El caso de este mes es el de un joven de un colectivo de usuarios de cannabis que decide aportar su granito de arena realizando un cultivo para la asociación. Por su trabajo, recibirá además una compensación dineraria, que le vendrá muy bien en esta época de apuros económicos.
Cultivará marihuana, sí, pero con el objetivo de que los usuarios de la asociación consuman un producto de confianza y no alimenten a redes de economía ilegal, que en algunos casos pueden tratar muy mal a sus propios empleados y, no digamos, a los rivales. Y lo intenta hacer de la mejor manera, sin demasiados tóxicos, de una buena variedad y poniendo mucho cariño en el intento. Y para ello habilita un pequeño y viejo piso heredado de su abuela, en estado deplorable de conservación, que la familia no tiene dinero para reformar y poder alquilarlo y que tampoco quieren por el momento vender. Así, acondiciona mínimamente el inmueble para el cultivo, reservándose una pequeña habitación por si le da pereza volver a su casa. El resto de la vivienda, dos habitaciones, para las plantas: una estancia para que crezcan confortablemente y otra para que el secado sea óptimo. Todo está bien encarrilado y el sistema de extracción funciona de maravilla, en la escalera casi no se nota nada. Sin embargo, pasa por alto algo esencial, no enemistarse con la comunidad de propietarios, y lo hace al no pagar las cuotas de la comunidad. Se le acumula una pequeña deuda, pero decide afrontarla cuando saque algo de la siguiente cosecha. El presidente le advierte una sola vez, y en tono amenazante: “No me importa lo que hagas en tu propiedad, pero si no pagas las cuotas, tendrás problemas”. Nuestro protagonista le asegura que lo pagará al mes siguiente, y ante la actitud neutra del presidente, se olvida del asunto. En aquel momento no se da cuenta de hasta qué punto la amenaza era real. Más tarde lo entiende, cuando unos señores le esperan en el portal, con un papel colgando de una sonrisa burlona: orden de entrada y registro.
El presidente lo sabía todo desde el principio y, si bien se lo había callado, el tema de las cuotas inclinó la balanza. Lo comunicó a los Mossos d’Esquadra, quienes vigilaron el piso, pegaron la nariz a la puerta, observaron desde el exterior las ventanas siempre bajadas y con unos extraños orificios, y probaron suerte con el juez de instrucción en funciones de guardia, a quien le explicaron que en el edificio olía muchísimo a marihuana, que el vecindario estaba muy molesto, que había niños en la escalera y que tanto olor solo podía responder a una plantación de grandes dimensiones, y por lo tanto, destinada al tráfico de drogas. Tampoco ayudó el hecho de que desde la acometida general hubiera un ramal que entraba directamente al inmueble sin pasar por ningún contador. Para conseguir la autorización judicial de entrada y registro, los Mossos d’Esquadra insistieron en su petición motivada en que el sujeto no vivía en el inmueble, que este solo era utilizado para el cultivo. Lo aseguró el presidente de la comunidad, quien al parecer llevaba un registro exhaustivo de las entradas y salidas de nuestro protagonista. Desde luego, la comunidad de propietarios escogida no fue especialmente maria-friendly. Así, al constar indicios de que no era un espacio privado destinado a domicilio del presunto delincuente, y que, por lo tanto, no era utilizado como morada, el juez lo tuvo más fácil para considerar proporcionada la entrada y registro solicitados. En el registro se encontraron 167 plantas, con un peso bruto de 15,5 kg. Una vez acabado el registro del inmueble lo precintaron, dejando todos los instrumentos del cultivo en su interior, y se llevaron detenido al cultivador, quien pasó a disposición judicial al cabo de dos días. Las plantas, ya se sabe, fueron sacrificadas y metidas en cajas de cartón. El juez incoó diligencias previas, puso en libertad al detenido y remitió una muestra de las plantas al Instituto Nacional de Toxicología. Después de unas semanas y a través de varios escritos y recursos de la defensa, se desprecintó el inmueble y se devolvió al imputado toda la maquinaria que había quedado incautada en el interior del piso. Por otro lado, la cantidad de sustancia deberá ser objeto de contraanálisis pericial por parte de la defensa, dado que con los datos de los Mossos d’Esquadra podríamos estar hablando de notoria importancia, lo que sitúa, como sabemos, una eventual condena en una pena mínima de tres años de prisión. Y la mayoría nos preguntamos: ¿para qué tanto esfuerzo policial y judicial para impedir que personas adultas accedan libremente al consumo de una sustancia que desean?; ¿tiene sentido que un quince por ciento del total de los policías en España tengan como cometido principal luchar contra el tráfico de drogas?