Fumar yerba en África siempre es especial. Mejor incluso que fumarla en el Caribe. Fumando en el continente más tergiversado, rechazamos los discursos pesimistas que pretenden englobar su realidad a una concatenación de hambrunas y guerras, como si mil millones y medio de personas estuvieran destinadas a elegir en exclusiva entre un estómago rugiente y el chasquido del Kalashnikov. Fumar en África, aunque suene grotesco, nos otorga humanidad, a la vez que humanizamos todo un continente encajado en los clichés occidentales. Y fumar en Etiopía, el lugar que vio nacer a Haile Selassie, al Ras Tafari, al Rey de Reyes, al Señor de Señores, al León conquistador de la tribu de Judá, a la tercera reencarnación de Dios en la Tierra, al heredero directo de la estirpe que inició Salomón tras violar a la reina de Saba, fumar en Etiopía, digo, equivale a desnudarte y zambullirte en un mundo libre del pecado original.
El país es, políticamente hablando, un caos. Más de 90 grupos étnicos y unos 80 idiomas se enzarzan en esta tierra provista de selvas, llanos, montañas, desiertos, ríos, riqueza y miseria, rascacielos en su capital, chozas de argamasa de barro y paja en sus zonas menos accesibles. Yo considero a Etiopía como “la India africana”, debido en parte a su amplio rango cultural y el batiburrillo de trifulcas políticas que la dominan a raíz de su variedad. Igual que puedes viajar al sur del país para encontrarte con los pastores Mursi, mitad ganaderos y la otra mitad guerreros, o dejar que te secuestren los yihadistas somalíes en la frontera oriental, puedes estrellarte contra las montañas de Tigray y encontrar una región recién asolada por una guerra (2020-2022) que ha arrancado 600.000 vidas ante un bochornoso silencio mediático. Igual que encuentras una mayoría musulmana en la frontera con Somalia, desapareces días después en un ritual ortodoxo donde todos los participantes te aseguran que el Arca de la Alianza, la misma donde Moisés guardó los diez mandamientos, se encuentra en Etiopía, y no en otro lugar, después de que el hijo bastardo de Salomón y la reina de Saba robara este importante tesoro de Jerusalén.
Fumar en Etiopía implica empaparte de tradiciones con dos mil años de antigüedad, mezcladas con tradiciones del año pasado. Pero mejor será empezar por su marco jurídico actual. Fumar marihuana en Etiopía es ilegal, no tiene vuelta de hoja. La ley especifica que al que pillen en posesión de maría deberá ser presentado ante un tribunal en un plazo no superior a 48 horas, mientras la pena máxima que se aplica a los consumidores es de seis meses de prisión. Que la yerba no sea consumida de forma habitual por los etíopes, que prefieren mascar las hojas de khat (ahora hablaremos de esto), lleva a que el interés de la policía por cazar a los fumadores sea recurrente, como mucho. Lo sabemos bien quienes hemos comprado en el país. A veces se comercializa en pequeñas bolsitas con semillas y ramitas integradas, pero la mayoría de las ocasiones te dan la rama literalmente envuelta, como una trucha en la pescadería, cortada en generosos trozos que deberás limpiar tú mismo. Y el precio de venta es ridículo: por una rama de yerba, si sabes negociar, apenas tendrás que pagar unos 300 bir (5,20 euros) al tipo que te la consiga.
La tierra prometida de los rastafari
"El emperador Haile Selassie donó en 1948 una parcela para que los afroamericanos víctimas de los abusos racistas de Estados Unidos pudieran regresar a África"
La forma de conseguirla es sencilla. Basta con pasear entre las calles de cualquier gran ciudad, especialmente en Addis Abeba, y preguntar por nuestra amiga al primer rastafari que encuentres. En Etiopía hay muchísimos rastafari. Basta un paseo de media hora para encontrarte con alguno. El rasta, ya lo sabemos, suele ser un tipo amigable y abierto, por lo que no correrás el riesgo de que te de gato por liebre (o chivatazo por chivato) y lo más probable es que te invite a fumarte el primer porro del paquete con él.
Aunque sí que es verdad que en el norte de Etiopía acaba de terminar una guerra donde Occidente ha mostrado un claro apoyo hacia los rebeldes, por lo que la policía etíope no se encuentra en su momento más amistoso con los occidentales. Mejor tener cuidado, como siempre.
Donde seguro que se puede fumar con absoluta tranquilidad es en Shashamane, a 200 kilómetros al sur de la capital, dado que la localidad es conocida por su comunidad rastafari. La historia de Shashamane es bonita. Resulta que el emperador Haile Selassie, el último monarca del país, donó en 1948 una parcela para que los afroamericanos víctimas de los abusos racistas de Estados Unidos pudieran regresar a África, una donación que pronto se prolongó a todos los ciudadanos de origen africano en América (estadounidenses o no) que quisieron regresar al continente de sus antepasados. La mayoría de quienes vinieron aquí no eran otros que los rastafari, cuyo movimiento se inició en los años treinta de la mano del predicador y periodista jamaicano Marcus Garvey, el que fue considerado por muchos como una reencarnación de Juan Bautista. Igual que ocurre con cualquier movimiento, este evolucionó, pero cuenta la leyenda que todo cambió cuando Haile Selassie fue de visita a Jamaica en 1966. El rey etíope ya estaba considerado como la reencarnación de Dios en la tierra por sus seguidores jamaicanos, que corrieron a recibirle en bandas de miles cuando su avión aterrizó en la isla caribeña. Sigue la leyenda, casi un mito, diciendo que Jamaica sufría por aquél entonces una prolongada sequía, y que esta concluyó en el momento mismo en que Selassie posó sus pies divinos sobre el suelo caribeño. Y la lluvia se hizo. Entonces se borró todo rastro de duda acerca de la naturaleza sagrada del etíope, y la creencia de que se trataba de la tercera reencarnación de Dios (después del sacerdote Melquisedec y de Jesucristo) arraigó, provocando que una oleada de rastafaris iniciase un éxodo a la colonia de Shashamane.
Ahora no quedan muchos. Según un recuento reciente realizado por la CNN, apenas quedan 300 en la colonia, frente a los 2.000 que llegaron a habitarla en la década de los 90. Ellos fuman sin problemas, sin que la policía les moleste, sin hacer daño a nadie, relajados, y fumar con ellos sin problemas, sin que la policía te moleste, sin hacer daño a nadie, relajado, es perfectamente posible. Además de una experiencia brutal.
Un dato curioso sobre Etiopía es su altura. La altura media de los territorios del norte y centro del país oscila en torno a los 3.000 metros, con picos que superan los 4.000 metros sin pestañear. Por tanto, nace una pregunta relevante a la hora de visitar este país: ¿sube más la yerba debido a su altura? ¿El high será mayor si estamos más high? Pues sí pero no. En términos biológicos, el subidón que uno recibe al consumir yerba tiene un tope en nuestro organismo, por lo que no importa que te fumes un clencho en la luna que te va a subir lo mismo que en Costa Brava. Pero también, como ocurre cuando bebemos alcohol en una posición elevada, la altura produce en el ser humano una grata sensación liviana que nos “eleva” de alguna manera, haciéndonos sentir como tal. Así, al fumar un porro en una montaña de 4.000 metros, podemos habernos fumado cuatro caladas que parecerá que nos hemos fumado el porro entero. No tanto porque estemos más fumados per se, sino porque nos dará la sensación de estar más fumados. Que no es lo mismo. Una cosa es estar fumado y otra muy diferente sería pensar que lo estás.
En cualquier caso, siempre podemos contentarnos con pensar que estamos más fumados y ahorrar así en gastos. Estirar los efectos del tronco hasta su límite, únicamente sentados en lo alto de una montaña etíope, por qué no, sintiéndonos (física y mentalmente) en la cima del mundo.
Khat versus Cannabis
"Mascar khat para los novatos equivale a beberte varias tazas de café (sus efectos son similares a la cocaína mascada), mientras los adictos lo consumen como opiáceo, ya que una ingesta excesiva de khat suele derivar en un adormilamiento constante"
Por cierto, ¿sabías que la droga más popular de Etiopía es el khat (pronunciado chat), que es además la sustancia más habitual en el cuerno de África? Su costo en Addis Abeba ronda entre los 60 y los 120 bir, entre uno y dos euros. Es legal tanto en Somalia como en Etiopía, fácil de encontrar en los puestos callejeros, y su forma de consumo se limita a mascar la hoja que le da nombre. Al ser mucho más barata a los bolsillos que la yerba, su consumo se ha disparado en las naciones donde la población local no posee los medios para agenciarse drogas de mejor calidad. Solo en Somalia se calcula que en torno al 70% de la población masculina masca khat con regularidad. Mascar khat para los novatos equivale a beberte varias tazas de café (sus efectos son similares a la cocaína mascada), mientras los adictos lo consumen como opiáceo, ya que una ingesta excesiva de khat suele derivar en un adormilamiento constante.
Merece la pena probarla. No es una sustancia especialmente adictiva mientras su sabor amargo, a planta, a verde, recorre las muelas de quien la mastica provocando una sensación novedosa. Puedes transportarla a lo largo y ancho del país que lo máximo que te pasará si te cruzas con un militar es que te pida un poco para él.
Fumar en Etiopía es fácil, aunque más complicado sería encontrar el sitio para fumar. Puedes hacerlo en la capital, sí, en la colonia rastafari, también, pero cuando visitas un país que supera el millón de kilómetros cuadrados no puedes limitarte a empotrarte contra una de sus esquinas. Necesitas salir de las ciudades y aspirar una bocanada de aire fresco intercalada con el canuto, necesitas arrancarte la piel del sapiens para volver a arrastrarte a cuatro patas por donde dicen que cazaron nuestros antepasados antes de echar a caminar al Este. Necesitas volver a las raíces, lejos de la ciudad. Volverte una criatura supersticiosa, si hace falta, que teme a los rayos y que se mueve siempre en busca de una fuente de agua.
Necesitas salir. No merece la pena alquilar un coche en Etiopía (además, es carísimo) porque cuenta con una excelente red de autobuses que podréis utilizar tú, tus acompañantes y el puñado de yerba que previamente habréis desmigado para facilitar su transporte por el país. Hay dos destinos posible, norte y sur. Al norte está la tradición más profunda de Etiopía, las historias de los santos, las montañas, los edificios centenarios que demuestran que África solo estuvo subdesarrollada cuando un grupo de europeos pretenciosos decidieron que fuera así. Al sur fluye la diversidad étnica llevada a su extremo, la magia ritual, las plantaciones de café y los llanos que parecen no terminar nunca, ni siquiera en el fin del mundo.
Norte
"Pocos lugares en Etiopía hay mejores que Lalibela para fumarse un porro, si eres de los que les gusta lo espiritual"
Cabe decir que las carreteras del norte de Etiopía pueden frustrar a los más ansiosos. Solo dos túneles y entre tres mil o cuatro mil curvas (o más, o diez mil) compactan el asfalto entre las montañas. En las cotas altas del macizo etíope noroccidental viven decenas de colonias de babuinos ubicadas al borde de las carreteras, son graciosísimos, son unos truhanes peligrosos capaces de arrancarte la mano de un mordisco. Quienes viajan en coche gustan de pagarles un peaje de comida que arrojan por la ventanilla para que los monos se abalancen a cogerla. Están allí, se ven desde la ventanilla, sentados en la roca, dejando que el tiempo pase, acurrucados en los días fríos. Y todavía más al norte, en el Parque Nacional de Simien, existe la posibilidad de hacer excursiones para verlos de cerca.
Hay quien habla de fumar un canuto en naturaleza como si fuera la expresión máxima de paz, como si fumarte un canuto en naturaleza consistiese en escuchar los pajarillos y recostarte en el césped de un robledal. No dicen que la naturaleza de verdad puede pegarte un bocado y dejarte sin mano. Fúmate un porro en la naturaleza real, la que no sale en las películas, arriesga tu mano junto a los babuinos y ya podrás decir sin género de dudas: yo me fumé un porro en naturaleza. En Etiopía.
Dejamos atrás a los babuinos de la carretera. La carretera gira, gira, gira, el viaje de Addis Abeba a Lalibela puede durar doce horas, la carretera gira y gira sobre su propio eje, parece avanzar en círculos. Pocos lugares en Etiopía hay mejores que Lalibela para fumarse un porro, si eres de los que les gusta lo espiritual. Cuenta la leyenda que el rey Lalibela consiguió construir once iglesias en tan sólo 24 años (estamos hablando del siglo XII) y que pudo conseguirlo gracias a que los ángeles trabajaban por las noches en su construcción. Hasta aquí peregrinan todos los años cientos de miles de fieles de la religión ortodoxa, para descalzarse y besar el suelo que pisaron sus ancestros. Una confusión de oraciones murmuradas en lenguas muertas y el frufrú de las túnicas tradicionales invaden los sentidos del visitante, que sólo puede seguir la marea e inclinarse con sumisión confusa ante las cruces que sujetan los sacerdotes. Cada flor aquí tiene un repunte de divinidad, como cada mirada empapada que entrecruzas en la furia de los días del mercado.
No demasiado lejos de Lalibela, a poco menos de una hora en coche, se encuentra el que probablemente entre dentro de los cinco mejores spots donde he fumado. Es la iglesia de Bibala Saint George. Aunque más vieja que las de Lalibela y de aspecto más decrépito, se encuentra alejada de los destinos turísticos habituales y con unas vistas al valle y a las montañas muy difíciles de igualar. En la iglesia de Bibala, al empezar a fumar, nos invade la psicodelia. Escucha: dentro de la iglesia hay dos panales de abejas que cuenta la tradición que llevan allí desde su construcción, hace casi quince siglos, y puede ser verdad porque la iglesia está construida para que las abejas puedan entrar y salir según les plazca. Escucha, las abejas viven dentro del edificio, sin molestar a nadie. Nada les importa un carajo. Zumban y hacen miel pegajosa que el sacerdote recolecta como quien recoge setas, para luego venderla diciendo que se trata de miel sagrada. Afuera, la inmensidad del valle se colorea de amarillo durante los meses secos y enverdece con la brusquedad con que caen las tormentas. Si crees en Dios, Dios está allí, dormido en ese valle; si no crees en él, supongo que será porque Dios quiso jubilarse en ese valle cuando lo encontró.
Más al norte de Lalibela está Tigray. Ahora es difícil ir porque acaba de terminar una guerra que a nadie le ha importado un bledo pero que ha acabado con la vida de 600.000 personas, entonces entrar es complicado y solo nos atrevemos los más temerarios, pero al noroeste de Lalibela (fuera de Tigray) se encuentra el Parque Nacional de Simien con sus simpáticos monos que pueden matarte si les tomas demasiado el pelo. Merece la pena hacer una visita de cortesía a esos monos que son como peluches con rasgos psicopáticos.
Sur
"Fumar un canuto original de Shashame mientras das de comer un solomillo a una hiena, a un espíritu de la noche, es de las cosas más chulas que hay en la vida"
De lo mejor de Etiopía es su contacto con la realidad. Las costumbres de sus pueblos son profundas e inamovibles, su lucha por sobrevivir es real, letal, y todo en el paisaje lo colorea un tono de inmensidad que nos hace sentir diminutos. Un ejemplo perfecto sería el de las hienas moteadas de Harar. Aunque esta ciudad está técnicamente al este de Etiopía, sigue estando al sur del norte, entonces diremos que entra dentro de la categoría sur.
Hablábamos de la naturaleza que te arranca una mano. Hace más de 500 años que la hienas moteadas deambulan por Harar para alimentarse de los deshechos orgánicos de la ciudad y prevenir así las posibles enfermedades que puedan propagarse a causa de la basura. Desinfectan la ciudad. Evidentemente, una vez se popularizó el turismo en Etiopía los habitantes de Harar se dieron cuenta de que el asunto de las hienas sería una jugosa fuente de ingresos, entonces hoy puedes ir allí para alimentar a las hienas con la mano, en mitad de la noche, iluminados vosotros y la bestia por nada más que un fuego que crepita y mansa al animal. ¿Y no da miedo? Un poco. Pero es bueno que de miedo. Para fumar tranquilos en el sofá mejor será que nos quedemos en casa.
El sur del país es además donde se encuentra la zona de foresta, verde a rebosar. Aquí se cultiva la marihuana etíope y, si eres lo suficientemente espabilado y aterrizas en el sitio adecuado, por un puñado de bir podrás hacerte con yerba naturalísima de primerísima calidad, del campo a la mesa, del campo al papel y directo a embriagar los pulmones. Los locales cultivan la planta, pese a ser ilegal, con fines medicinales, ya que el acceso a la sanidad en Etiopía puede ser dificultoso en ocasiones. Si vuelas y planeas y aterrizas en la localidad de Shashame (en la región de Oromía), no te costará demasiado encontrar a uno de estos agricultores pacíficos que están dispuestos a acordar un intercambio sin armar revuelos. Y fumar un canuto original de Shashame mientras das de comer un solomillo a una hiena, a un espíritu de la noche, es de las cosas más chulas que hay en la vida, esa es la palabra, chula, no me cabe duda, y doy otra calada y me río de quienes pescan tiburones como si fuera lo más. Novatos.
Más. En Etiopía siempre hay más. Levantas una piedra y te salen cuatro planes para hacer con la mente en un estado ideal de relajación. Porque en el sur también se encuentra el primer sitio del mundo donde empezó a consumirse el café. Y a mí me gusta fumarme un porrito tomándome un cafecito, sin prisas, sin agobios, como debe ser. Este Jardín del Edén cafetero se llama Kaffa (ahora cuadra, ¿a que sí?) y la leyenda cuenta que “el primer Starbucks” vio la luz cuando un pastor notó que una de sus cabras comía de un extraño fruto y básicamente se ponía como una moto a balar y hacer cabriolas como una enajenada. Entonces el hombre, comprensiblemente, se llevó unos pocos frutos a su casa para que su mujer los tostara y consumirlos así, poniéndose él (y su mujer, supongo) como una moto a hacer lo que fuera que hicieron él y su mujer al ser los primeros humanos en probar ese brebaje milagroso que llamamos café.
Suma y sigue. Etiopía es así, suma y sigue. Igual tienes una guerra espantosa que dedicas la mañana a fumar porritos rodeado de las plantas de café originales que das de comer a una hiena que estás charlando con un viejo rastafari casi tan sabio como Matusalén. No te aburres ni te cansas. Si acaso vomitas al borde de una carretera norteña, tras doblar la curva mil cuatrocientos veinte, mientras un grupito de babuinos te señala a gritos y se burlan de ti. Y sigues. Sumas y sigues al compás del país, una calada aquí, otra allá, del desierto a la arboleda, ahora en la llanura, luego en la cima de una montaña. Tienes que tener los ojos muy abiertos cuando fumas en Etiopía: no sólo porque puedes perder la mano, sino que podrías perderte el refugio donde se escondió Dios.