cálidos tonos de amarillo, naranja, rojo, verde o morado. Finalizada la jornada, quedan las mazorcas amontonadas en una enorme y caótica pila, a la sombra de un árbol.
El mismo grupo de trabajadores se reunirá la semana siguiente para continuar con la segunda etapa del proceso, sentados sobre un tocón muerto o un tronco cortado: se trata del “despulpado”, como lo llaman los cacaoteros, a los que da ocasión de disfrutar de una amena charla. Uno de los recolectores lidera al grupo haciendo crujir las mazorcas periódicamente; cada uno tiene su estilo: algunos cortan el fruto horizontalmente con un machete o lo cascan verticalmente con una especie de porra. Una vez abierto, el fruto ovoide, de perfil hexagonal, deja ver entre 30 y 50 semillas envueltas en una pulpa blanca y viscosa, de sabor dulce. Del grosor de un dedo pulgar, las semillas se recogen en grandes cubos y, al final de la jornada, se vierten en contenedores de fermentación, se cubren con hojas de platanero y se dejan reposar durante cinco días. En el proceso de fermentación no se sigue ninguna ciencia estricta: los contenedores suelen ser cajas de madera, aunque también las hacen en versión low-tech con viejos refrigeradores, lo que evita al agricultor tener que diseñar y construir una estructura a mano.
Durante años, obligados a elegir entre emigrar o resistir la violencia entre guerrillas y paramilitares, los lugareños se han enfrentado a desplazamientos o a una penosa supervivencia basada en la agricultura de subsistencia
Terminado el proceso de fermentación, se extiende en torno a las cajas un fuerte perfume alcohólico. Las semillas se han secado y las pulpas se han oscurecido. Se han templado y han adquirido una temperatura cercana a la del cuerpo humano, una consistencia pegajosa y tono rojizo. Aún deben secarse más. Durante otros cinco días (rara vez es menos tiempo, dado el alto nivel de humedad en el Chocó), las semillas se extienden sobre unas mesas de entre treinta y cincuenta metros de largo. Protegidas de la lluvia por unas cubiertas de plástico rígido, se entremezclan tres veces al día. El siguiente paso vuelve a exigir cierto esfuerzo físico: hay que agitar las semillas sobre un cedazo para separar los redrojos y luego embolsar las semillas en sacos de yute de 61 kilogramos, tal y como requieren los mercados tanto nacional como internacional. Con ese peso a la espalda, el recolector luce en el rostro un rictus de dolor y las mulas trastabillan. A lomos de bestias, en barca y camión, el cacao en última instancia se abre camino hasta Medellín, desde donde su amargo aroma se distribuye por todo el mundo.
La receta de Ángela y el futuro de la paz y del cacao
El olor a cacao adquiere, cuando se cocina, el adictivo paladar que tanto gusta a la mayoría. Tiene un don especial en esto Ángela, agricultora de setenta y siete años de la localidad de Pavarando, que cultiva cacao exclusivamente para consumo familiar. Su receta de chocolate caliente le llena de justo orgullo y es conocida en toda la comarca. Ángela tuesta las semillas en un cacharro tan gastado por el tiempo que se deshace en lascas metálicas como una coliflor, y su marido y sus dos nietas las pelan después, meticulosamente. “Hasta el trocito más pequeño de cáscara echaría a perder el chocolate”, advierte. Ángela añade un poco de canela y unas pocas pimientas negras y, a continuación, muele las semillas de cacao ya limpias con su molino de maíz, que a punto está de caerse a pedazos. La mezcla toma la consistencia de una pasta oleosa, que cuece con harina, agua y leche de vaca fresca, removiendo con un gran cucharón hecho de madera de papaya. Su chocolate artesano no viene envuelto en papel de aluminio. Se vierte en tazas desparejadas, es arenoso y especiado. Casi todo el mundo repite.
Tras el proceso de paz y gracias a las iniciativas para dar apoyo a los agricultores durante este periodo histórico clave, es probable que la industria del cacao en Colombia viva cambios. “Es un proceso cuyo resultado es difícil de prever, especialmente para nosotros los campesinos”, dice Gabriel, productor de cacao de Chigorodó. “En el acuerdo de paz original que se sometió a plebiscito ciudadano el 2 de octubre pasado, se mencionaba una ayuda financiera a favor de los cacaoteros del Chocó”, incide Arturo, administrador de Sapinega, la organización que representa al setenta por ciento de los productores de cacao del pueblo kuna. “Aun así, solo votó el veinte por ciento de la comunidad”, deplora.
Para muchos agricultores, todas esas promesas no son más que propaganda del gobierno. Pese a ser desplazados forzosos, aún no han recibido ni un metro cuadrado de tierra del proceso de reclamación puesto en marcha hace unos años
Para muchos agricultores, todas esas promesas no son más que propaganda del gobierno. Muchos de ellos cumplen los requisitos para ser considerados desplazados, pues se han visto obligados a huir de la violencia en varias ocasiones a lo largo de las últimas décadas, y aún no han recibido ni un peso de dinero ni un metro cuadrado de tierra como resultado del proceso de reclamación de tierras puesto en marcha hace unos años. “¿Por qué crees que el gobierno está haciendo esto?”, pregunta Francisco, agricultor de setenta y siete años que lleva huyendo del conflicto desde antes incluso de sus cincuenta y dos años de duración. En el ámbito de la energía tanto como en el del consumo en general, la política colombiana ha fomentado la inversión internacional a toda costa. USDA y USAID, dos organizaciones no gubernamentales estadounidenses, afirman que su iniciativa común Cacao for Peace supone una “manera de mejorar la cadena de valor del cacao en Colombia, así como de crear oportunidades económicas para el sector estadounidense del chocolate y los dulces”.
En la implantación de la paz hay en juego diversas oportunidades económicas que podrían explicar los muchos acontecimientos de los pasados tres meses: el rechazo a un acuerdo de paz, la perspectiva de un nuevo acuerdo y, en el trasfondo, el asesinato de muchos líderes sociales. El reto es que dichas oportunidades queden distribuidas de manera equitativa. Por ahora, con o sin dudas, muchos productores de coca del Chocó han empezado a desarraigar sus cultivos.