Today is the first day of the rest of my life
Mi primer ácido
También ocurrió en Torremolinos algún tiempo más tarde. Yo seguía alojándome en el Hotel Blasón, en pleno centro. Una noche apareció por mi habitación un colega sevillano, guapo con avaricia, que había decidido explotar sus dotes en aquel paraíso de huríes.
También ocurrió en Torremolinos algún tiempo más tarde. Yo seguía alojándome en el Hotel Blasón, en pleno centro. Una noche apareció por mi habitación un colega sevillano, guapo con avaricia, que había decidido explotar sus dotes en aquel paraíso de huríes.
Recuerdo que estaba en la cama cuando llamó a la puerta. Se sentó en el suelo y me enseñó un frasco de cristal con mil quinientas dosis de LSD.
Mi respeto y sano temor hacia las drogas me aconsejaron rechazar su invitación. No obstante, antes de marcharse me regaló cinco pastillas azules: el famoso Blue Cheer californiano.
El muy cabrón me dio hasta un consejo para la ingesta: que me metiera en una cueva que había en la Cuesta de la Reina, entre Málaga y Antequera, y me tomase, yo solito, una dosis. Por supuesto que no solo rechacé sus consejos sino que las cinco pastillas volvieron conmigo a Sevilla y durmieron, bastantes meses, escondidas entre mis libros.
Una tarde del verano sevillano estábamos, como casi siempre, en la Granja Viena, un viejo bar de la Alameda: Antonio Smash, Julio Matito, Henrik Smash, Manuel Marinelli y, cómo no, el doctor Estirado, el famoso Toto.
El tema de conversación era la falta de hierba. Habían detenido al Tineo, que la vendía sentado en un velador de la plaza. Los puestos de chucherías habían dejado de vender los “cigarritos de la risa” que se consumían desde El Califato.
Al parecer ya había en Sevilla demasiadas quinceañeras hippies, hijas de ilustres magistrados, doctores y políticos. Por primera vez la policía se preocupaba por una hierba que en aquellos tiempos solo fumaban los legionarios, los flamencos y los hippies.
De pronto me acordé de las pastillas azules que tenía en casa. El doctorcito no lo dudó un momento: fuimos a mi casa a recogerlas y, en mi coche, nos plantamos en un pueblo del Aljarafe sevillano donde tenía una finca el poeta norteamericano Duff Bigger.
Menos mal que optamos por un espacio natural y abierto para aquella noche estrellada. Para el primer día del resto de tu vida. Una noche de 1968.
Duff tenía un pequeño estudio en medio de la finca y allí procedimos a nuestra primera toma del ácido lisérgico, media pastilla por cabeza. Doce horas inolvidables hasta que, después de un puchero de gallina que nos preparó la mujer de Duff, me sentí capaz de conducir hasta Sevilla.
Fue una noche larga y difícil de contar desde la distancia. Solo recuerdo mi angustia al pensar que nunca regresaría al mundo real, mientras una lluvia de estrellas caía sobre nuestras cabezas. Duff, el único que había probado el LSD, me cogió de la mano y me dijo: “¿Conoces una canción de los Beatles, ‘Lucy in the Sky with Diamonds’? LSD”.
A mis años no me atrevo a aconsejar ninguna droga, ni siquiera la droga de la religión. Pero aconsejo que sepan distinguir entre las drogas para el espíritu: marihuana, LSD, mezcalina o éxtasis en estado puro, y que rechacen siempre las malditas drogas para el cuerpo: heroína, cocaína, anfetaminas, etc.
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