En el desierto norte de México crece un pequeño cactus de propiedades alucinógenas. Pero el turismo de drogas y el mal manejo de la planta preocupa a las comunidades locales y a conservacionistas. ¿Cómo asegurar la continuidad sostenible del peyote?
Estoy tumbada boca arriba bajo un cielo despejado y lleno de estrellas en el desierto norte de México. El fuego crepita a nuestro lado. Somos cuatro cabezas pegadas en círculo. Alguien levanta los brazos y las ocho manos se comienzan a entremezclar. Es imposible distinguir de quién es cada una. Todas son de todos, los brazos se alargan y cosquillean. Un par de pies aparecen en escena y de nuevo el resto los subimos como un resorte. “Es increíble, ¿no sienten como si estuviéramos bocabajo sobre el cielo?” Con el vértigo de una caída libre, el planeta da la vuelta y siento la gravedad reteniéndome contra el suelo, los brazos y las piernas colgando sobre el vacío. El universo entero bajo mi estómago. Pequeña al lado de un fogón en medio de un desierto del norte de México.
Tomar peyote es desafiar constantemente las leyes de la física.
O darse cuenta de ellas.
La mescalina es el principal agente psicoactivo de la Lophophora williamsii, un cactus sin espinas que crece discretamente entre los matorrales en el desierto en el norte de México y el sur de Estados Unidos. Se trata de un alcaloide del grupo de las feniletilaminas que interactúa con los receptores de serotonina. En Las enseñanzas de Don Juan (1968) Carlos Castaneda se entrega a esta y otras plantas para abrirse a un nuevo nivel de experiencias sensoriales y de conocimiento que luego sistematiza en busca de su cohesión interna para su tesis de maestría en Antropología. En 1897 fue aislada por primera vez y en 1919 se sintetizó en laboratorio. Según el International Center for Ethnobotanical Education, Research and Service (ICEERS), una organización que busca cambiar la relación de la sociedad con las plantas psicoactivas, “pueden aparecer visiones con los ojos abiertos y cerrados, incremento en las percepciones sensoriales, experiencias de insight psicológico y experiencias trascendentes y espirituales, así como cambios en la percepción del espacio, del tiempo y de la autoimagen”.
El viaje dependerá de la cantidad, el entorno, la compañía y el estado interno. Siempre conviene hacerlo sin mezclar con otras sustancias y en un entorno natural o agradable. Esta no es una droga pensada para la fiesta. O, al menos, no a la que estamos acostumbrados.
La sustancia que fascinó a Occidente
Silvino Armendáriz mira al cielo con desconfianza. Unas nubes negras avanzan desde la Sierra de Catorce, en el estado de San Luis Potosí, hacia Estación Wadley, el pequeño pueblo en el que nos encontramos. Pueblo sería mucho decir. Wadley es un puñado de casas de una planta entre calles polvorientas sin asfaltar. Ni un alma en las calles. Tampoco hay comercios, apenas un par de abarrotes, unas tiendas que venden todo lo necesario para la supervivencia: huevos, leche, refrescos, cerveza.
Los pocos comedores son una mesa en la cocina de domicilios familiares. Este es el epicentro de extranjeros y nacionales que quieren entrar en el desierto a buscar bajo los matorrales los botones de peyote. Silvino tiene 43 años y lleva veinte dedicado a guiarlos. Tiene un hostal con una decena de habitaciones sencillas de cemento en torno a un patio común. Las paredes están llenas de pinturas psicodélicas con las que quienes regresan de su viaje pretenden transmitir lo imposible. Colores en caleidoscopio con personajes fantásticos en espacios delirantes. Este hombre, que presume de no haber salido jamás de su estado a pesar de que recibe invitaciones del mundo entero de sus huéspedes, acompaña a los turistas al desierto en su 4x4. Les enseña donde está el peyote, cómo cortarlo para que vuelva a crecer y se retira hasta la hora pactada de regreso. Si llueve, todo se llenará de lodo, pero los botones de peyote serán más abundantes. Decidimos salir y esperar que escampe. Compramos leña para la noche, agua y fruta para pasar los amargos gajos de la planta. Con el estómago vacío, el efecto será más rápido y puro. Desde su desvencijado jeep, va señalando con el mentón la casa de los que se quedaron. La del japonés, la del italiano, la de la española… viviendas pequeñas, de baño en patio y polvo. Si bien el peyote no genera adicción física, sus efectos pueden generar una dependencia emocional que provoque un drástico cambio de vida.
La mescalina es una de las primeras sustancias psicodélicas en fascinar a intelectuales de Occidente, mucho antes que el LSD. En 1936, el francés Antonin Artaud llegó a México tras romper con los surrealistas y en la Sierra Tarahumara de Chihuahua buscó “la planta-principio, que posee la extraña virtud alquímica de transmutar la realidad, de hacernos caer verticalmente hasta el punto en que todo se abandona para tener la certeza de que se vuelve a empezar”. En su libro México y viaje al país de los tarahumaras recoge las palabras del chamán con quien hace la ceremonia, tal y como las entendió: “Te unes a la entidad sin Dios que te asimila y te engendra como si te crearas tú mismo, y como tú mismo en la Nada y contra Él, a todas horas, te creas”.
Tras leer una investigación sobre mescalina y esquizofrenia, el británico Aldous Huxley pide a un doctor que le acompañe ingiriendo la sustancia. Paso a paso, describe en Las puertas de la percepción (1954) su viaje borrando los límites, en un ensayo repleto de referencias culturales, sociales y, por supuesto, sensoriales. Un año después, Henri Michaux, Jean Paulhan y Edith Boissonnas tratan de librar un bloqueo creativo experimentando con mescalina. Sus intercambios, impresiones y creaciones las recogerían en el libro Mescalina 55.
Pero su presencia se documentó mucho antes. Fray Bernardino de Sahagún, un misionero franciscano que llegó a Nueva España en 1530, basándose en testimonios de la población local, recoge en una de sus crónicas: “Hay una planta que recuerda la trufa; se llama el peyotl (...) Los que la comen ven cosas sorprendentes y risueñas. Esta ebriedad dura dos o tres días, y después desaparece. Esta planta es de consumo habitual por los chichimeca; los sostiene y les da coraje para el combate, poniéndolos al abrigo del temor, de la sed y del hambre. El uso de esta droga estaba en manos de los adivinos y de las brujas, y especialmente de los portadores de encantos”.
Medicina, ¿para quién?
La sobreexplotación del peyote está terminando con las especies más grandes, reduciendo la cantidad de semillas y empeorando su calidad genética. Así lo cuenta Pedro Nájera en su investigación “Sobre el uso y abuso del peyote”.
Este turismo de drogas preocupa a los indígenas huicholes, uno de los 62 grupos étnicos de México. Según la ley, ellos son los únicos autorizados para extraer y consumir el cactus. Lo conocen como “hikuri” y es su planta sagrada. Peregrinan cientos de kilómetros desde el estado de Nayarit para recolectarla y usarla en sus rituales. Según el último censo de 2020, hay casi 77.000 huicholes (o wixárikas en su lengua). La peregrinación a “Wirikuta”, su territorio sagrado en Real de Catorce, a más de 1800 metros sobre el nivel del mar, es uno de sus principales hitos.
En la cosmogonía wixarika el peyote es un Dios y quien lo utiliza para buscar experiencias solo refleja pobreza espiritual. La leyenda cuenta que hace mucho tiempo una sequía azotó sus tierras provocando una gran hambruna. Los ancianos mandaron de cacería a cuatro jóvenes que representaban a los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua). El grupo no tenía suerte en la búsqueda y, durante su expedición, se encontraban cada vez más débiles. Una tarde, entre los matorrales, saltó un venado azul, que al ver su deplorable estado los dejó descansar durante la noche. A la mañana siguiente, el venado los despertó para continuar con la persecución guiándoles hasta Wirikuta, donde habitaba el espíritu de la tierra. Al perder de vista al venado, uno de ellos lanzó una flecha al aire y cayó sobre una mata de peyotes que formaban la figura del venado. Los cazadores arrancaron las plantas y se las llevaron de vuelta a la sierra. Los ancianos repartieron el hikuri, que acabó con el hambre, la sed y atrajo las lluvias. Por eso, el hikuri es su espíritu guía.
Desde hace cinco años, la iniciativa “Hablemos de Hikuri” busca promover un manejo racional y sustentable del peyote, tanto con los indígenas que hacen uso ritual como con los dueños de las tierras comunales donde se encuentra la planta, buscando puntos de acuerdo. “Es el centro de nuestra espiritualidad y estamos preocupados por nuestra cultura. Tenemos que unirnos para que no desaparezca”, señala Lisbeth Bonilla, una de sus miembros.
Por eso, para muchos de los indígenas, la promoción del uso recreativo del peyote no deja de ser una forma más de saqueo colonial, la apropiación de una cultura milenaria que no les pertenece a los foráneos.
Una planta ansiada
Los yonquis de la experiencia y los indígenas wirarikas no son los únicos que van detrás de la planta. Otros grupos indígenas mexicanos, la Native American Church de Estados Unidos y Canadá, agrupaciones neoindigenistas o coleccionistas también vienen en su busca. En su investigación “Saqueado: el incierto futuro del peyote mexicano”, el periodista Víctor Rivera da cuenta de la falta de datos sobre este expolio. “El peyote se está deforestando por muchas razones. El robo hormiga no impacta tanto a primera vista, pero la extracción es muy considerable”, dice Rivera, que añade que un mal corte depreda el ecosistema del lugar.
Pero, además, el Consejo Nacional Wixárika por la Defensa de Wirikuta lleva años llamando la atención sobre el aumento de presencia de empresas mineras y los invernaderos de tomate. “Los negocios mineros, ni las tomateras, ni las granjas avícolas, ni los parques eólicos caben aquí porque necesitan desmontar el paisaje sagrado y agotar sus acuíferos. Estamos aún a tiempo de detener esta destrucción que parece como incendiar las bibliotecas con lo mejor del espíritu de la humanidad”, señalan en su último comunicado.
Más que en un vacío legal, el peyote se encuentra sobrerregulado. Extraerlo y traficarlo es delito federal. Las normas lo criminalizan y lo protegen. Lo consideran sustancia ilícita, planta sagrada y especie protegida. Pero es papel mojado. No hay acciones en ninguno de esos sentidos.
Silvino es más optimista. “Al principio yo también creía que se podía acabar. Pero si se corta como debe ser, los ojos de nosotros no verán el fin del peyote”.
El corte es fundamental para la continuidad de la especie. Este cactus tarda entre 12 y 15 años en crecer y alcanzar una dimensión óptima de 10 centímetros de diámetro (aunque pueden llegar hasta los 20 centímetros). Pero la mescalina se encuentra en sus gajos verde azulados, por lo que no es necesario extraerla, sino rebanar estos a ras de suelo, dejando la raíz intacta. De esta forma, en menos de un año volverá a brotar.
Silvino nos coloca bajo el único árbol que existe en lo que alcanza la vista. De sus ramas cuelgan ofrendas, como los tradicionales “ojos de Dios” wirárikas hechos con hilos de colores, u otros más improvisados, con ramas, piedras, huesos de frutas y cuerdas. Alrededor se levantan montañas y cactus de cinco metros. Bajo los arbustos, proliferan los botones de distintos tamaños, algunos ya florecidos. “Sírvanse”, dice. “Tomen uno. Esperen media hora. Tomen otro. Esperen una hora. Y ahí deciden. Pídanle buenos deseos antes de empezar. No tengan miedo. Si uno tiene miedo, nadie viajará. Nos vemos mañana a las ocho de la mañana. Cualquier cosa, me llaman”.
Hacia un consumo consciente
Durante las once horas de trip, vi nacer montañas, brillar el cerebro de uno de mis amigos y variar los tamaños y perspectivas del árbol bajo el que nos encontrábamos. También desapareció el suelo bajo mis pies y quedé suspendida en el vacío. Y reconocí con claridad la estructura de filamentos fucsias parpadeantes que, en medio de la noche oscura, compone y une los arbustos, las mochilas y los cuerpos humanos que tenía alrededor. De fondo, muy de fondo, pero muy claro, coyotes. Su aullido haciendo eco en los espacios de mi organismo. Cuando el fuego se apagó y tras ver batallas campales en sus brasas nos metimos a la tienda y caímos dormidos entre figuras caleidoscópicas.
Pero todo esto que viví con emoción y reconociendo lo irrepetible del momento, también puede provocar un malviaje: paranoias, convulsiones, amnesia, terrores, confusión… Y algunos síntomas como mareos, ansiedad, náuseas, vómitos, dolor de cabeza, debilidad o fatiga. Sin embargo, a nivel físico se considera una sustancia segura y no hay registradas muertes ligadas a su consumo.
¿Qué futuro le espera al peyote en México? Rivera señala que la planta podría sumarse al impulso de la regularización de la marihuana en el país, tanto tiempo dilatada, como ya lo intentó Estados Unidos. “Es momento de dejar de criminalizar el consumo. Que una instancia determine los alcances de la regularización y poner las reglas del juego de bajo qué parámetros deben ser consumidos. Si somos conscientes de lo que es y lo que representa en su ecosistema puede quedarse como planta que merece protección especial, pero si continúan las andadas de turistas mandándolas desecadas por paquetería, el peyote puede caer en proceso de planta en peligro de extinción”, cuenta.
Desde “Hablemos de Hikuri” proponen la creación de viveros bioculturales no comerciales en torno a Wirikuta para, con cada corte, plantar dos más en el lugar. “Nuestra visión es reforestar la planta pero que lo haga la propia comunidad, que sea una iniciativa del pueblo wixarika y podamos empezar a devolverle tanto que nos ha dado”, dice Bonilla.
De las quinientas personas que viven en Estación Wadley, Silvino asegura que apenas unas cincuenta lo consumen. Al resto les parece medicina de indígenas y droga de extranjeros locos. Nada que ver con ellos. “Sí quita muchas cosas de enfermedades. Yo me llevo muy bien con el peyote. Le respeto mucho”, cuenta personificando. “No sabemos lo que tenemos. La mejor medicina que existe es el peyote”, asegura.
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