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El chamanismo en casa de don Rogelio

La búsqueda I

El curandero cocama Rogelio Carihuasari
El curandero cocama Rogelio Carihuasari, a orillas del Amazonas, no muy lejos de donde en los años cuarenta del siglo xx, aprendió de su abuelo a usar la ayahuasca.

El encuentro entre el ayahuasquero cocama Rogelio Carihuasari y Randal Nerhus –un cincuentón de los maizales de Iowa en busca del sentido de la vida– nos sirve para analizar en qué consiste la práctica ayahuasquera, cómo se transmite el conocimiento y de qué forma atrae cada año a decenas de miles de extranjeros a la selva amazónica.

Lo vio una amiga en las cartas del tarot: que necesitaba una intensa limpieza espiritual. Randal imaginó que solo en la selva podría encontrar un maestro tradicional y, sin tener mucha idea de dónde se metía, llegó a casa de don Rogelio, en una comunidad indígena a orillas del Amazonas colombiano. La primera tarde supo de la ayahuasca; esa misma noche la sufrió. Vómitos, diarrea, espasmos, escalofríos…; una experiencia tan desagradable como prometedora. Y así, unos meses después, Randal regresó para pasar dos años bajo la tutela de don Rogelio, curar sus males y, ya puestos, convertirse él mismo en ayahuasquero. Tenía entonces cincuenta y cuatro años y un historial de búsquedas espirituales que incluía estancias en la India, Japón, Filipinas y México, sin resultado. “Una angustia, un peso en el karma”, decía Randal soportar; y quería quitárselo a base de tomar ayahuasca.

A sus setenta y cinco años, don Rogelio Carihuasari se había acostumbrado a recibir visitantes extranjeros ávidos de medicina. En la recta final de su vida, este humilde curandero afrontaba un problema común: “Mis hijos no han querido aprender. El conocimiento que mi abuelito me dejó va a desaparecer cuando yo muera”. Don Rogelio acogió a Randal con una mezcla de cautela y entusiasmo. Enumeró las dificultades a las que se enfrentaría su pupilo (largas dietas, aislamiento, abstinencia sexual, frecuentes tomas de ayahuasca) y advirtió que a los cincuenta y cuatro años adquirir el conocimiento sería muy complicado. Por otra parte, ¿cómo no intentar prolongar sobre la faz de la tierra el chamanismo heredado de su abuelo?

Utilizar el término chamanismo para definir el trabajo de los ayahuasqueros amazónicos puede confundir más que aclarar. Cargada de misteriosas connotaciones new age, chamán es una palabra de origen siberiano con la que Occidente designa al especialista en acceder a la realidad “espiritual”, al mundo “invisible”, para obtener los favores de fuerzas sobrenaturales capaces de influir en este mundo material, tanto con objetivos positivos, curación, como negativos, enfermedad. ¿Qué forma concreta adquiere el chamanismo en la Amazonia cuando la ayahuasca está por medio? Las manifestaciones son incontables, pero es precisa una primera distinción entre el chamanismo social y lo que en la Amazonia viene a conocerse como curanderismo, centrado en la salud individual.

Don Rogelio y Randal Nerhus
Don Rogelio y Randal Nerhus, en los primeros compases de su colaboración, que se extendería a lo largo de dos años.

Lo social, lo individual

La quintaesencia del chamanismo ayahuasquero amazónico en su vertiente social la representa el yuruparí, practicado por etnias de habla tucano oriental y arawak, en el noroeste amazónico. Esotérico, raramente abierto a la mirada occidental, el yuruparí es un ritual complejo que involucra a todos los miembros de la sociedad, y donde el consumo de ayahuasca se entrevera con el baile y la música, con el objetivo último de regenerar la vida, asegurar la reproducción de las especies animales que el ser humano necesita y mantener el equilibrio de la sociedad cósmica de todos los seres físicos y espirituales, humanos y no humanos. Ahí es nada.

Randal regresó para pasar dos años bajo la tutela de don Rogelio, curar sus males y, ya puestos, convertirse él mismo en ayahuasquero.

Don Rogelio nació cerca de donde reside, en una época en la que los habitantes ya habían sufrido el impacto de cuatro siglos de colonización y estaban integrados en los circuitos comerciales internacionales. El pueblo de don Rogelio era multiétnico; sus cuatro abuelos y abuelas pertenecían a distintas etnias y, aunque hablaban su propia lengua, se comunicaban entre sí en castellano. Por aquel entonces aún persistía un vestigio de esos rituales de vocación cósmica, un modesto yuruparí. “Los cocamas lo tomábamos para arreglar condiciones”, explicaba don Rogelio a quienquiera que le visitara. “El abuelo paseaba por el pueblo y se daba cuenta de que había problemas: maridos y mujeres peleaban, las chagras [plantaciones familiares] estaban remontadas, no había comida en las casas. Entonces convocaba a una gran reunión y preparaba su ayahuasca y todos tomaban el remedio, les ponían una dieta y después podían irse a sus ocupaciones: pescar, cazar. Se iban y traían bastante comida. Si había un problema por allá, se acababa, y entonces vivían como hermanos en paz. Con la fuerza divina de esta planta, la mayor parte de la gente se queda bien, contento, alegre”.

Esos grandes rituales ayahuasqueros han desaparecido de las orillas del Amazonas. El último nexo con el chamanismo de antaño lo encarna gente como don Rogelio, un ejemplo “típico” de ayahuasquero amazónico, dedicado a la salud individual. ¿Se le puede llamar chamán? Sí, porque también ingresa en las esferas intangibles de la realidad para realizar su trabajo, aunque en el castellano regional es, simplemente, “curandero”. Entrecomillé típico porque la heterogeneidad caracteriza a los curanderos: en sociedades sin jerarquías como son las amazónicas, no existe un colegio oficial de curanderos que determine la ortodoxia y otorgue un permiso a quien la cumpla.

Don Gregorio, colaborador de don Rogelio
Don Gregorio, colaborador de don Rogelio, chupa de la cabeza de Randal el mal que arrastra desde hace dos décadas, cuando una amiga le colocó un collar que, según don Rogelio, tenía un maleficio.

Consulta abierta

También conocido como “médico” o “doctor” entre sus vecinos, el curandero tiene una consulta abierta al público (indio o blanco, vecino o extraño, familiar o no) en la que “despacha” a enfermos que llegan con diarrea, dolores, problemas en la piel, neurastenia… Algunos de esos problemas, de origen puramente terrenal, requieren poco más que la administración de ciertas plantas y, con frecuencia, una dieta que restringe alimentos, relaciones sexuales y sociales, exposición a los elementos o trabajos pesados. Sin embargo, hay enfermedades que son fruto de una interacción traumática con el más allá; es entonces cuando se hacen necesarias técnicas ultraterrenas para pedir la colaboración de los aliados espirituales en el diagnóstico y el tratamiento.

El primer problema que traía Randal era físico. Un par de semanas antes de llegar había sido operado de una hernia umbilical y la herida aún no había cicatrizado. “Para que no haiga ningún problema, le pongo noventa días sin hacer fuerza ninguna”, dictaminó don Rogelio tras un examen concienzudo. Y luego: “Esta tarde vamos a empezar a curar eso. Allá fuera está su doctor”, dijo señalando al bosque aledaño. “Se llama renaquillo y esta noche le va a conocer usted”. Por la tarde acompañé a don Rogelio al bosque en busca del árbol. Nos cruzamos con su hijo Elisbán, que cargaba un saco de corteza de guacapurana, árbol con notables propiedades terapéuticas. “Voy a llevarlo a la ciudad para venderlo a los turistas”, explicó. Elisbán había tenido que caminar lejos; los ejemplares de guacapurana que encontramos cerca de la casa estaban pelados hasta los tres metros de altura. “De tan bueno que es va a morir –lamentó don Rogelio–, porque todo el mundo viene y le saca su cuerito. ¡Uh! No vale ser bueno. Mejor ser malo, ahí sí nadie te toca”. Unos minutos más tarde encontramos un enorme ejemplar de renaquillo. Don Rogelio lanzó un palo a la copa y recogió las hojas desprendidas. Luego le pegó un machetazo superficial al tronco y brotó algo de savia, que guardó en una botellita. Con la resina, aquella misma noche, don Rogelio empapó una tela de algodón y, pegajosa, la fijó sobre la zona umbilical. “Él solito se suelta cuando ya ha curado todo”. Con las hojas hizo una infusión, que Randal tomó como si fuera agua en los días siguientes.

El conocimiento etnobotánico de los pueblos indígenas ha sido bien contrastado. Jacques Tournon, que trabajó durante años entre los shipibo del Alto Ucayali, en Perú, y estudió el conocimiento etnobotánico de las raomis, las boticarias shipibas, hizo una comprobación inequívoca: escogió una quincena de plantas preferidas por las raomis, las analizó en el laboratorio y absolutamente todas demostraron la efectividad biológica que las expertas indicaban. Según la bióloga iquiteña Elsa Rengifo, en la selva amazónica hay entre sesenta mil y noventa mil, de las que entre dos mil y tres mil forman parte de la farmacopea de los distintos pueblos amazónicos. En Iquitos, no muy lejos de donde vive don Rogelio, se utilizan alrededor de quinientas de estas plantas, de las que ciento cincuenta se comercializan habitualmente en el mercado de Belén, y diecinueve de ellas son exportadas. La mayoría de las plantas que se comercializan son silvestres y muchas de ellas, como la ayahuasca, están sufriendo los típicos rigores de la sobreexplotación.

El segundo problema de Randal puso en marcha el dispositivo chamánico. Cuando inició su búsqueda espiritual en la India, dos décadas atrás, Randal descubrió que ese camino también transita por zonas tenebrosas. Una de sus colegas, con la que mantenía una extraña relación, le regaló un collar. Al colocárselo, Randal notó que un mal entraba en su cuerpo, y que se tradujo en una tensión persistente en el cuello. A lo largo de los años probó tratamientos convencionales y alternativos, sin éxito. Don Rogelio, que había escuchado atentamente, asintió: “Eso fue una maldad que colocaron en su cuerpo; eso se enraíza, comienza a crecer y usted vive sufriendo hasta el día en que te domina y mueres. Eso es una enfermedad maligna y nosotros la vamos a curar con don Gregorio”.

Don Gregorio
Don Gregorio muestra el pedazo de hierba que extrajo del cuello de Randal.

Pedazos de hierba

Don Gregorio apareció resoplando en la casa de don Rogelio. ¡Qué estampa! Su chepa soportaba quién sabe qué pesada carga; los ojos vidriosos dudaban entre el estrabismo y la bizquera; el pelo ralo alborotado sin ton ni son; el pantalón y la camisa sucios y harapientos; descalzos los pies cuarteados, las uñas negras. Don Rogelio no dejó que su aspecto nos engañara. “Este hombre que no sabe leer ni escribir se ha puesto a tomar sustancias de plantas y ha dominado ese conocimiento. Con ese sacrifico grande él es un médico. Así todos nosotros los médicos somos así, para tener esas cosas no es fácil. Ahora él va a demostrar lo que ha aprendido”.

Pedazos de hierba, escamas de pescado, arañas, babosas, son algunos de los objetos que con más frecuencia sacan los médicos espirituales del cuerpo de los enfermos.

Don Gregorio no parecía escuchar; no parecía de este mundo. Se sentó trabajosamente en una silla y le pidió a don Rogelio en un murmullo inaudible papel y cigarrillos. Traté de establecer conversación con el sanador; él me respondió señalando a Randal, señalándose a sí mismo, y extendiendo victoriosamente el pulgar. Creo que no entendía castellano. Con manos torpes y temblorosas cortó el papel en cuadrados de diez centímetros de lado. Sopló una melodía protectora, el ícaro, sobre los cigarrillos, para garantizar su poder terapéutico. Se colocó detrás de Randal y realizó una serie de enérgicas convulsiones con los brazos, como poseído por una fuerza sobrenatural. Se inclinó sobre el cuello enfermo, palpó, masajeó. Encendió un cigarrillo, fumó ávidamente, acercó la boca al cuello, sopló el humo sobre el mismo punto que luego chupó y sorbió intensamente. Se retiró, visiblemente aturdido; don Rogelio le soplaba humo de tabaco en la cabeza. Recuperó el equilibrio y poco a poco, teatralmente, extrajo de la boca una brizna de hierba, que mostró triunfal. Repitió la operación veinte veces. Al final Randal, aturdido, aseguró sentirse mejor y pagó generosamente a don Gregorio, que recomendó otra sesión para sacar las persistentes raíces del mal. “Una enfermedad de mucho tiempo –convino don Rogelio, serio– no se saca fácilmente”.

Placebos bautismales

Pedazos de hierba, escamas de pescado, arañas, babosas, son algunos de los objetos que con más frecuencia sacan los médicos espirituales del cuerpo de los enfermos, la prueba de su victoria contra el daño maléfico. ¿Pueden efectivamente estos especialistas extraer objetos extraños de la anatomía del enfermo? Si le preguntas a los paisanos amazónicos, no hay duda; tampoco faltan occidentales que defienden esta hipótesis. Yo me inclino a creer que se trata de una terapia espectacular que opera en el dominio de lo simbólico. Que las creencias tienen un poder efectivo sobre la salud ha sido ya comprobado por la medicina occidental. Numerosas investigaciones han comprobado el indiscutible efecto placebo: los pacientes demuestran mejoría en sus síntomas aunque solo estén tomando una sustancia inerte. El efecto placebo no se limita a la ingestión de un supuesto fármaco: el carisma del médico, la sofisticación de las máquinas usadas en el tratamiento, el color blanco omnipresente, el olor a productos químicos, etc. Un tratamiento médico en un hospital es un ritual en cuyo poder curativo confiamos.

Otro ritual occidental, en este caso religioso, se interpuso en los primeros días entre Randal y su maestro: el efecto nocebo. Sucedió cuando, ausente don Rogelio de la casa, una vecina visitó al aprendiz y le pidió que apadrinara a su bebé. Cuando don Rogelio regresó y se enteró, por medio de su hija, de que había facilitado la alianza, de que Randal iba a tener que asistir a la Iglesia católica, le faltó poco para montar en cólera. “El catolicismo ha cometido muchos homicidios, y hecho muchas cosas desagradables para ganar poder sobre la humanidad”, explicó el viejo. “A nosotros los que trabajamos con plantas la organización católica nos dice que somos satánicos. Pero es mentira; nosotros con las plantas hemos descubierto ese poder divino para curar, para hacer el bien”. Randal escuchaba cariacontecido la diatriba. “Cuando uno está estudiando esta ciencia y se mete a esas cosas del catolicismo, le baja la energía. Randal no puede volver a la iglesia mientras esté metido con las plantas”.

Pese a la contraposición que esbozó don Rogelio, el curanderismo ayahuasquero tiene profundas raíces que lo conectan con la Iglesia católica. Unos días después del desliz de Randal, la primera ceremonia de su proceso de formación ayahuasquero resultó ser…: ¡un bautizo!

Católico ayahuasquero

Era noche de luna nueva. Sentados en la penumbra alrededor de una vela, en la casita apartada que le habían construido a Randal para que siguiera su estricta dieta, Don Rogelio habló de Dios, del poder divino, del dinero. “La parte material se aprende rápido. Se agarra la planta, le cocinas, le preparas. Ya, amigo, venga, tú quieres tomar, dame la plata. Esa clase de gente hay bastante. No. Yo estoy queriendo enseñar la parte divina. No es tanto para quedarse millonario sino para vivir compartiendo la curación. Y ese poder divino no se lo puedo dar yo, ese poder se consigue dietando, pero es difícil, hay que tener paciencia, es muy trabajoso”. Randal respondió con gravedad: “No tengo ninguna intención de vender el remedio”.

Algo en el ambiente cambió cuando don Rogelio prendió un cigarrillo y sopló el humo dentro de la garrafa de ayahuasca y sobre la chacapa (el abanico/sonajero de hojas). Luego silbó una leve melodía y le hizo una limpieza a su pupilo, barriendo con la chacapa a su alrededor y soplando humo en su coronilla. Tras esto salieron a la noche oscura. Sentó a Randal junto a una mata de ayahuasca cercana a la casita y, entonando un monótono ícaro del que apenas se distinguían algunas palabras del quechua, pidió a Randal que elevara un juramento de respeto a la planta. “Gracias por la ayuda que me has dado en mi proceso de curación”, dijo gravemente. “Te serviré lo mejor que pueda, con los poderes que me sean concedidos, para hacer el bien en el mundo”. De vuelta al interior, don Rogelio sirvió un poco del remedio para cada uno de los presentes (familiares y vecinos) y no pasó mucho tiempo antes de que se apagara la única vela, sonara la música ritual y se desencadenara la purga, dramática en el caso de Randal, que a base vómitos y diarrea dio los primeros pasos en su senda chamánica.

Ceremonias como esta son habituales en toda la Alta Amazonia, región que comprende territorio de Colombia, Perú, Ecuador y Brasil. Los pueblos cocama, shipibo, inga o napo-runa, entre muchos otros, además de las poblaciones mestizas ribereñas, comparten un sistema médico supraétnico que, todo parece indicarlo, se configuró a partir del siglo xvii en las misiones jesuitas de Maynas.

Desde principios del siglo xvii hasta 1767, fecha de su expulsión de América, los jesuitas fundaron en los ríos Alto Amazonas, Napo, Marañón, Huallaga y Ucayali (región ayahuasquera por excelencia) decenas de reducciones, pueblos misionales en los que mediante regalos o violencia se atraía a población indígena de diferentes etnias para su evangelización. Aunque las reducciones, pequeñas e inestables, no lograron insuflar la moral cristiana, su influencia en la región fue determinante. La concentración humana era terreno abonado para las epidemias de viruela, gripe o sarampión, letales para los nativos; cuando estos huían de regreso a su territorio llevaban consigo el virus, convirtiéndose en vectores de expansión. Tribus desaparecidas o diezmadas, desplazamientos forzosos, actividades productivas y rituales truncados.

Reducciones, concentración de etnias, interculturalidad, epidemia y dispersión, una espiral viciosa que condujo a una reconfiguración de las relaciones interétnicas y los sistemas de salud. La gran movilidad étnica y personal, así como la mortalidad indiscriminada, desarticularon las sociedades e imposibilitaron los grandes rituales chamánicos. La situación de salud de las personas, sin embargo, era peor que nunca. En ese contexto parece plausible que surgiera la figura del curandero profesional: sabedores que eran visitados por todo tipo de gente, afines o no, de la familia o no, de la tribu o no.

La opinión más o menos compartida por autores como Peter Gow, Luis Eduardo Luna, Gayle Highpine, Brabec de Mori o Bianchi sugiere que en algún momento la ayahuasca llegó a las reducciones. No está claro quiénes y cómo la usaban originalmente, pero allí fue adoptada por diversas etnias que contribuyeron a la reconfiguración de su uso y que, en un eventual regreso al territorio original, con la enfermedad llevaban también una esperanza de curación.

Que este proceso de difusión tuvo lugar en las reducciones está sugerido por la presencia habitual de elementos cristianos en el complejo ayahuasquero, como el bautizo de don Rogelio, oraciones, invocaciones, mitos de origen, etc. Además, el vocabulario ritual ayahuasquero en el castellano regional se nutre de términos quechua, la lengua franca que los padres jesuitas utilizaban para facilitar la comunicación intertribal. No es de extrañar que ayahuasca sea una palabra de origen quechua cuyo significado etimológico se ha fijado en ‘soga de los muertos’, ‘liana del alma’ o ‘liana amarga’, tres interpretaciones dispares que bien merecen un pequeño análisis. Pero esa es otra historia y, por ende, será contada en otra ocasión.

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #256

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