En el último siglo, la ciencia ficción ha elaborado algunas teorías sobre cómo podría extinguirse la vida en el planeta Tierra. Ataques zombis, colapsos nucleares e invasiones alienígenas son tan solo algunas de las predicciones que tuvieron los autores que imaginaron qué desencadenaría la catástrofe. Pero la respuesta a la potencial desaparición de nuestra especie hoy está más obvia que nunca: el colapso ambiental es inminente y los cuatro jinetes del apocalipsis –aire, fuego, tierra y aire– cabalgan desde nuestro ombligo hacia el destino final. El mundo arde y, aunque la internacional de la derecha lo niegue, los datos matan su relato.
Según el Grupo Intergubernamental de Expertos Sobre Cambio Climático (IPCC), si los países que firmaron el Acuerdo de París cumplieran sus compromisos para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, en el año 2030 el planeta llegaría a una temperatura de 1,5 °C superior a la era preindustrial. Pero no hay tal contención, y la contaminación aumenta cada vez más. Un reciente estudio realizado por Oxfam ha asegurado que el uno por ciento más rico del planeta tan solo ha necesitado los primeros diez días del 2025 para emitir su parte de dióxido de carbono per cápita que le corresponde anualmente, calculada en unas 2,1 t. Se tratan de setenta y siete millones de personas que ganan más de 136.000 € al año y que emiten unas setenta y seis toneladas de CO2 cada doce meses, principalmente, por sus viajes en jets privados.
Otro informe de la ONU, en este caso elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), asegura: “Si los compromisos para el 2030 se cumplieran, el aumento de la temperatura mundial solo se limitaría entre 2,6 y 2,8 °C. Si no mejoramos las políticas vigentes, el mundo llegará a un incremento catastrófico de aumento de la temperatura de 3,1 °C”. Quedan tan solo cinco años para este momento y el panorama es desalentador si se tiene en cuenta que diferentes gobiernos recientemente electos, como el caso de Donald Trump, en Estados Unidos, y Javier Milei, en Argentina, ya anunciaron que se retirarían del Acuerdo de París. Pero ¿qué significa que el planeta aumente su temperatura con respecto a la era preindustrial? Para responder esta pregunta, Cáñamo se comunicó con Ariana Krochik, una joven argentina de veintiséis años, activista ambiental y una de las fundadoras de la organización Consciente Colectivo.

Agostina Barriento prepara desfolia algunas hojas en la última etapa de floración de las plantas para aliviar el futuro trabajo de trimming.
“El 2030 no va a ser distinto a hoy. Va a ser más intenso”, dice Krochik sobre las catástrofes ambientales que han sucedido en los últimos meses. Entonces, enumera: “Precipitaciones que generen peores inundaciones, sequías que hagan perder cosechas, vientos que arrasen ciudades enteras. También tenemos desastres como el que sucedió con la dana en Valencia o el temporal que tapó de agua a Florianópolis, en Brasil. Los calores intensos probablemente no se solucionen con un aire acondicionado. En la Patagonia argentina tenemos incendios cada vez más fuertes”. La activista ambiental recalca: “Estos eventos impactan en la salud de la población, sobre todo, en la gente que vive en condiciones precarias”, y eso porque pierden sus viviendas, trabajos y son propensos a contraer diferentes enfermedades.
“Desde el IPCC dicen que la cara principal del cambio climático son las medidas que el ser humano pueda tomar para ralentizar estos procesos. Pero es muy complicado detenerlos, teniendo en cuenta cómo estamos hoy y la manera que va a afectar a la humanidad en su conjunto. Es imposible afrontar la crisis climática sin cuestionarnos el modelo de producción y consumo de los alimentos, por ejemplo. El sistema alimentario general representa un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero”, dice Krochik, quien a su vez asegura: “Los países del sur somos los grandes acreedores en materia ambiental porque ponemos nuestro territorio para el desarrollo de los países del norte”. Ella explica que en su país existe un modelo de producción que imponen compañías como Bayer y Syngenta a partir del “paquete tecnológico”.
“Para la producción de commodities (soja, trigo y maíz) se utilizan semillas modificadas genéticamente que son resistentes a diferentes agroquímicos, como herbicidas y pesticidas. Lo que hacen es fumigar los campos para eliminar malezas, insectos y hongos: todo. Así se pierde la biodiversidad y esos químicos intoxican a las personas produciéndoles cáncer, malformaciones o pérdidas espontáneas de embarazo. También se contaminan las aguas y los suelos se desertifican. Estas producciones están destinadas a la exportación y no para alimentar a la sociedad. Hablamos de un país que tiene a más del cincuenta por ciento de la población por debajo de la línea de la pobreza”, asegura Krochik.

En un cultivo living soil no se utilizan agroquímicos. Por el contrario, se aprovechan los organismos vivos de la naturaleza para generar suelos fértiles y libres de plagas
Este modelo productivo también requiere el desmonte de los bosques para cultivar las plantas, lo que implica un círculo vicioso que vuelve más problemática la crisis ambiental. “Cuando hay precipitaciones, las inundaciones son peores porque no existen los espacios verdes que absorben el agua”, explica la activista ambiental.
A pesar del desalentador panorama para el futuro, Krochik no espera el apocalipsis en el sofá de su hogar. Ella trabaja cada día para que la sociedad tome un cambio de rumbo. Pero ¿cuál es el camino? La activista ambiental responde sin vacilar: “La soberanía alimentaria es un modelo deseable: es un concepto que surgió de la contracumbre de la alimentación del año 1996 y que fue propuesto por la Vía Campesina, una organización internacional de pequeños productores. Habla del derecho de cada pueblo a decidir sobre sus propias formas de producción y consumo para garantizar una alimentación adecuada. No hablamos de mercancías, sino de un modelo que sea armonioso con el ambiente y la sociedad”. Un caso concreto de este sistema es el Bar Saludable VENI. Y cuenta: “Un grupo de estudiantes de la Universidad de Buenos Aires recuperaron un espacio abandonado y construyeron una huerta agroecológica. Venden viandas con bebidas a dos mil pesos (1,2 €). Esta iniciativa, en el medio de una ciudad de cemento, es muy interesante y uno se da cuenta de que es posible comer bien, natural y barato”.
Este bar es tan solo uno de los cientos de ejemplos que se pueden mencionar sobre las posibilidades de adoptar un modelo de producción que esquive la maximización de las ganancias a partir de la utilización de los agroquímicos. Esta filosofía también ha llegado al universo del cannabis y, en Argentina, es un fenómeno cada vez más grande.
La naturaleza de un club

Luana Pruyas es la encargada de la sala de vegetación de la Asociación Civil Culta.
Culta es una asociación civil que produce y dispensa marihuana para personas que están inscriptas en el Registro del Programa de Cannabis (REPROCANN), dependiente del Ministerio de Salud argentino. Fue creada hace poco más de tres años por un grupo de jóvenes activistas de la planta y en la actualidad tienen unos ciento doce asociados en su sede ubicada en el barrio porteño de Almagro. Esta ONG tiene varios aspectos interesantes, como su organización horizontal o los económicos precios que ofrecen para sus cogollos, resinas y aceites. El gramo de flores cuesta alrededor de tres euros. Pero una de las características que los hace únicos es que ellos fueron el primer club del país en cultivar bajo el método del living soil. “Para nosotros, la clave está en el suelo. No trabajamos con insumos, sino con procesos”, cuenta Cristian Borgo, de treinta y un años, y uno de los fundadores de Culta, que invita a Cáñamo a conocer la sala donde el suelo está vivo.
El primer lugar que se encuentra en la sala de cultivo es un espacio que tiene unos cuatro bolsones que almacenan hasta quinientos kilos de sustrato cada uno. “Después de cosechar, traemos todas las macetas y las tiramos en los bolsones. Hacemos un proceso de enmendado, tanto biológico como mineral: hay compost, humus, inóculos de microorganismos con microkashi, carbón vegetal (biochar) y rocas molidas. Permanecen dos meses en regeneración y se establecen condiciones de humedad. Tienen luz para que crezca vegetación, así se mantiene viva la micorriza y se genera la nitrificación del suelo; alivianamos con vermiculita, perlita y fibra de coco. También ponemos cobertura con once especies diferentes de tréboles y otras plantas. Se van agregando por capas”, cuenta Borgo sobre un proceso de regeneración del sustrato ya utilizado, que, cuando esté listo para comenzar el nuevo ciclo, se eleva con un montacargas para depositarlo en una tolva de acero que finalmente expulsa por un agujero el sustrato hacia las macetas. “Todo es material reciclado: cosas de la industria que se guardaron porque están hechas de metales. Nosotros diseñamos todo el sistema y lo soldamos. Así hacemos los trasplantes de forma más cómoda y segura”, agrega Borgo, más conocido en las redes sociales como Cris Roots.
Al costado del espacio de reciclado de suelo hay una cortina de plástico. Al traspasarla, se observa un cartel sobre una puerta metálica con inconfundibles indicios: sala de vegetación. Pero antes de ingresar en este espacio intermedio hay que desinfectarse rociándose alcohol diluido en agua y se deben colocar cofias en la cabeza. Borgo cuenta que esta práctica les redujo las plagas que pueden invadir las plantas, sobre todo, en las épocas calurosas.
“Nos oponemos a la agricultura en general trabajando con consciencia. Hoy tenemos un producto orgánico que nos caracteriza y lo defendemos”, dice Cristian Borgo, de la Asociación Civil Culta.
En el cuarto de vegetación y propagación se encuentra Luana Pruyas. Tiene veintiocho años y es la encargada del crecimiento de las plantas. Es una persona delgada que no pasa el metro sesenta de altura, pero que levanta macetas de veinte o treinta kilos con una habilidad admirable. Pero sobre todo es metódica, y la prueba de esto es el registro de su trabajo, que tiene en una tableta. “Acá tengo mi trazabilidad. Hoy maté a dos madres y las catalogué como ‘jubiladas’. También tengo el fenohunting que voy haciendo de cada planta, en cuánto a genéticas y fenotipos. Mis criterios para seleccionar las que pasen a flora están determinados por su estructura, porcentaje de enraizamiento y, después, la producción de cogollos. Vamos calculando todo y vemos qué nos sirve más”, cuenta Pruyas.
Su misión principal es seleccionar las 162 mejores plantas que van a pasar a la sala de floración. Además, ella elige las más óptimas para ser esquejadas y mantener los clones. Cuenta que no estudió nada relacionado con la agricultura. “Mi conocimiento como autocultivadora era tener una planta, darle la papa (fertilizantes) y ya. Cuando llegué acá, hace dos años y medio, me voló la cabeza. Primero, porque la naturaleza me encanta, y ver que una planta necesita solo lo que tiene en el suelo me pareció un flash. Hice cursos sobre regeneración de suelo”, dice sobre la formación Agricultura Regenerativa, que se realizaba en la Universidad Nacional de Quilmes, pero que se ha suspendido ante el recorte presupuestario en educación del gobierno de Javier Milei. “Pero fui aprendiendo acá con los chicos. Siempre se aprende algo nuevo”, asegura Pruyas.
Como si se tratara del búnker del Súper Agente 086, el espacio de cultivo de Culta tiene una nueva puerta que accede a la sala de floración. Allí se encuentran unas 324 plantas; una mitad, desbordante de cogollos violetas y verdes; la otra, recién comienza a mostrar sus primeros pistilos. “Hay algunas que están más avanzadas que otras. Este proceso nos permite cosechar 162 plantas por mes y reducimos el trabajo total –explica Borgo–. Acá tenemos un suelo más liviano porque la planta pasa poco tiempo en maceta de quince litros. Directamente, cuando trasplantamos pasamos a florar. Tienen entre diez y veinte días para hacer el crecimiento final y, cuánto más liviano esté el sustrato, a las raíces les va a resultar más fácil expandirse. Esta es la única diferencia con la sala de vegetación, además del período de luz, con mayor potencia, y la tasa de transpiración, que la tenemos un poco más alta. Hace un poco más de calor, pero lo importante es su relación con la humedad, porque así es como la planta transporta sus nutrientes”, cuenta Matías Cosentino, el mastergrower de Culta.
Otro punto interesante es que la sala de floración tiene un sistema de automatización de riego mecánico. “Cada planta tiene un sensor que es un cono de arcilla. A mayor presión, el sensor se cierra. Y cuando hay menor presión, se abre para que pase el agua. El tanque de agua, doblemente filtrado y con un oxigenador, está en el techo, y este sistema va a funcionar aunque no tengamos electricidad”, cuenta Borgo. En cuanto a la alimentación del cultivo, el equipo de Culta no utiliza nada químico. “Nuestros fertilizantes provienen de la síntesis biológica, que son los microorganismos que agregamos al suelo y van a ir descomponiendo los elementos transformándolos en nutrientes para la planta. Los microorganismos necesitan un medio húmedo”, explica Borgo.

Un cultivo de cannabis en suelo vivo se obtiene un 25% menos de producción, en comparación a los que usan fertilizantes químicos. Pero los costos se reducen más del 50% y la calidad de las flores es superior.
Por mes, esta asociación civil cosecha entre tres y cuatro kilos de flores secas de cannabis. Es un promedio de 25 g por planta. Borgo dice que si utilizaran fertilizantes de síntesis química podrían lograr un veinticinco por ciento más de producción. “Pero esto tiene un costo mucho más bajo, alrededor del cincuenta por ciento. No compramos suelo, fertilizantes ni dependemos de nada de eso. La diferencia del beneficio es alta”, asegura Borgo sobre una práctica que, si bien nació por una necesidad económica al iniciarse el proyecto de Culta, hoy se convirtió en su filosofía. “Justifica hacerlo así por el impacto ambiental, que es un costo que no suele calcularse. La huella de carbono por la elaboración de los fertilizantes, el desperdicio de los plásticos de los envases y el drenaje de las aguas contaminadas de sales son cosas que tenemos en cuenta. Se trata de contribuir de la manera que podemos a no seguir dañando el medioambiente: se contribuye a ponernos del otro lado de la cultura del cultivo, no solo del cannabis. Es la agricultura en general a la que nos oponemos trabajando con consciencia. Hoy tenemos un producto orgánico que nos caracteriza y lo defendemos”, asegura Borgo.
El resultado del cogollo es otra diferencia importante que aporta el cultivo del living soil. “Se nota mucho la presencia del terpeno. La cantidad de compuestos organolépticos es mucho más alta, tiene más sabor”, dice Borgo sobre una opinión que he podido comprobar al final de este reportaje. Después de quince años de consumir cuanta marihuana se me haya presentado delante, es cierto que estas flores de living soil tienen un gusto que estalla en la boca. Se siente limpio, fresco y auténtico, a diferencia de las flores elaboradas con químicos, que todas ellas saben iguales entre sí por las sales con las que fueron fertilizadas. Creo que la comparación más precisa se encuentra entre comer un mango de la selva amazónica y beber un zumo industrial comprado en el Mercadona. “Sabemos que podríamos ser más rentables, pero no lo hacemos en base al mercado. Lo que más nos importa es la calidad. En el aspecto medicinal también es más efectivo y, desde donde lo mires, es mejor. La planta te enseña todo el tiempo y te dice que no sabes nada, así que no la tenemos superclara y nos sale todo de taquito”, dice Borgo.
En el fondo de la sala de floración se encuentra, solitaria, Agostina Barriento, de treinta años. Está desfoliando las hojas satélites de las plantas que están cerca de cosecharse para facilitar el trabajo de la manicura. La materia vegetal desechada la deposita en una cesta. “Esto lo reutilizamos en los bolsones para el reciclado del sustrato. Acá se recicla todo”, explica la joven a la que todos llaman Yiyi (se pronuncia Shishi). “Yo estudiaba aviación; nada que ver. Trabajaba en una oficina normal, hasta que conocí a Cris en una copa cannábica... ¿Dónde más va a ser? Y me propuso laburar acá. Siempre tuve un acercamiento con la planta porque en mi familia la marihuana no era tabú. Pero en Culta descubrí que no es una planta que se fuma y ya”, cuenta.
“Entender la relación que tiene la planta con el suelo me voló la cabeza. Me despertó un mundo, en general: ¿viste las plantas que crecen en el cemento? Estoy impresionada con eso. Cada vez que me encuentro con unas así me digo: ‘no puede ser’. Hay un poquito de vida y ya crece. Veo una hoja amarilla de un árbol y me quedo pensando: qué será”, dice Yiyi. Ante la pregunta si piensa volver a la aviación para ser piloto, ella responde que no lo descarta: “Quizás más adelante lo retome. Hoy me pongo a volar en la sala”, dice.
La clave está en el suelo

“Somos trabajadores del compostaje”, dice el equipo de Cannabunker, que abastecen a más de noventa clubes sociales de cannabis los insumos para el living soil.
Gran parte de los insumos que utiliza Culta, como el microkashi o el biochar, se lo compran a Cannabunker. Este es un proyecto liderado por Tomás Sorz, de treinta y dos años, y que fue creado hace cinco años. Él es uno de los pioneros del living soil en Argentina. En el 2022 fue docente de la Academia Educa y formó a más de doscientas personas como natural grower. Era un curso integral de ocho clases en el que los estudiantes aprendieron desde el efecto que producen los fertilizantes químicos, tanto en el planeta, como en la salud humana, hasta el valor de la microbiología del suelo y cómo preparar fermentos para las plantas con elementos que pueden encontrarse en cualquier cocina hogareña. En la actualidad, Cannabunker abastece a noventa y cinco clubes sociales de cannabis, que se sumaron a la tendencia del living soil con camas de cultivo, mix de coberturas, fermentos, biorrepelentes y compost, entre otros productos para tener un kit completo que nunca perderá su vida útil. Por el contrario, a medida que pase el tiempo se volverá mejor. Sorz consigue algunos de sus insumos biológicos en expediciones que realiza por los bosques patagónicos de Tierra del Fuego, el lugar poblado más austral del planeta. Pero para comprender y valorar el potencial de la naturaleza, este joven argentino tuvo que atravesar un verdadero camino de Sísifo.
Cuando Sorz tenía catorce años, su mejor amigo de la escuela secundaria se la pasaba fumando porros. Él le vivía reprochando su práctica autodestructiva porque su familia le había transmitido que la marihuana era una droga y que las drogas son malas. Pero un día decidió probar una pitada y este fue un evento canónico en su vida. El amargo sabor del prensado paraguayo lo quitó de las cavernas y salió a explorar el mundo del cannabis. Unos años más tarde, junto a sus amigos consiguieron unas semillas e instalaron un indoor en una habitación libre que tenía uno de los compinches que vivía solo por primera vez. El resultado fue un desastre. Un día se olvidaron de regar y las plantas se achicharraron por completo. Pero Sorz no desistió.
En la habitación de la casa donde vivía con sus padres, Sorz podía acceder a un pequeño altillo. Germinó unas semillas y cosechó sus primeras plantas ahí, a escondidas de su familia. Después de un viaje por España, se trajo consigo unas genéticas e invirtió un gran dinero en comprar el kit completo de fertilizantes de una marca de primer nivel internacional. Volvió a fracasar por completo y murieron todas las plantas. “Tuve un año y medio de bajón sin cultivar, pero mientras fui recopilando información. Miraba videos de los cultivadores de la vieja escuela de California, como Jorge Cervantes. Empecé a indagar por qué usaban macetones gigantes, y lo primero que me encontré fue con que cortar la tierra mejoraba la respiración. Después, el rol de los tréboles para captar el nitrógeno de la atmósfera y depositarlo en el suelo. Empecé por el valor del suelo y lo orgánico, hasta que llegué a la agricultura natural coreana (sus siglas son KNF, por su nombre en inglés, Korean natural farming). En el 2020, con la pandemia, me puse a estudiar a pleno”, cuenta Sorz.
“Hay algo muy cruel en la industria de la fertilización química: nuestro país es uno de los casos con más gente damnificada por los agrotóxicos. Es impresionante lo que ha pasado y la poca responsabilidad que tienen estas empresas que comercializan sus productos", sostiene Sorz.
La KNF fue creada por Cho Han Kyu, un coreano que en 1965 viajó a Japón para estudiar los métodos de cultivo natural. Este sistema aprovecha los microorganismos nativos (bacterias, hongos, nematodos y protozoos) para generar suelos fértiles que incrementen el rendimiento de los cultivos sin el uso de fertilizantes y pesticidas químicos. “El tipo es un caso de estudio, porque sus campos de arroz agroecológicos son más productivos que los linderos, quienes tienen problemas de plagas y menores cosechas. Él decía que la revolución está en que el suelo no pierda la humedad y no intervenirlo. Además, sus costos eran menores –explica Sorz sobre una filosofía que replica para la industria del cannabis–. Nosotros, en Cannabunker, hacemos esto mismo en nuestra fábrica de Tigre (ciudad ubicada al norte de la provincia de Buenos Aires). En un cultivo con químicos se va a ser dependiente de comprar el sustrato, porque no se puede reutilizar, y fertilizantes. En un sistema de suelo vivo no es necesario; es algo que se compra una vez y sirve para siempre. Con el tiempo se pone cada vez mejor y los insumos que se necesitan para renovarlo son cosas que se pueden hacer con la propia biomasa del cultivo, como el desechado de las hojas –y continúa–: Nuestra visión es la del cultivo regenerativo y el compost es la palabra santa. Somos trabajadores del compostaje y mejoramos las materias primas para hacer más eficientes los procesos de la naturaleza”.
Ante la pregunta sobre por qué es importante adoptar nuevas formas de cultivar la tierra, Sorz asegura: “Hay algo muy cruel en la industria de la fertilización química: nuestro país es uno de los casos con más gente damnificada por los agrotóxicos. Es impresionante lo que ha pasado y la poca responsabilidad que tienen estas empresas que comercializan sus productos. Yo siento que hay un despertar de la gente en que hay que cambiar la alimentación para estar más sanos. El valor nutricional de un suelo vivo es mucho más alto. La industria nos dice que tienen la manera para que el planeta no tenga hambre, pero se desperdician toneladas de comida. Nuestro planeta está sufriendo y, si no lo cambiamos, para los próximos años no va a haber más tierras cultivables”.
En Argentina, la tendencia dominante de la agricultura continúa siendo la concentración de tierras en pocas manos y la utilización del paquete tecnológico para maximizar las ganancias hasta el infinito. Argentina es el país que más glifosato per cápita utiliza en el mundo, a pesar de que se han comprobado los daños que genera en la salud, como el cáncer, malformaciones y abortos espontáneos. Una década atrás, se inició una demanda judicial contra las empresas que impulsan los transgénicos, como Bayer, Syngenta y Cargill, entre otras. Los testigos del caso son un grupo de personas damnificadas de la manera más cruel. Para tomar dimensión de los daños basta con buscar imágenes de Fabián Tomasi, un obrero rural y símbolo de los estragos que pueden generar estos químicos. Él era uno de los impulsores del juicio y ha muerto antes de que se resuelva. La causa aún duerme la siesta en los despachos de la Corte Suprema de Justicia.
El living soil no es un invento argentino, a pesar de que este maravilloso pueblo suele darle una hipérbole mítica y heroica a cada paso que da por el mundo. En Corea, el referente de la agricultura regenerativa fue Cho Han Kyu. Mientras que la técnica aplicada al cannabis se realizó primero en Estados Unidos, con pioneros como No Till Kings, Florofarms y Subcool. Pero lo que sí es cierto es que en el fin del mundo crece de forma irrefrenable, como un micelio subterráneo, una contracultura que pretende salvar al planeta con el cultivo sustentable del cannabis. Matías Cosentino, el master grower de Culta, lo resume así: “Cuando llego al galpón, a mí me dan ganas de laburar; entrar y meterle, sabiendo que estoy haciendo algo que el día de mañana pueda ser relevante. Al día de hoy me sigo sorprendiendo al ver lo que construimos. Al fin y al cabo, la cantidad de gente que hay en el mundo se puede solventar porque cultivan alimentos. Nosotros, desde acá, me da la sensación de que a la larga podemos generar algo mucho más grande que producir churro, ya sea para la industria farmacéutica o para el mundo recreativo. Con los conocimientos que adquirimos y replicamos, quién te dice, a la larga quizás mejora el proceso de producción de alimentos. Ahora se desertifica todo y cambian los ecosistemas. Lo que hacemos acá puede ser parte de un cambio más grande”.