Lo emocional es muy importante en la práctica diaria del acto médico. Cada día, cada médico ve a decenas de pacientes que, al margen de lo específico de su dolencia, un catarro, una fractura, una enfermedad crónica o un proceso grave, se acerca a la consulta portando dos elementos que determinan una buena parte de su malestar: la excepcionalidad y el miedo.
Excepcionalidad porque visitar al médico se sale de la rutina, es algo antinatural que rompe la línea de una normalidad tranquilizadora. Por muy banal que sea el problema de salud produce una fractura en nuestros planes vitales. Esta fractura puede ser tan aparentemente liviana como pedir unas horas en el trabajo o buscar a alguien que pueda coger a los hijos del cole y llevarlos al pediatra, o puede ser más compleja, cuando procesos de media o larga duración hacen necesario modificar proyectos vitales. Ir al médico es algo “que no debería estar pasando”.
Y miedo porque la seguridad en la propia salud es algo tan enraizado, algo que tenemos tan asumido, que solo cuando falta somos conscientes de ello. La falta de salud, desde un eccema hasta la diabetes, nos genera siempre varios miedos: ¿se me pasará?, ¿va a doler mucho esto?, ¿qué puedo hacer para curarme?
A pesar de (o a causa de) que los planes de estudio de las licenciaturas de Medicina no recogen de forma suficiente la faceta humana de la práctica médica, la cotidianidad de la relación médico-paciente, es decir, la exposición constante al sufrimiento humano, a la muerte en muchas ocasiones, al padecimiento de paciente y familiares, nos hace hipersensibles al sufrimiento ajeno. Pero la referida falta de formación hace que en gran número de ocasiones no tengamos las herramientas necesarias para gestionar este universo y el médico aparece como un ser insensible, lejano, poco o nada empático e incapaz de colaborar para aliviar la carga emocional de sufrimiento asociado a la enfermedad. Esto nos hace, de hecho, malos médicos.
La experiencia del sufrimiento ajeno
En mi experiencia personal, tres son las vías que recorrer para solucionar, o al menos paliar, este déficit. Por un lado, formarse. No me extenderé aquí. Hay todo un universo formativo, reglado o no, para incorporar a nuestro acervo intelectual dichos conocimientos y habilidades. En segundo lugar, debemos hacer una honesta revisión autocrítica de nuestra disposición a dejarnos impregnar por lo emocional del acto médico. La persona más formada no será capaz de aliviar el sufrimiento si no está dispuesta a reconocerlo aun en las pequeñas cosas, o si se limita a una fría visión cientifista (que no científica) de la enfermedad. En tercer lugar, quizás el más importante, debemos exponernos al sufrimiento cotidiano. Solo ver pacientes, ver a personas que sufren desde la perspectiva de poder colaborar, aunque sea un poco, en el alivio de su sufrimiento, hacerlo de forma cotidiana y continuada, nos permite “engrasar” las herramientas anteriores.
Para mí, como colaborador de la asociación de cannabis terapéutico El Código Verde, de Zaragoza, el hecho de estar compartiendo momentos de la mayor calidad que puedo ofrecer con personas socias terapéuticas está siendo la mejor formación posible y una fuente de satisfacción personal.
Estas personas, con dolores neuropáticos refractarios a todo tipo de analgésicos y antiinflamatorios, con cánceres tratados con quimioterapias que les generan un malestar profundo, con enfermedades poco o nada comprendidas como la fibromialgia, con insomnios agotadores, con rigideces articulares producto de enfermedades previas, y otras muchas dolencias, acuden desesperadas a la asociación. Han atravesado un calvario interminable de médicos que les rebotan de unos a otros sin darles una respuesta satisfactoria. Han tenido que acostumbrarse al dolor, a la preocupación de los seres queridos, a las noches en vela, a la resignación de la discapacidad funcional. Las personas que vienen lo hacen porque nada antes ha funcionado, porque no queda más remedio, cargadas de una “desesperanzada esperanza” en lo imposible.
Nosotros no podemos ofrecerles muchas seguridades. No podemos decirles que con las extracciones de aceite de cannabis su dolor desaparecerá, pero sí podemos decirles que va a mejorar. Podemos decirles que van a comer mejor, a dormir mejor. Podemos decirles que, en algún grado, van a recuperar sus brazos, sus piernas, su fuerza, su cuerpo.
La persona-dolor
Pero hemos aprendido a ser cautos. La disponibilidad a identificar, entender y manejar el sufrimiento, el miedo y la incertidumbre adquiere muchas veces una segunda parte que puede generar una relación terapéutica deficiente o, en el peor de los casos, abandono y fracaso del tratamiento. Nos referimos a una situación que podríamos denominar “vértigo de recuperación”. Con esto nos referimos a esas ocasiones en las que personas que llevan años, incluso décadas, con dolores crónicos y permanentes, han incorporado esta situación a sus vidas y a su propia personalidad, haciendo de la discapacidad funcional una realidad. De alguna forma, estas personas han hecho del dolor parte de sí mismos y transciende cada una de sus acciones y pensamientos. Incluso, de forma inconsciente, ese dolor traspasa sus relaciones con los demás y conforma el modo en el que se perciben a sí mismos. Se pasa de ser una persona con dolor a ser una persona-dolor.
Esta transformación no sucede de modo consciente sino que se trata de una adaptación para encontrar un cierto grado de seguridad a la que aferrarse para soportar el día a día. Lo que siempre está ahí, a su lado, es el dolor.
Para estos pacientes, el dolor significa un rasgo más de su personalidad, un quinto miembro de su cuerpo, y su eliminación es vivida como la amputación de algo propio
Cuando algunas de estas personas experimentan una mejoría, sea esta discreta o notable, al disminuir su dolor y, algunas veces, las rigideces asociadas a la percepción crónica del mismo, recuperan en cierta medida sensaciones procedentes de su cuerpo que habían recodificado, escondido o encerrado bajo siete llaves de adaptación emocional. Se podría decir en estas situaciones que esas sensaciones son sensaciones de otra persona, de la que fueron, pero que ya no reconocen como suyas. Esto, de hecho, desde una perspectiva estrictamente médica, representa un avance en sus cuadros. Es decir, articulaciones inmóviles vuelven a movilizarse, rangos de movilidad se amplían, tiempo de deambulación se expande. Sin embargo, esa nueva circunstancia conforma personas que ya no son. Ellos son personas-dolor, y al desaparecer una parte de este último, se sienten vacíos, inseguros. Para esas personas, el dolor significa un rasgo más de su personalidad, un quinto miembro de su cuerpo, y su eliminación es vivida como la amputación de algo propio.
El paciente que abandonó el tratamiento por no abandonar su dolor
Uno de los ejemplos vividos en la asociación es el de un varón joven con una enfermedad causante de fuertes dolores, limitaciones motoras y espasticidad generalizada. Los tratamientos con opiáceos le restaban capacidad sensorial, y habían sido relegados al no tener una ganancia analgésica relevante en relación con los efectos secundarios. De todos modos, eran empleados como elementos de rescate. La rigidez, el dolor y la falta de confianza en las capacidades propias generada por los opiáceos habían llevado a la persona a encerrarse en casa la mayor parte del tiempo, dependiendo de terceros para su movilidad.
En principio, el cuadro nos permitió tener unas expectativas altas en su mejoría con el uso de cannabis y, realmente, así fue. En apenas dos meses se obtuvo una mejoría objetiva en la espasticidad, en el tiempo de deambulación y el tiempo y calidad del sueño. Esta mejoría fue percibida por su entorno y, de forma inequívoca, conseguía que esta persona pasase más tiempo fuera de casa, incluso llegando, tras unos meses más, a atreverse a practicar algo de deporte.
Sin embargo, a pesar de la objetividad de los logros, nunca, en ningún momento, la persona transmitió de forma oral una mejoría. Cuando se le preguntaba cómo se encontraba, la respuesta siempre era que mal, que los dolores no se iban. Cuando se le preguntaba por los motivos de su aumento de movilidad, la persona soslayaba el tema y narraba los días que no se había movido. Si las personas cuidadoras le intentaban hacer ver su mejoría, él, tras aceptar su argumentación, puntualizaba: “Sí, pero..”, y después narraba todas las desventajas de su situación.
Es decir, esa persona socia nunca aceptó la reducción del dolor a pesar de vivirla. Nunca se quiso desprender de él. Tal vez, según ella lo podía percibir, se resistió a que se le amputase el dolor. El resultado final fue el abandono del tratamiento.
Aprender a gestionar el sufrimiento
Con ese caso aprendimos que el cannabis no puede actuar solo en el caso de los dolores crónicos. Si no somos capaces de acompañar la incertidumbre que sienten las personas que han aprendido a vivir en un determinado paradigma, asumido como inamovible, no aceptarán los avances terapéuticos, sino que, a veces, los camuflarán con la reaparición de síntomas físicos que habían conseguido apartar del foco, o en otras, como un espacio de despojo del propio yo, como la amputación de algo que les conformaba. Y esto, no pocas veces, conduce a la desafección al tratamiento.
Estamos organizando un grupo de acompañamiento para que el paciente pueda compartir sus inseguridades y miedos
A pesar de que si mantuviesen el uso de cannabis estas percepciones desaparecerían tras readaptar la mente a la recuperación positiva del control sobre su propio cuerpo, si no somos capaces de caminar a su lado en la comprensión de esta fase, se enfrentarán solas a una incertidumbre que no todo el mundo está en condiciones de superar.
Nos dejamos por supuesto mil aristas. Mil facetas de una realidad tan poliédrica como apasionante. Tan compleja como potencialmente revolucionaria. Pero sirva lo expuesto para ejemplificar hasta qué punto la gestión del sufrimiento es lo que tratamos de conseguir en El Código Verde. Por ese motivo, en la actualidad, varias personas socias terapéuticas están organizando un grupo de acompañamiento para estos procesos, de modo que la persona que los vive pueda compartir sus inseguridades y miedos. Estas sencillas iniciativas dan sentido a nuestra asociación porque entendemos que, en la medida en que una asociación de cannabis terapéutico pueda ir aportando otra esperanza entre las personas que sufren, podremos afirmar que aportamos nuestro granito de arena a su autonomía, bienestar y libertad.