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La hierba y la paja

La sombra de la guerra contra las drogas es alargada, y siempre se cierne, sobre todo, sobre los más desfavorecidos.

En el caso de este mes tenemos lo que se llama un hombre de paja: una persona que no tiene mucho que perder y que se la juega a cambio de algo de dinero. Algo así como las mulas, las que viajan con sustancias ilícitas de un país a otro, pero con menos riesgo, tanto físico como jurídico. Pero unos y otros tienen en común que sirven a las organizaciones delictivas, y que provienen de estratos desfavorecidos o empobrecidos del tejido social. 

Sebastián, le llamaremos así, tenía una pequeña empresa que hacía aguas por todos lados: deudas con la Seguridad Social, proveedores que no le servían y cobros anticipados por trabajos que no lograba cumplir. Estaba con el agua al cuello. Uno de sus clientes le ofreció un dinero a cambio de suscribir un contrato para el alquiler de una nave donde se quería hacer un cultivo industrial de marihuana. Le dijeron que sería solo por un año, unos tres cultivos de interior, y que luego lo desmantelarían. Le aseguraron que el riesgo era mínimo, dado que se tomarían todas las precauciones. Cuando hubo firmado el contrato de alquiler, le dijeron que también tenía que contratar los suministros. Pidió más dinero por ello, pero se lo negaron, y le dijeron que iba en el pack

Durante varias semanas vivió con un poco de angustia, pero poco a poco se fue olvidando del asunto. De vez en cuando se pasaba por el lugar, y veía que todo estaba tranquilo. Cuando ya habían transcurrido varios meses, llamó al contacto para empezar a gestionar el fin del contrato, pero nunca lograba hablar con él. Lo intentaba a diferentes horas, y por llamadas, SMS y WhatsApp, pero no había manera. Empezó a inquietarse un poco. 

Un día decidió acudir a la nave. Fue a media tarde, aparcó unos metros más allá y se acercó andando. Picó a la puerta y no abrió nadie. Volvió a llamar más fuerte, conteniendo a duras penas su irritación. El año ya estaba por cumplirse, y quería ya olvidarse de aquel marrón. Nadie contestaba. Cuando se disponía a llamar más fuerte, le abrió la puerta un chico que parecía de Sudamérica, que al abrir miró a un lado y a otro asustado. Le dijo que pasara y Sebastián entró. El chico le explicó que él no sabía nada, que estaba viviendo allí, que no tenía nada que ver con el cultivo, y que en el lugar no había ningún responsable. Sebastián miró a su alrededor y vio a otros chicos jóvenes que le miraban a su vez un poco inquietos. Ni rastro de su contacto. “Volveré la semana que viene –les dijo–, decidle a quien vosotros ya sabéis que esté por aquí”. Se marchó enfadado y preocupado. 

A la semana siguiente, el mismo día a la misma hora, volvió a presentarse. De nuevo, la misma escena. Quien abrió fue otro chico, y le repitió lo mismo, que ellos no sabían nada. Sebastián se fue con las manos vacías, y dudando muy mucho sobre qué hacer a partir de aquel momento. Pero sus cavilaciones no duraron mucho. Tan solo cuatro días después, la Policía se presentó en su casa y lo detuvo por la comisión de un delito contra la salud pública, otro de defraudación de fluido eléctrico y otro de organización criminal. Se pasó varios días en comisaría y el juez de instrucción lo envió directo a la cárcel. 

El abogado que le puso la organización no pudo hacer mucho para evitar la prisión preventiva. Según le contó, la Policía había estado vigilando la nave durante varias semanas, por alguna denuncia anónima, y el día de la entrada y registro habían encontrado en bruto más de 250 kg de marihuana. Contra Sebastián, no solo tenían que era el arrendatario de la nave y de los suministros, sino que lo habían visto entrar y salir de la nave durante varias ocasiones, por lo que no había duda de que era miembro de la organización criminal. Los chicos que trabajaban dentro también habían sido detenidos y estaban en prisión preventiva. 

Sebastián se tiró varios meses en la cárcel hasta que fue puesto en libertad a la espera de juicio, que tardó algo más de tres años en llegar. Lo curioso es que era el único acusado. Los chicos sudamericanos habían conseguido el sobreseimiento de la causa, casi de forma milagrosa, y de los verdaderos responsables nadie asomó la cabeza ni nadie quiso investigarlos realmente. Lo único positivo de ello es que no le pedían pena por organización criminal, sino solo por el cultivo industrial de marihuana y el de defraudación de fluido eléctrico. 

El fiscal le pidió cuatro años de cárcel por el primer delito, por la agravante de notoria importancia, y multa de doscientos mil euros, y por el segundo delito, doce meses de multa a razón de veinte euros por día. De responsabilidad civil, le pidieron veintinueve mil euros por el valor aproximado de la energía defraudada. El abogado que le defendía, puesto por los verdaderos responsables, no quiso llegar a una conformidad, pese a que la defensa de Sebastián era muy complicada, y finalmente, fue condenado a tres años y un mes de cárcel, y a las mismas multas que pedía el fiscal. 

El abogado había intentado que fuera condenado únicamente por cómplice, pero no solo el haber firmado el contrato de alquiler, que lo convertía en cooperador necesario, sino también el hecho de haber sido visto en la nave impedían que el tribunal le pudiera bajar la pena. La sombra de la guerra contra las drogas es alargada, y siempre se cierne, sobre todo, sobre los más desfavorecidos. Sebastián, otra víctima más para celebrar el centenario de la prohibición. 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #328

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