Bob Marley aún vivía en 1966. La guerra de Vietnam había generado un movimiento ambientado en nuevos conceptos de paz a cualquier precio, sazonado con la psicodelia que trajeron la música y el humo. Es más: Dios aún caminaba entre nosotros, hecho sangre y carne. Porque debe recordarse a los profanos que el término rastafari procede del título Ras (jefe) conjugado con un nombre, Tafari (nombre de Haile Selassie antes de ser coronado rey de Etiopía), y que los rastafari consideran que Dios se hizo encarnó en tres ocasiones a lo largo de la Historia. La primera, bajo el nombre de Matusalén; la segunda, con Jesucristo; y la tercera fue bajo la apariencia de Haile Selassie, rey de reyes, emperador de Etiopía, el León de Sion. El mismo hombre que consiguió crear sueños tangibles mediante las vibraciones de su voz. Y corrieron los rastafari a este pedacito de tierra que les permitía ser ellos mismos y su dios fue asesinado pocos años después, pero ellos siguieron allí y hubo guerras en Etiopía y dictaduras crueles, pero ellos siguieron allí, y hubo hambre e incertidumbre, pero ellos siguieron en esa tierra apartada del mundo.
Consiguieron convertir Shashamane en una interesante atracción turística a la que podían acudir multitud de perfiles. Ya fueran amantes de la marihuana que deseen vivir una experiencia de color verde en África, viajeros de paso que escuchan hablar de esta esquina aleatoria, periodistas de viajes en busca de un artículo original, americanos que recuperan de alguna manera el recuerdo de sus antepasados africanos… fueron tiempos de prosperidad que nunca volverán. Porque ese pedazo de paraíso prometido por el rey asesinado se ha contaminado en los últimos años, como si la tierra de Shashamane se tratase de un termómetro que mide la moral del mundo y marca los niveles de la maldad y del egoísmo y la xenofobia a medida que el planeta entero se hunde en esta clase de vicios. Fui a Shashamane pensando que encontraría paz y amor, pero encontré en su lugar un drama. Un bofetón. Fui en busca de la felicidad de los rastafari y encontré en su lugar una tormenta de tristeza.
Todo comenzó hace cinco años, producto de las pugnas de poder que afectan a las etnias mayoritarias de Etiopía. Son cuatro etnias mayoritarias con cuatro territorios delimitados por el sistema federal etíope: los tigranios (Tigray), los amhara (Amhara), los somalíes (Somalia, no confundir con el país de mismo nombre) y los oromo (Oromía). Producto de estas dinámicas estalló en 2020 la guerra de Tigray, que enfrentó a los tigranios contra las milicias amhara y el ejército etíope, igual que hace poco más de un año desde que comenzó un conflicto entre las propias milicias amhara y el gobierno central etíope. Los oromo tampoco escapan del patrón. Hace décadas que buscan integrar la capital etíope, Addis Abeba, en su región, igual que se han sucedido revueltas de corte xenófobo que pretenden expulsar de Oromía a extranjeros y ciudadanos etíopes pertenecientes a otras etnias. Shashamane está en Oromía y los rastafari que arribaron tras la llamada de Haile Selassie son extranjeros; siempre lo serán. Así empieza la tragedia de los rastafari, por medio de una oleada de violencia xenófoba propiciada por las élites musulmanas de Oromía que pretenden arrasar con todo aquello ajeno a su etnicidad.
Una promesa caducada
En 2019 se sucedieron una serie de choques étnicos en la región de Oromía que llevaron a una revuelta popular en 2020 en Shashamane, cuyas consecuencias fueron catastróficas para muchos. Haría falta imaginar a la turba que perdió el control arramplando por las calles de una localidad que se suponía pacífica, moldeando el fuego con las manos y prendiendo en llamas los negocios pertenecientes a quienes ellos consideran que no tienen hueco en su tierra. Nadie ha olvidado ese día. No hay yerba suficiente que pueda fumar uno para olvidarlo. Los rastafari dejan la guitarra a un lado y narran los sentimientos de tristeza y preocupación que les dominan desde entonces.
“Fui a Shashamane pensando que encontraría paz y amor, pero encontré en su lugar un drama. Un bofetón. Fui en busca de la felicidad de los rastafari y encontré en su lugar una tormenta de tristeza”
Alex es un rastafari de nacionalidad francesa que vive con su mujer en Shashamane desde hace veinte años. Ambos regentan un lodge de temática rasta, un puntito en el mundo envuelto en un clima relajado y somnoliento, aderezado con murales de hombres con rostros negros y beatíficos. No hacen mal a nadie. No llegaron al país por medios ilegales. Tienen su negocio y ya. Un negocio que, por cierto, contribuye a atraer el turismo a Shashamane y que, en definitiva, enriquece a la población local de forma indirecta. Alex y su esposa tuvieron suerte de escapar al odio que brotó en 2020, consideran que fue gracias a su fe en Dios y a su amor voluntarioso, pero no niegan que llevan sin sentirse del todo tranquilos desde aquella fecha que nadie olvida. “Entre el coronavirus, las guerras en Etiopía y la violencia en Oromía, el turismo hace cinco años que está en niveles mínimos”, confirma Alex, y sus palabras son inquietantes, aunque utiliza un tono reposado que pretende aparentar sensatez. No niega que muchos rastafari han huido en los últimos años a otras zonas del país, otros incluso han regresado a sus lugares de origen porque consideran que la promesa de su rey/dios hace años que caducó.
Alex tuvo suerte porque otro hotel regentado por una familia rastafari fue atacado. El hotel Lily of the Valley. Dice que los comercios asaltados en 2020 fueron señalados previamente y que la supuesta turba enloquecida se trataba en realidad de una maniobra política que se organizó con la frialdad del odio que cala en los huesos. Que el otro hotel estaba en la lista negra; el suyo no. Y él mantiene su negocio mientras el otro hotel es ahora propiedad de un sujeto oromo y musulmán. Quise visitar dicho hotel tras mi conversación con Alex y encontré en el lobby de la entrada un cartel negro con letras blancas en donde se leía: “No pierdas la esperanza, Alá te salvará”. Y quise arrancar los textos islámicos de las paredes e imaginar brevemente los colores que adornaban ese mismo edificio antes de que cambiara de manos.
El francés asegura, atrincherado en su lodge, que no se marchará, que su esposa y él se quedarán porque “hemos subido la montaña, hemos llegado a Sion… ¿para qué vamos a bajar de la montaña?”. Se autodefine como “un sacerdote del amor” y critica que, en realidad, los oromo atacan a los rastafari porque buscan eliminar toda memoria viva de Haile Selassie.
Una persecución religiosa
Sí. Atacan a los rastafari porque odian a su dios. Es lo que los expertos calificarían de una persecución religiosa si los afectados perteneciesen a una religión mayoritaria o que tenga hueco en los noticiarios.
“Así empieza la tragedia de los rastafari, por medio de una oleada de violencia xenófoba propiciada por las élites musulmanas de Oromía que pretenden arrasar con todo aquello ajeno a su etnicidad”
Atacan a Desmond, que ahora ronda los ochenta años y que pensaba que ya sólo tendría que ocuparse de las medicinas que elabora con diferentes remedios naturales. Desmond: un anciano nacido en Dominica que escapó de su tierra natal tras ser acusado de asesinato y condenado a colgar de una cuerda. Desmond todavía guarda el periódico que informaba de su condena a muerte. Ahora enrolla sus rastas en un moño descomunal, pero en la fotografía que extiende aparece un joven con el rostro liso y el cabello rapado con pulcritud, un fantasma de un hombre vivo, como una contradicción que, por fuerza, acabará algún día. Desmond todavía sostiene que era inocente del crimen que le acusaron, pero no tiene intención de regresar a Dominica para probarlo. Hace sesenta años que vive en Etiopía. Regresar equivaldría a morir.
Denuncia (como muchos otros) que el movimiento xenófobo de Oromía está respaldado por las autoridades locales con la financiación encubierta de Emiratos Árabes Unidos, que busca hacerse un hueco en Etiopía. Habla de una aplicación móvil subvencionada por el gobierno de Oromía que sirve para avisar a las autoridades de cualquier extranjero que aparezca por aquella tierra. Lamenta que han expropiado sus tierras, donde cultivaba hierbas medicinales y unas pocas plantas de maría para su consumo y el de sus camaradas, nada que fuera un secreto. Masca el humo de su porro y recuerda con la voz anquilosada que pocos días antes de reunirse conmigo, en una tarde escogida al azar en la monotonía de la vida, un grupo de jóvenes oromo entraron en su casa pegando grandes gritos y amenazando con matarle. No es la primera vez que le ocurre, ni será la última. Sabe que no pararán hasta que se marche.
Habla de la política global. Del individualismo que hoy actúa como devorador de almas. De los yanquis y de su obsesión por propagar el culto al materialismo. De las farmacéuticas. Del capitalismo y de cómo se alimenta esta doctrina económica de la guerra para mantener su cadena de producción. Habla de la gente valiente que no aparece por ningún lugar. Rechaza que le tome fotos por temor a las consecuencias que puedan traerle. Habla de un joven rastafari, un tipo tranquilo a quien encarcelaron cinco años por cultivar marihuana cuando “los propios oromo cultivan marihuana en el centro de sus campos de maíz, pero a ellos no van a meterles en la cárcel por algo así”. Y dice que no entiende del todo lo que sucede. ¿Fue Etiopía quien les invitó a venir, no es así? ¿Y por qué conspiran los etíopes ahora para expulsarles? ¿Por qué les atrajeron con palabras de miel si luego iban a quemar sus cultivos de maría para mutilar la cultura del rastafari?
Antes de despedirse, estira su brazo para posar una mano nudosa sobre mi hombro, me mira con los ojos acuosos y rojos y dice: “Ten mucho cuidado mientras estés en Shashamane. No van a dejar de vigilarte hasta que te vayas y si molestas demasiado… te matarán”. Y yo que solo quería fumarme un porro con los rastafari mientras criticábamos el capitalismo, igual que podíamos abordar cualquier tema aleatorio para pasar el rato.
Un islote de amor cercado por el odio
Absolutamente todas las entrevistas sostenidas con individuos rastafari en Shashamane giran en torno al monotema de la preocupación y del desconcierto surgido en el último lustro. En ocasiones, la conversación puede derivar hacia temas relacionados con la Historia de Etiopía o la magnanimidad de Haile Selassie, pero son eso, desvíos momentáneos que pronto regresan al cauce original. No tienen una embajada a la que acudir porque no existe un país rastafari que les proteja y ellos desdeñaron sus orígenes hace décadas. No les respalda una institución eclesiástica cuyos tentáculos nacen del Vaticano para escurrirse en los organismos internacionales. El mundo les mira como una atracción, un fenómeno cultural vinculado al reggae y los porros; o les mira por encima del hombro porque no se duchan todos los días. Son una imagen que inspira diversión y asco. Un islote de amor en un mundo que cabalga entre el hedonismo y el odio dirigido a lo que es diferente.
Las alternativas a las que se enfrentan los rastafari de Shashamane son únicamente dos: aguantar en paz o huir. La violencia no entra en su credo. Hasta aquí han llegado individuos de Barbados, Jamaica, Bermudas, Dominica, Trinidad y Tobago, Europa… todos en busca del paraíso terrenal que les prometió su dios. Otros lucharían, organizarían un tipo de resistencia violenta que frene en seco las aspiraciones del nacionalismo oromo. Pero un rastafari no concibe de normal la idea de dañar a un ser humano, aunque ese ser humano le busque las cosquillas a diario. Bajo su apariencia dejada se esconden personas de una inteligencia reflexiva y pura, sostenidos sus ideales en una compleja tradición que se remonta a cien años atrás y donde el rito de los tambores y la predicación del amor son bases necesarias para desarrollar una existencia coherente. Conforman (otra) comunidad de nuestro mundo que vive amenazada por ser una minoría y han tenido que aprenderse de memoria una realidad terrible: que esa letra que dice “levántate, levántate, lucha por tus derechos” no tiene uso en la vida real. Que bajar la cabeza o huir son las opciones más razonables cuando les abraza la tiranía.