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La guerra civil contada a través de las drogas

El historiador Jorge Marco acaba de publicar Paraísos en el infierno, la primera monografía que estudia el uso de sustancias psicoactivas durante la guerra civil española tanto en el frente como en la retaguardia.

La guerra civil ha sido uno de los conflictos armados que más literatura ha generado a lo largo del siglo xx. Su importancia como banco de pruebas para la segunda guerra mundial, la intervención o pasividad de los demás países europeos y la instauración de una dictadura de cuatro décadas al final de la contienda, son aspectos que han contribuido a aumentar el interés por un acontecimiento que, en otra coyuntura histórica, no hubiera pasado de ser un asunto local. Entre esa abundante literatura es posible encontrar libros sobre el bando vencedor, sobre el vencido, sobre estrategia militar, sobre los procesos de colectivización anarquista, sobre las purgas realizadas por los grupos comunistas, acerca de la represión de los insurgentes en las plazas que iban conquistando… En definitiva, infinidad de enfoques diferentes sobre un mismo tema, la mayoría de los cuales comparten una característica: la épica.

“La guerra tiende a la épica, tanto en los relatos de los vencedores como de los vencidos. Hasta los años sesenta, los historiadores recogían esos relatos épicos y atendían a las grandes figuras, a los políticos, a las macroestructuras. Sin embargo, más recientemente los historiadores nos preocupamos por otros aspectos de la guerra, por cómo la vivió la gente común y corriente, anónima, ya fueran soldados o civiles”, explica Jorge Marco, profesor en el Department of Politics, Languages and International Studies en la Universidad de Bath. “Ese interés se ha extendido a diferentes áreas de conocimiento de la historia, entre ellas, las guerras. En la actualidad se están escribiendo libros de historia de la guerra que no se enfocan en los grandes generales, en la estrategia o en la táctica, sino en la vida cotidiana”, apunta Marco.

A pesar de estas nuevas investigaciones, la literatura sobre la guerra civil carecía de estudios centrados en el uso de las sustancias psicoactivas en ese periodo y la trascendencia que tuvieron en el devenir del conflicto, tanto en el frente como en la retaguardia. Un vacío que responde al tabú con el que se aborda ese tema en nuestra sociedad y a ese prejuicio que considera que el uso de sustancias psicoactivas en un escenario bélico resta heroísmo a los soldados y los estigmatiza. Cuando se narra el asedio al Alcázar de Toledo entre julio y septiembre de 1936, por ejemplo, se incluye como un logro de los insurrectos que un avión del bando franquista burlase el cerco republicano y lanzase al patio del edificio paquetes con víveres. Lo que no se suele mencionar es que, entre esos productos, se encontraba un cargamento de tabaco, imprescindible para mantener la moral de la tropa y evitar la insurrección.

Paraísos en el infierno
Paraísos en el infierno (Comares, 2021)

Para llenar ese hueco y abordar el conflicto desde un punto de vista novedoso, Jorge Marco acaba de publicar Paraísos en el infierno. Drogas y guerra civil española (Comares, 2021), libro en el que investiga el uso, producción y distribución, durante la guerra y los primeros años de la postguerra, de seis sustancias: alcohol, tabaco, hachís, cocaína, anfetamina y morfina.

“El proyecto nació de la reedición de Salida de las tinieblas. El tema de las drogas siempre me había interesado debido a ese libro de Juan Alonso y al hecho de que mi tía abuela y madrina hubiera trabajado para él. Cuando propuse a Comares reeditar esas memorias, decidí hacer una introducción. En Salida de las tinieblas, Juan Alonso hablaba principalmente de la morfina, pero también del alcohol. A partir de ahí empecé a leer libros de autores extranjeros en los que tenían más importancia la cocaína, la anfetamina. También me di cuenta de que no se había escrito prácticamente nada sobre el tabaco en la guerra civil porque, como no era un producto controvertido debido a que la mayor parte de los hombres fumaban, apenas ha suscitado interés. A medida que iba investigando, me di cuenta de que ahí había un libro. Se lo dije al editor y me respondió que adelante”, recuerda Jorge Marco.

Un momento de solaz y camaradería durante la guerra en el Frente Republicano
Un momento de solaz y camaradería durante la guerra en el Frente Republicano.

Drogas, masculinidad y doble moral

“La cocaína era menos común y su uso más restringido. Sin embargo, cuando alguien caía herido, los médicos utilizaban morfina sin límite. Aunque se conocía que podía crear adicción, no era algo que estuviera demasiado presente”

Además del tema en sí, uno de los atractivos de Paraísos en el infierno. Drogas y guerra civil española es el método elegido por su autor a la hora de realizar su investigación. En ese aspecto, Marco no solo opta por un análisis que deja a un lado juicios morales –lo que hace que, salvo en casos puntuales, se evite hablar de drogas o estupefacientes, prefiriéndose el término sustancias psicoactivas–, sino que incorpora a su investigación elementos sociológicos que explican cuál era el concepto que se tenía de las diferentes sustancias en la época y su vínculo, especialmente en el caso del alcohol y el tabaco, con la idea de masculinidad.

“El tabaco formaba parte de la vida cotidiana desde que te levantabas. Cuando hablabas con alguien, le ofrecías un pitillo, y estaba tan presente en la socialización, que era algo que no le negabas ni al enemigo. Lo mismo sucedía con el alcohol. El vino recorría toda la sociedad española, todas las clases sociales, y no se podía ser hombre si no consumías alcohol. Hay anécdotas sobre gente a la que no le gustaba el alcohol, y menos aún el que se hacía durante la guerra porque había adulteraciones terribles, pero tenían que fingir que les gustaba beber por la presión social”, explica Marco.

La Unión, 10 de octubre de 1936.

A pesar de su importancia en la construcción de la idea de masculinidad, ni el alcohol ni el tabaco eran exclusivos de los hombres. En España, las mujeres habían fumado desde el siglo xviii, aunque, a partir del xix, esa libertad se vio limitada por una ola de conservadurismo que consideraba que las mujeres respetables no debían hacerlo en público. “Las milicianas fumaron sin problemas en público durante el tiempo que estuvieron en el frente y hasta que la escasez en la zona republicana provocó que las autoridades prohibieran por ley que las mujeres tuvieran acceso al tabaco. En la zona franquista, donde la escasez era menor, no se llegó a aplicar una norma semejante, pero sí hubo una ley no escrita que veía mal que la mujer fumara. En todo caso, tanto en el caso republicano como en el franquista, siguieron fumando a escondidas”.

Ejemplos como este demuestran que, a pesar de las notables diferencias ideológicas de ambos ejércitos, en lo que se refiere a la gestión de las sustancias psicoactivas, tanto el bando republicano como el franquista tomaron decisiones muy semejantes. Mientras que la propaganda de anarquistas y comunistas invitaba a la abstinencia apelando al hombre nuevo liberado de veleidades, y los tradicionalistas recurrían a la idea del monje soldado con el mismo objetivo, en la práctica, el alcohol, el tabaco, la morfina y el hachís corrieron libremente por las trincheras e incluso fueron proporcionados por el propio Estado Mayor.

El afán moralizador también formaba parte de los anarquistas. En la imagen un cartel de las Juventudes Libertarias  pidiendo que se cerrase el bar, “vivero de la chulería”, la taberna, “atrofia y degenera el espíritu combativo”, y el baile, “antesala del prostíbulo, matando las energías del joven luchador”. Y también pedían que fueran cerrados  los cines y teatros que no dedicasen su labor a la lucha antifascista.
El afán moralizador también formaba parte de los anarquistas. En la imagen un cartel de las Juventudes Libertarias  pidiendo que se cerrase el bar, “vivero de la chulería”, la taberna, “atrofia y degenera el espíritu combativo”, y el baile, “antesala del prostíbulo, matando las energías del joven luchador”. Y también pedían que fueran cerrados  los cines y teatros que no dedicasen su labor a la lucha antifascista.

“Los dos bandos defendían que, si eran tan buenos combatientes, era porque tenían ideas. Eso provocaba que el discurso oficial no pudiera asumir abiertamente el empleo de alcohol, porque hacerlo suponía aceptar que los soldados se lanzaban al campo de batalla no porque persiguieran un ideal, sino porque estaban borrachos y eso rompía el relato épico. Lo mismo sucedió con la cocaína y la morfina, cuyos atributos eran tan negativos, que nadie estaba dispuesto a reconocer que sus soldados las utilizaban. No obstante, sí que se recurrió a las drogas para denigrar al enemigo a través de la propaganda, que afirmaba que sus tropas sí las necesitaban para luchar. Con el tabaco o con el kif, sin embargo, no sucedía lo mismo. En el caso del primero estaba tan naturalizado que apenas se hacían referencias a él; en el segundo, no se consideraba un elemento peligroso, sino un cigarrillo gracioso que fumaban los legionarios y los moros”.

Aunque tanto un bando como el otro acabaron comprendiendo que era necesario amoldarse a los hábitos de consumo de la sociedad y de los soldados, las diferencias ideológicas entre ambas facciones jugaron un papel trascendental a la hora de poner en práctica esas políticas. Mientras que para el bando republicano transigir con el uso de las drogas generó un gran conflicto moral entre sus simpatizantes, que entendían que estaban contraviniendo sus ideales, el franquismo optó por el pragmatismo y la doble moral.

Dos soldados fumando en las trincheras (Archivo Biblioteca Nacional).
Dos soldados fumando en las trincheras (Archivo Biblioteca Nacional).

“Los franquistas fueron mejores en esa negociación porque partían de una cultura legionaria y africanista que ya había abordado este tema. Franco y Millán Astray, los dos antialcohol, habían aprendido la importancia de esta sustancia y del hachís en las guerras africanas y lo habían incorporado a su cultura militar. Para ellos se podía beber como un cosaco, siempre que no se llegase a la borrachera y no se rompiera la disciplina. Los republicanos, sin embargo, tenían menos armas a la hora de enfrentarse a este dilema porque no lo habían hecho nunca. Hasta los médicos republicanos tuvieron que aceptar que no se podía prohibir el alcohol porque causaría mayor daño y que, antes que luchar contra ello, era mejor recomendar un consumo moderado”.

Drogas y escasez, el eterno problema

"La propaganda de anarquistas y comunistas invitaba a la abstinencia apelando al hombre nuevo liberado de veleidades, y los tradicionalistas recurrían a la idea del monje soldado con el mismo objetivo. En la práctica, el alcohol, el tabaco, la morfina y el hachís corrieron libremente por las trincheras e incluso fueron proporcionados por el propio Estado Mayor"

Junto con las autoridades militares, la institución médica tuvo un importante papel en el uso de las drogas durante la guerra, especialmente en lo que se refiere a la cocaína y la morfina, presentes en todos los hospitales y botiquines de campaña. “La cocaína era menos común y su uso más restringido. Sin embargo, cuando alguien caía herido, los médicos utilizaban morfina sin límite porque, tal y como sucede hoy en día, no tenía comparación como paliativo del dolor. Además, aunque se conocía que podía crear adicción, no era algo que estuviera demasiado presente, al menos en España. Sí hay, por ejemplo, una anécdota sobre un brigadista judío que tenía una herida realmente grave que pidió que no le pusieran morfina porque temía engancharse, pero no era lo habitual”.

Ajenos a las adicciones, el principal problema al que se enfrentaron tanto franquistas como republicanos en relación con la morfina y la cocaína fue el abastecimiento. Si bien en julio de 1936 una de las primeras medidas de ambos ejércitos fue salvar la cosecha de vino para garantizar la producción en los meses posteriores, el desarrollo de la industria farmacéutica de la España de los años treinta era muy precaria y, en un escenario bélico, sintetizar esas sustancias resultaba una labor imposible.

“El modelo de producción farmacéutico español se había quedado anclado en la vieja alquimia. Las fórmulas magistrales se hacían en los almacenes de las farmacias, que no tenían capacidad para fabricar productos químicos complejos como la morfina y la cocaína. El primer laboratorio de morfina de España se inauguró en Madrid en 1936, y para ello fue necesario traer a un químico polaco que habían reclutado de la Universidad de Toulouse”, explica Marco, que señala cómo estas carencias en el ámbito civil también se dieron en el ámbito castrense: “Aunque después de la primera guerra mundial se había enviado a militares al extranjero para adaptarse a los nuevos métodos, el ejército seguía muy retrasado. Solo había un gran centro farmacéutico militar en Madrid y, por tanto, en manos republicanas. Los franquistas intentaron resolver el problema con pequeños laboratorios que estaban en Marruecos y que habían ayudado a suministrar drogas para la guerra colonial”.

laboratorio de un hospital republicano (Archivo Biblioteca Nacional)
Laboratorio de un hospital republicano (Archivo Biblioteca Nacional)

Esta situación de atraso y escasez provocó que, como sucedió en el ámbito político y militar, los dos bandos tuvieran que recurrir a sus alianzas con países extranjeros, situación complicada desde el momento en que exigía el pago con divisas en una época en la que era difícil conseguirlas.

“Los sublevados contaron con el apoyo de la Alemania nazi, que, en aquel momento, era la mayor potencia, a mucha distancia de cualquier otra, en términos de industria farmacéutica. Los alemanes habían sido los primeros que empezaron a distribuir la cocaína, la morfina y, hacia los años treinta, eran los productores del ochenta por ciento de la cocaína que se consumía en el mundo y del cuarenta por ciento de la morfina. A cambio de esta ayuda, cuando en los años cuarenta Alemania no podía exportar sus químicos por la guerra mundial, la España franquista hizo de intermediaria en las ventas a países neutrales. En el caso de los republicanos, tuvieron que recurrir a farmacéuticas de Francia y luego, tanto para unos como para otros, fue muy importante la Cruz Roja, que, tras firmar un acuerdo en 1936, se encargó de proporcionar morfina a los dos bandos”, comenta Jorge Marco.

Postguerra y adicción

"Las clases populares, que nunca se pudieron permitir la cocaína, prefirieron las anfetaminas, sustancia que tampoco tuvo presencia durante la guerra civil y que se popularizaría a partir de los años cuarenta."

El análisis del uso de sustancias psicoactivas en la guerra civil no puede circunscribirse únicamente al periodo comprendido entre julio de 1936 y abril de 1939. Igual que es importante analizar cuestiones sociológicas previas al conflicto, resulta clave atender a las consecuencias del uso de esas sustancias una vez finalizada la guerra, más aún cuando los soldados y simpatizantes del bando vencedor y del vencido corrieron suertes muy diferentes.

“En España, en torno al setenta por ciento de la población masculina mayor de catorce años era fumadora. Esa proporción se incrementó con la guerra, que también provocó medio millón de nuevos alcohólicos”, detalla Jorge Marco, que, si bien minimiza las adicciones por cocaína porque no circuló masivamente, sí que llama la atención sobre el número de morfinómanos que dejó el conflicto: “Pensemos que durante la guerra hubo aproximadamente tres millones de soldados movilizados por ambos ejércitos. La mayor parte no cayó en la adicción, pero un número significativo de ellos se hicieron morfinómanos de una forma muy natural y sin ser conscientes de ello, porque era la forma de paliar el dolor de los heridos”.

Como había sucedido durante la guerra, a la hora de enfrentarse a este nuevo problema el bando franquista volvió a optar por el pragmatismo. “En lo que se refiere al tabaco, no se tomaron medidas porque estaba bien considerado. Se siguió distribuyendo y, aunque en un primer momento era de muy mala calidad, siempre estuvo disponible. En lo que se refiere al alcohol, las autoridades franquistas nunca reconocieron que hubiera un problema de alcoholismo, entre otras cosas, porque parte de su estrategia de propaganda había sido acusar a los rojos de ser unos borrachos y de beber cualquier cosa como los saltaparapetos. No obstante, con el tiempo tuvieron que reconocer un problema y decidieron tomar medidas”, relata Marco.

Entre los expertos a los que consultó el franquismo para controlar y eliminar las adicciones estuvo Juan Antonio Vallejo-Nájera. Este catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Valladolid y jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares era conocido con el sobrenombre del Mengele Español debido a su simpatía por el régimen nazi, sus crueles métodos terapéuticos y sus peculiares teorías sobre el gen rojo, que, según él, era causante de la adscripción al marxismo. “La visión totalitaria de la medicina de Vallejo-Nájera le llevó a proponer medidas muy duras para los alcohólicos, pero también para los morfinómanos o cocainómanos. Entre ellas estaban las reclusiones forzosas en manicomios, en los que se obligaba a los adictos a pasar el periodo de abstinencia, aunque solo a aquellos a los que él consideraba redimibles. Los que, según su criterio, eran débiles mentales debían ser enviados a campos de trabajo para el resto de su vida”, comenta Marco.

 foto publicada en Crónica (23-6-1935) podía leerse: “Una cocainómana. El rostro pálido y demacrado, con una expresión de constante ausencia espiritual; las manos descarnadas, temblorosas y vacilantes… Y en el siniestro polvillo blanco, la muerte que acecha…”.
Foto publicada en Crónica (23-6-1935) podía leerse: “Una cocainómana. El rostro pálido y demacrado, con una expresión de constante ausencia espiritual; las manos descarnadas, temblorosas y vacilantes… Y en el siniestro polvillo blanco, la muerte que acecha…”.

Finalmente, el franquismo decidió no adoptar las medidas propuestas por Vallejo-Nájera pero tampoco puso en marcha procesos terapéuticos de rehabilitación. Su estrategia ante el problema se limitó a actuar cuando los adictos cometieran algún delito o alterasen la paz social bajo los efectos del alcohol. Solo en esos casos, los culpables eran enviados a la cárcel o a centros psiquiátricos. Esa política represiva también se aplicó a los morfinómanos, pero, a diferencia del alcohol, que se podía adquirir libremente, la morfina era una sustancia regulada que, relata Jorge Marco, requirió la puesta en marcha de un nuevo protocolo: “Como eran conscientes de que había un problema pero no querían reconocerlo, las autoridades franquistas permitieron que los médicos siguieran prescribiendo morfina a todo aquel que se la pudiera costear. Para las clases populares que no podían pagarla, entregaron recetarios gratuitos de morfina, lo que convirtió al Estado franquista en el mayor distribuidor y proveedor de morfina para la población española adicta. Si bien esta política cambió años después, durante una década y media el franquismo prescribió esas recetas gratuitas, al tiempo que mantenía el doble discurso de que los morfinómanos eran unos depravados, que en España no había gente con ese problema y que, de haberla, se trataba únicamente de rojos”.

A pesar de su popularidad en la sociedad actual, la cocaína apenas tuvo relevancia en la guerra y no fue un problema finalizado el conflicto. Su elevado precio provocó que, durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta, su uso se circunscribiese a la élite franquista, entre la que se encontraban gente del mundo del cine, de la música y ciertos jerarcas del régimen. Las clases populares, que nunca se la pudieron permitir, prefirieron las anfetaminas, sustancia que tampoco tuvo presencia durante la guerra civil y que se popularizaría a partir de los años cuarenta.

“La primera fórmula de anfetamina aprobada en España fue la Centramina en 1943, elaborada por el químico catalán Miquel Quintanilla, quien, durante la guerra, trabajó en los servicios médicos de la Generalitat, pero del que hay sospechas de que pudiera haber trabajado como quintacolumnista. A partir de entonces empiezan a surgir más marcas, que en un primer momento fueron consumidas por los estudiantes y, más tarde, por todas las clases sociales, porque eran muy económicas, legales y tenían unos efectos parecidos a los de la cocaína, solo que mejores, porque sus consecuencias adversas son menores. De hecho, cuando en los años sesenta se empezó a limitar su venta en otros países, aquí seguían siendo de venta libre y los turistas, además de por el sol y la playa, venían a España para comprar anfetaminas en las farmacias”.

Esa tolerancia con el uso de las drogas mientras no se vulnerase el orden moral también se aplicó al hachís. “A partir de los años cincuenta se produjeron algunas redadas, algún decomiso, sobre todo en el sur de Andalucía, en Madrid y en Barcelona, pero se seguía pudiendo fumar sin ningún tipo de problema. Aunque hoy pueda parecer chocante, la doble moral franquista provocó que el consumo de drogas fuera escasamente perseguido. En este sentido, el franquismo no supuso una novedad. En España, a pesar de que se habían firmado convenios internacionales para el control de drogas desde comienzos del siglo xx, apenas se aplicaron. Por ejemplo, a la altura de 1936 apenas había ocho agentes de policía en toda España, cinco en Madrid y tres en Barcelona, en la sección antidrogas. El cambio radical en la política respecto a las drogas se produjo a partir de la transición a la democracia, y estuvo marcada por el pánico moral que generó la irrupción de la heroína. Es entonces cuando se va a empezar a cortar el grifo de la mayor parte de las sustancias. España es un país de extremos: o no se legisla nada o nos convertimos en los más talibanes”, concluye Jorge Marco.

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #279

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