En la penúltima entrega de esta serie me quedé en la algarabía de una madrugada, cuando un fornido colega sometido a incomunicación se lanzó a maldecir la vida con gritos desgarradores, y las mujeres del penal contiguo acabaron coreándole. El verano empezaba a declinar, y al tiempo que el estrépito lastimero me encogía el alma comprendí algo tan prosaico como tranquilizador.
Salvando el porcentaje de psicópatas desalmados, las cárceles albergan sobre todo a no-propietarios y estaban llamadas a despoblarse –como sucedería sostenidamente desde 2009–, porque ya entonces primaba la tendencia a trocar alquileres por plazos de una hipoteca, y en pocos años gran parte de los españoles tendría casa propia.
Por supuesto, aquella madrugada no imaginé ni remotamente que en 2008 la burbuja del crédito pincharía, dejando sobre todo en la estacada a quienes andaban en trance de adquirir dos, tres y hasta más viviendas; pero el coro de lamentaciones se tradujo en mirar por primera vez las cosas desde lentes económicos, y me prometí que al terminar el libro sobre las drogas acometería la tarea de alfabetizarme en esa asignatura. Mi rudimentaria película del asunto daba ya para comprender que el quid era bajar el precio del dinero, y que eso ocurre una y otra vez cuando las sublimes sociedades autoritarias se convierten en pacatas sociedades comerciales. Nuestra reciente entrada en la CEE –UE desde 1993– aseguraba dicho tránsito, y me pareció sencillamente genial, mientras aprovechaba unos tapones de cera casi olvidados en el neceser para soportar no ya el estruendo de aquel preciso momento, sino los quejidos y alaridos crónicos de mi colega suplicando “¡patio, estar con alguien!”, que duraron días, y se vieron seguidos por episodios análogos protagonizados por dos presos más, uno en otoño y otro a principios del invierno.
Aún hoy me pasma el impacto de la soledad y el silencio en tipos de aspecto tan recio, cuya incapacidad para acompañarse provoca síndromes afines a la acatisia, nombre clínico para el impulso de saltar fuera de uno mismo, a menudo terminado en suicidio. Hasta cuatro supermachos he visto mendigar briznas de compañía recurriendo a darse de cabezazos contra el acero de la puerta, conscientes de que solo sangre en abundancia les iba a dar un rato de enfermería, para volver algo después embrutecidos momentáneamente por el ata-nervios llamado Haloperidol. Supongo que ese vacío interior será menos frecuente y agudo en personal no carcelario, aunque me inquieta la generación que hoy se dedica –de la mañana a la noche– a ver cuántos “me gusta” evoca su foto, empezando por mi hija Claudia.
Sea como fuere, la peripecia que empezó para mí en febrero de 1983 coincidió con lo contrario de contraerse el censo penitenciario, en función de que La Droga fue sostenidamente la preocupación pública número 1. Hoy ocupa el puesto 19 –qué cosas tiene la vida–, y aunque más de un tercio siga allí por eso el número total se ha reducido en más del 20%. Cuando ingresé, en 1988, acababa de multiplicarse aproximadamente por siete, a despecho de que entonces despegásemos en términos de prosperidad, porque la incorporación de España a la guerra contra el crimen sin víctima llamado narcotráfico evocó una inaudita explosión de desobediencia civil y yonquismo militante. El ministro Barrionuevo hablaba de, al menos, 100.000 dispuestos cada día a cualquier cosa para conseguir su evanescente fije, y de las 7 personas recluidas en 1975 por ese concepto pasamos a las 54.694 del momento.
Lo insignificante se había transformado en el grueso de la población recluida, superado solo por la suma de rateros, timadores y estafadores, pues las lesiones graves mal llegaban –y siguen llegando– al 15%, y son difíciles de homogeneizar por bifurcarse en actos de arrebato y premeditados. Entonces, como hoy, los reos de atentar contra la salud pública son curritos de mínimo rango –correos y revendedores– de una empresa con ramificaciones planetarias, creada a su vez por la prohibición de trasladar y vender ciertos compuestos, trasladados y vendidos sin inducir el más mínimo foco criminógeno durante siglos cuando no milenios, como ocurre con el opio y el cáñamo. En Cuenca el grupo de correos y camellos se completaba con una sección de atracadores improvisados por la coartada del pico, que murieron prácticamente sin excepción tras recibir el diagnóstico de sida.
Para entonces mi pesquisa histórica estaba llegando a mediados del siglo XX, cuando la profecía autocumplida empezó a rendir frutos como el propio yonqui, y la perplejidad con la cual empecé a estudiar el tema desembocaba en algunas certezas. Para empezar, que la arbitraria satanización de ciertos compuestos es una iniquidad, objetivamente vergonzosa para el género humano, como corresponde a un crimen de lesa humanidad disfrazado de cruzada higiénica, sufragada por el contribuyente sin reparar en el círculo vicioso creado por ella. Se admite que la Ley Seca creó el crimen organizado, pero no que Capone sea un chiste comparado con el imperio de corrupción, crueldad e ignorancia nacido de la Convención Internacional sobre Substancias Psicotrópicas de 1971, cuando una iniciativa restringida a Norteamérica se exportó a todo el planeta, hasta crear el único punto de acuerdo para los bloques integrantes del Primer, Segundo y Tercer Mundo, hermanando a Nixon con Fidel y Jomeini.
Dediqué al tema uno de los artículos mensuales convenidos con El País, que causó cierto revuelo de puertas adentro por rozar la incorrección política, y cuando llegó la clase del día siguiente –tocaba hablar de Isabel II y los liberales para matriculados en Geografía e Historia– más de uno, entre ellos mi infeliz amigo Pirata, me llamó la atención por comparar al tratamiento capitalista y marxista del problema. Como si fuese ayer, recuerdo que propuse hablar de “poblema” –sin la erre– al creado por la prohibición, y acabamos entre risas. Pocas semanas después caía el Muro, dejándonos a todos estupefactos y desolados a bastantes, mientras para Pirata y para mí empezaba la cuenta atrás. Él cargaba con el diagnóstico fatal, y yo con las prisas por terminar como fuese el mamotreto antes de salir, que afearon los últimos capítulos, y me obligarían a reescribirlos para la edición definitiva de 1998 en un solo tomo.
¿Qué me enseñó la cárcel? Ante todo un perímetro en el que las llaves nunca abren desde donde uno está, y toca obedecer. La sociedad encarcelada es tan moral como otra cualquiera, aunque a mi juicio se exagera su grado de rechazo ante ciertos actos –asesinato, terrorismo, pedofilia…–, pues percibí tanta o más indiferencia hacia ellos que la imputable al ciudadano libre. El joven que mató a una vieja para robarla, violándola acto seguido, se mueve por el recinto con ojos que miran siempre hacia abajo, y con eso basta. Cuatro violadores campan por sus respetos, evitando al tiempo llamar la atención, porque solo allí están seguros del todo. Las implacables venganzas del honor carcelario son quizá leyendas, y en todo caso es exigible evitar linchamientos.
El preso de instituciones como el penal de Cuenca no cata ni remotamente los horrores de la reclusión, desde la noche de los tiempos al sistema gulag, y vivir en un entorno proverbialmente feo –por la vulgaridad y rigidez de todos sus elementos– se acompaña de comodidades impensables para buena parte del mundo. Solo puedo felicitarme de ello, y atestiguarlo, cuando los amantes del folletín prefieren lo que sea a su prosaico orden del día, y cuando por fin hay países cuya Constitución consagra el derecho incondicional del reo a rehabilitarse, simplemente cumpliendo una pena que entonces podía ser acortada a la mitad con trabajo y buena conducta. Se dice pronto, pero tomaría centenares de páginas enumerar los obstáculos superados hasta llegar donde estamos.
Concepción Arenal coordinó en detalle el engranaje del perdón magnánimo con buena fe del reo, y quien haya pernoctado en centros de detención distintos de calabozos sabe hasta qué punto parte de los reclusos encuentra en la cárcel contemporánea algo afín al hogar, temporal o permanente. Conocí a unos cuantos –entre ellos un sexagenario acogido a la matrícula gratuita de la UNED– que llevaban décadas entrando y saliendo, según me dijeron por reincidencia en estafa y hurto, aunque tampoco he encontrado un lugar más proclive al embuste, donde literalmente todos alegan ignorar por qué andan presos. Una especie de dialecto caló/lunfardo oculta por sistema lo que indica, y la sorpresa de octubre fue ver desde mi ventana cómo expulsaban a un tal Basilio, que lloraba a lágrima viva en el portón de entrada, asido a una columna porque no tenía dónde ir:
–Llevo veinte tacos entre rejas. ¡No me soltéis al biruji, que mata!
Dos civiles consiguieron meterle en su furgoneta, para depositarlo en Cuenca; pero haber saldado sus cuentas con la justicia tornaba dramáticamente actual la deuda consigo mismo –y los demás– de aquél descuidero al borde de la tercera edad, que se despidió prometiendo volver esa misma noche, “porque atracaré el primer súper donde encuentre a una vieja o una niña en la caja”. Imagino que a su falta de formación y disposición laboral se fue añadiendo Alzheimer, porque asaltar un súper le llevaría a muchos calabozos antes de volver al confort de su celda. Enfrentados a la misma “suelta”, Basilio y yo ocupábamos los extremos opuestos del ánimo. A su tragedia de desperdiciar una vida correspondía mi júbilo por volver al redil de los respetables, tras la procelosa aventura de saber cómo se las gastan algunos asesinos, los arrepentidos profesionales y al menos parte del estamento policial, pues acababan de llegarme noticias sobre los diez años que le cayeron por tratos con los corso-marselleses a Toni –el teniente jefe de los civiles en Ibiza–, que me odiaba cordialmente desde la inauguración de Amnesia.
Mi querido don Vicente, el alcaide, dio instrucciones de que pasara por su despacho antes de salir libre, un martes a principios de enero, cuando la nieve cubría los prados otrora verdes y después resecos. Miré por última vez desde aquella ventana, acostumbrado desde meses atrás a hablar solo, para improvisar una canción llena de ripios con ribetes de sátira e himno, si no recuerdo mal terminada con “¡Y me van a oír ahora los mustios eunucos mandones!”. Para evitar el trance de los adioses no dije nada a mis alumnos, salvo en el caso de Pirata, que había entrado una semana después y saldría otro tanto después. En el vestíbulo estaban reunidos varios funcionarios, a quienes agradecí sus “impecables” atenciones, aprovechando para dirigir al único miserable un “hasta en los mejores rebaños hay alguna oveja negra”. Don Vicente vino a decirme:
–Enhorabuena. Es el caso de rehabilitación social más completa que conozco. Espero que su ejemplo cunda.
–Yo le agradezco con toda mi alma haber podido meter los bártulos de trabajo. Los ordenadores se democratizarán pronto, pero sin el mío todo habría sido mucho más difícil. Que Dios le guarde.
–¡Y a usted!
Por lo demás, me había prometido una travesura libertaria en el viaje de vuelta a casa. Mi mujer me había dejado el Opel Corsa aparcado en la puerta, con algo de dinero y quince pastillas de MDMA bien ocultas, según le dije para recompensar las amabilidades de un funcionario que me inventé para hacerlo admisible. El plan era animar el primer puticlub que encontrase de camino hacia Madrid, y hacia las cinco de la tarde irrumpí triunfalmente en el garito efectivamente más próximo, situado en Perales de Tajuña. No me costó convencer a una dama de que se tomase una conmigo, y una hora después cinco compañeras se habían sumado a la juerga. Como sabrán, el éxtasis no es un afrodisiaco genital –de hecho, retrasa y hasta impide el orgasmo–, pero sí es un formidable creador de simpatía, y tras algún amable roce me despedí regalando las ocho pastis restantes. El jueves siguiente recibí una llamada de mi amigo el gobernador civil, sospechando que quizá tenía algo que ver con el extraño suceso ocurrido en Perales, donde el propietario descubrió a sus chicas regalando copas a destajo, como intoxicadas con algo.
La vida siguió siendo generosa extramuros, y me convertí durante algunos años en alguien muy solicitado por las televisiones, con la moda de debates sobre drogas. Luego empezó a ser un coñazo la etiqueta de experto en el tema, que todavía me persigue a despecho de publicar bastantes libros sobre otros asuntos. En octubre del año pasado –tres décadas y media después de que Pirata apareciese con la pasma vestida de gánster, y al poco el asesino en serie Alain Bernard Cesca–, estaba cenando en un chiringuito ibicenco cuando me abordó el productor de Cuéntame, a quien no conocía de nada. Vino a decir:
–Fui muy amigo del Pirata, y su hermano me pidió que te aclarase un asunto oscuro. Aunque siempre te jurase no saber que eran pasmas, y en efecto no lo supo hasta el final, uno de ellos le chantajeó con lo que más quería –su hija de cuatro años–, sugiriendo que algo podría pasarle si no les llevaba hasta ti. Él pensó que eran traficantes, y que la amenaza se resolvería sin riesgo distinto del aparejado a una compraventa ilícita. En 1993, agonizando, se lo confesó a su hermano con lágrimas de vergüenza y rabia.
Si así fue, y espero conocer a ese hermano de mi amigo para confirmarlo, quizá decida desenterrar el hacha de la guerra. En otro caso convendrá seguir pasando página.