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Del problema al “poblema”

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En 1990, cuando acabé de cumplir la condena por tentativa imposible de tráfico ilícito, Historia general de las drogas –editada entonces por Alianza en tres tomos de bolsillo– había vendido unos sesenta mil ejemplares, y las televisiones apostaron por programas de debate sobre el tema, donde competirían moderadores famosos entonces como Jesús Hermida, Mercedes Milá, Àngel Casas y otros.

En 1990, cuando acabé de cumplir la condena por tentativa imposible de tráfico ilícito, Historia general de las drogas –editada entonces por Alianza en tres tomos de bolsillo– había vendido unos sesenta mil ejemplares, y las televisiones apostaron por programas de debate sobre el tema, donde competirían moderadores famosos entonces como Jesús Hermida, Mercedes Milá, Àngel Casas y otros.

Uno de los pioneros y más seguidos fue el programa Tribunal popular, que iba repasando “asuntos de rabiosa actualidad” si no recuerdo mal en Antena 3, cuyo formato incorporaba al público a través de una centralita telefónica, disponiendo de fiscal, abogado defensor y dos testigos de cada parte. Me parece que el primero o segundo, ampliamente publicitado, se dedicó a “la droga”, y allá nos fuimos Fernando Savater y yo como testigos de la defensa, mientras Javier Nart hacía de acusador público, con un psiquiatra y el gobernador civil de Madrid como apoyos.

Cuando entramos en imagen, los espectadores nos habían puesto las cosas difíciles, con cientos o miles de llamadas que optaban por mantener la guerra contra la droga en vez de derogar la prohibición, ganando por ocho a dos. Hora y media después, tras preguntas y repreguntas, el score había pasado a ser tres a siete, y cuando Savater terminó su último turno de intervención, al cumplirse las dos horas, el marcador se inclinó un punto más, hasta invertir la proporción inicial. Quedaba claro que la audiencia podía cambiar diametralmente de idea mediando algunas explicaciones, las cadenas tomaron buena nota del rating conseguido, y durante el año y medio siguiente raro fue el canal que no dedicase uno o varios programas a lo que entonces era la preocupación número uno del país (bastante superior al terrorismo, aunque ETA atentara prolíficamente), con formatos más o menos sofisticados.

Las televisiones autonómicas no tardaron en sumarse a la moda, pues algunos datos de los que ofrecí en Tribunal popular –por ejemplo, que la población reclusa había pasado de 8.440 en 1975, cuando España se sumó a la cruzada prohibicionista, a unos 75.000 en 1989– causaron sensación tras confirmarlos Instituciones Penitenciarias, y el entonces boyante El País se sumó –aunque fuese de modo implícito– a la onda reformista, reclamando en varios editoriales un debate nacional sobre el tema. Mis tres volúmenes no tardaron en superar los cien mil ejemplares, y resultaban muy incómodos para el principal argumento esgrimido entonces por los prohibicionistas: a saber ¿qué colosal aumento de la sobredosis y el crimen se seguiría de abrir la mano? Lejos de avenirse a esa vaguedad, la historia de las substancias psicoactivas nos traslada del qué pasaría si al qué pasó cuándo, porque al mirarlas de cerca comprobamos que todas alternaron ciclos de panacea con ciclos de vehículo infernal. Nadie discute, por ejemplo, que la “ley seca” americana creó el crimen organizado; pero derogarla no produjo nada semejante a una explosión indiscriminada del consumo, sino que más bien redujo el porcentaje de alcohólicos terminales y, por supuesto, el envenenamiento masivo con alcohol metílico.

Era hora de informar al público sobre evidencias como la pena de muerte que pesó en distintas épocas y momentos sobre café, tabaco y hasta la hierba mate. También procedía aclarar que el opio fue la aspirina romana, a despecho de lo cual ni una sola palabra latina equivale a “yonqui”, mientras al menos una docena de términos nombran al borracho. Todavía más oportuno era recordar las pócimas brujeriles, y que achicharrar a hechiceras montadas sobre escobas elevó su número a la enésima potencia, mientras renunciar a la cruzada contra ellas –sin reconocer nunca el error, sencillamente por circulares internas instando a no incoar nuevas causas– borró de un plumazo la alarma social número uno a lo largo del Renacimiento. No menos sensacional resultó aclarar que nadie ha muerto ni morirá por intoxicación con cannabis, y que no ya la cruzada farmacrática sino todas las cruzadas tienen en su naturaleza ser remedios que agravan infinitamente el supuesto mal a combatir.

En aquel momento me tocó sobre todo a mí defender que también en este terreno la ilustración debe prevalecer sobre el oscurantismo, y confieso que fue una gozada discutir con sucesivos ignorantes, más o menos inspirados por la mala fe. Aprendí a combinar mi banco de datos con paciencia, eligiendo el instante idóneo para cada estocada sarcástica, y cuando la moda del debate televisivo sobre drogas llegó a su auge, si no recuerdo mal con Hermida de moderador y el ministro Barrionuevo como portavoz prohibicionista, el segundo confesó en un descanso publicitario que su estrategia era “interrumpir constantemente, porque te lo sabes todo”. Otro de los contertulios se apresuró a contarlo cuando volvimos a imagen, y los diez minutos siguientes fueron quizá los más divertidos de cuantos haya pasado en un estudio.

I

La notoriedad obtenida no tardó en lograr que me felicitasen y maldijesen por la calle, como cuando un joven me espetó “Mataste a mi hermana con el caballo”, mientras esperábamos que el semáforo cambiase de color. La ventaja estuvo en que me ofrecieran dirigir dos cursos de verano en El Escorial, abriendo con ello las puertas para invitar a mis queridos Albert Hoffman, Thomas Szasz y Jonathan Ott en el primero, y en el segundo a los recién mencionados y a Alexander Shulgin, seguido al poco por Ernst Jünger. Los cursos batieron todos los récords de inscritos, y tendré ocasión de comentar las fantásticas sensaciones de la parroquia cuando prácticamente todo el Hotel Felipe II –incluidos azafatas, barman y recepcionista– optó por la excursión psiquedélica. Olvido Alaska puede confirmarlo, como Rafael Argullol y al menos medio centenar adicional de ponentes e inscritos, felices ante la posibilidad de elegir entre el ácido que trajo Ott, la psilocibina de Albert y varias especialidades de Shulgin, entre ellas MDMA, 2-CB y 5-meo-DIPT.

Tribunal Popular
Tribunal Popular, un programa de TVE 1.

No hubo un solo mal viaje, y aquella orgía conceptual se grabó como una muesca indeleble en la culata del revólver metafórico que esgrimimos los libertarios, cuando mustios eunucos y fanáticos del autoritarismo pretenden doblegar la curiosidad del prójimo con miedo de puertas adentro y represión de puertas afuera. Teniendo noventa años a la sazón, Albert se ligó a una joven alumna, y hasta que rayó el alba no dejó dormir a nadie en los cuartos contiguos, porque el cabecero de las camas estaba suelto y sus empellones retumbaban uno por uno. Me recordó lo que decía Julio César de los helvecios, condenadamente duros de vencer porque ninguno se daba la vuelta, aunque fuesen los de menor estatura entre las tribus germánicas. En los anales de nuestra resistencia al cruzado antidroga, aquel viaje colectivo destaca de modo indeleble, y quizá vuelva sobre él si Olvido tiene la bondad de ampliarme la memoria.

También convendrá prestar una atención personalizada a Szasz, Ott, Hofmann, Shulgin y Jünger, que me honraron con su amistad y son el origen de la infraestructura resistente española, manifiesta a través de Cáñamo, entre otras instituciones. El lector puede imaginar con qué satisfacción urdí los cursos, tras la temporada entre rejas y en la pleamar del combate televisivo, disfrutando cada minuto de la alegre insumisión. Vale la pena tener presente también que las televisiones fueron evolucionando en formatos, y a partir de 1992 desapareció el debate entre cuatro o cinco, convertido progresivamente en gallinero de gentes consultadas a veces por teléfono y en todo caso muchas –según me dijo un productor– para “hacerlo más ameno”, a lo cual reaccioné pidiendo mi cheque por adelantado, pues cada vez intervenía menos tiempo, y sufrir la vulgaridad rampante merecía compensación.

II

De hecho, supuse que la boga de discutir la prohibición estaba a punto de cesar, y los reality shows se enseñorearían de su espacio, pero me equivocaba. Dos años más duró la variante que cabe llamar del hereje enfrentado a madres contra la droga, donde mi caché se dobló ante la pantomima de un locutor aparentemente neutral, un amplio panel de invitados a bocadillo con refresco –por supuesto, atento al regidor para aplaudir o abuchear– y una fila de señoras indignadas ante substancias que raptaban a sus incautos hijos, tan inocentes ellos. Las autonómicas se aficionaron a hacer un programa por trimestre, como mínimo uno por semestre, y allá me iba a Santiago, Bilbao, Sevilla, Valencia o Barcelona, estimulado por un cónyuge muy dado a gastar y –debo admitirlo– por perspectivas remotas de ligue, pues el matrimonio comenzaba a naufragar.

Público asistente a Tribunal Popular
Público asistente a Tribunal Popular.

Durante la media hora previa a cada emisión era cómico compartir los infumables canapés, y cervezas calentorras, con el comité provincial de Madres contra la Droga, que muy digno en su rechazo del profesor tóxico se mantenía lacónico a la espera de cantarme las cuarenta cuando procediera. No estaba prohibido fumar, podía entonarme con un par de güisquis, y al segundo programa de esa índole acudí ya con fotocopias de mi artículo “Carta a la madre de un toxicómano”, publicado por El País, que depositaba en la mesa central para su información. Alguna dama le echó mano brevemente, mientras movía la cabeza en sentido negativo, y no recuerdo que ninguna hiciera ademán de terminarlo.

Sin embargo, acabé recitándolo como un loro cuando el tercer güisqui –ya en directo– empezaba a mermar facultades, y el escenario repetía monótonamente su secuencia. El moderador/a revelaba su escándalo por mi condición “prodroga”, las señoras de lavar y marcar soltaban parrafadas acusatorias, seguidas por abucheos del panel, y pronto comprendí que lo más irónico era contestar con monosílabos, pues forzaba preguntas del moderador y con ellas oportunidad para contestar, felicitándole de paso por la imparcialidad del programa. Me parece que en Sevilla estaba cuando una señora dijo:

–Y usted forrándose a costa de nuestros hijos.

–Yo tengo seis, señora, y ninguno me toma el pelo con la coartada de irresponsabilidad que usted defiende.

–¡Es que no se da cuenta del poblema!

–Sí me doy cuenta, señora, pero quizá parte del poblema es usted. Tres hijos yonquis en la cárcel apuntan a que el poblema podría ser soportarla sin mediar algún analgésico.

Qué tiempos aquellos. Con la moda draculina de la aguja desaparecieron casi todos los acogidos a la coartada, y desapareció Madres contra la Droga. Al fin y al cabo, hoy la droga no es el enemigo público número uno sino el decimoséptimo, aunque el rumor de aquellos años bastaría para mantener encarcelado veintinueve años a Laureano Oubiña, reo de traficar con hachís, que recobró su libertad el 6 de marzo de este año. Ningún etarra ha cumplido condena remotamente pareja, y es digno de recuerdo.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #238

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